Desde el comienzo de su mandato el presidente Trump no ha dejado de atacar, fustigar e incluso insultar al presidente de la Reserva Federal, James Powell.
La principal y más persistente crítica de Trump a Powell se centra en la política de tipos de interés de la Fed. Trump es un firme defensor de los tipos de interés bajos (o incluso negativos) porque cree que estimulan el crecimiento económico, impulsan el mercado de valores (al que a menudo se refiere como un barómetro de su éxito económico) y abaratan el endeudamiento para empresas y consumidores.
Cada vez que la Fed ha subido los tipos o ha mantenido niveles que él considera "demasiado altos", lo ha interpretado como una acción perjudicial para sus objetivos económicos.
Pero entendemos que el problema es más amplio. Trump tiende a ver las instituciones, incluida la Reserva Federal, como herramientas que deben alinearse con la agenda de la administración en el poder. La independencia de la Fed, diseñada para proteger la política monetaria de la influencia política de corto plazo y los ciclos electorales, es percibida por Trump no como una fortaleza institucional, sino como un obstáculo a sus políticas o un desafío a su autoridad. Ha llegado a acusar a la Fed de "sabotear" la economía o de actuar con motivos políticos.
Trump exige lealtad de sus nombramientos. Aunque Powell fue nominado por él, su negativa a ceder a las presiones políticas sobre la política de tasas de interés ha sido interpretada por Trump como una falta de lealtad personal o institucional, lo que alimenta su frustración.
Cuando las condiciones económicas no cumplen con sus expectativas o cuando el mercado de valores muestra debilidad, Trump tiende a buscar chivos expiatorios. La Reserva Federal, al tener un papel tan influyente en la economía, se convierte en un blanco conveniente para desviar cualquier crítica sobre su propia gestión económica.
Después de varios episodios de ataques y descalificaciones al máximo responsable de la Fed. el pasado 16 de julio, los mercados financieros estadounidenses vivieron una jornada especialmente convulsa.
A media sesión, un funcionario de la Casa Blanca desató el pánico al señalar que el presidente Trump podría estar considerando destituir a Jerome Powell como presidente de la Reserva Federal. En cuestión de minutos, el dólar estadounidense cayó con fuerza, los rendimientos de los bonos del Tesoro se dispararon y el nerviosismo se apoderó de los inversores globales. No fue hasta que el propio Trump desmintió esa posibilidad —probablemente consciente de los enormes obstáculos legales y políticos que enfrentaría para consumarla— cuando los mercados comenzaron a estabilizarse.
Más allá de la anécdota, este episodio subraya una verdad fundamental: la fortaleza de una economía no depende únicamente de sus cifras macroeconómicas, sino también —y de forma decisiva— de la confianza en sus instituciones. La mera posibilidad de que un presidente pueda fulminar al máximo responsable de su banco central por motivos políticos despierta todas las alarmas. Y con razón.
La Fed: más que un banco central
La Reserva Federal no solo es el banco central de Estados Unidos; es, probablemente, la institución monetaria más influyente del mundo. Sus decisiones sobre tipos de interés, liquidez y estabilidad financiera tienen un impacto directo en los flujos globales de capital, en las monedas emergentes y en el apetito inversor en todo el planeta.
Precisamente por ello, su independencia se considera un pilar irrenunciable del sistema. Un banco central que opera bajo las órdenes directas del Ejecutivo pierde su capacidad de actuar con criterios técnicos, lo que conduce a decisiones económicas erráticas y, a medio plazo, a la desconfianza de los mercados. Cuando se quiebra esa confianza, el resultado suele ser una caída de la moneda, un encarecimiento de la deuda soberana y una salida de capitales.
El ejemplo del 16 de julio lo deja claro: bastó un simple rumor para poner en duda la continuidad de Powell y desatar una oleada de ventas en los activos estadounidenses. Fue una advertencia en tiempo real de lo que podría pasar si la Fed deja de ser percibida como un órgano independiente.
El espejo español: instituciones bajo presión
Este tipo de instituciones —como los bancos centrales, los tribunales constitucionales o los organismos reguladores— están diseñadas para funcionar al margen del ciclo político. Su papel no es gobernar, sino garantizar que ciertas funciones esenciales del Estado se ejercen con neutralidad, previsibilidad y solvencia técnica. En otras palabras, son contrapesos al poder.
En una democracia sana, el poder se distribuye precisamente para evitar abusos. No basta con que haya elecciones: debe haber límites reales a la acción del gobierno, especialmente en ámbitos donde la tentación de intervenir puede resultar fuerte.
El episodio vivido en EE.UU. nos recuerda por qué es tan valioso ese equilibrio. Pero también pone en evidencia lo frágil que puede llegar a ser, incluso en democracias consolidadas.
Aquí, en España, frecuentemente se critica mucho -y seguramente con razón- los desmanes de Trump. Pero si observamos en nuestro país, el panorama institucional tampoco es halagüeño. En los últimos años, se ha producido un fenómeno preocupante: el intento progresivo del Ejecutivo por colonizar organismos que deberían funcionar con autonomía.
Uno de los ejemplos más recientes y alarmantes es el del Banco de España. La designación de un nuevo gobernador con un claro perfil político -ha pasado directamente de ser ministro a gobernador- ha encendido las alertas. Por desgracia, no es el único caso, quizá ni siquiera es el más relevante de cara a los medios generalistas y por lo tanto a los ciudadanos. Creo que no es necesario especificar los conocen ustedes muy bien. Pero desde esta tribuna, con un perfil más económico que político, sí que nos preocupa, ya que si el banco central pierde su reputación de neutralidad, no solo se ve afectada la calidad del análisis económico que produce, también se resiente la imagen internacional del país ante los mercados.
¿Por qué importa tanto la independencia?
Sin independencia las decisiones públicas pierden calidad. Cuando un gobernador del banco central actúa pensando en el interés de su partido, o cuando un regulador del mercado atiende instrucciones de un ministerio, el sistema entero se desnaturaliza. Se abren las puertas al clientelismo, a la arbitrariedad, y en último término, al deterioro democrático.
La historia económica reciente está llena de ejemplos que ilustran esta dinámica: desde países latinoamericanos que han manipulado sus estadísticas oficiales, hasta gobiernos que han presionado a sus bancos centrales para financiar gasto público a costa de la estabilidad monetaria. El resultado casi siempre ha sido el mismo: inflación desbocada, pérdida de confianza y crisis institucional.
Un recordatorio necesario
Lo que ocurrió el 16 de julio en EE. UU. puede verse como un episodio puntual. Pero también puede interpretarse como una advertencia más profunda: incluso las democracias más sólidas están expuestas a la tentación de erosionar sus equilibrios internos. Y cuando eso ocurre, las consecuencias no se limitan a lo político; se trasladan a lo económico, lo social y lo institucional.
En España, el proceso es más silencioso, más gradual, pero no por ello menos preocupante. Es urgente recuperar una cultura política que respete la independencia de las instituciones, que comprenda su valor y que renuncie a instrumentalizarlas en beneficio del poder de turno.
Blindar los organismos independientes no debería ser una reivindicación tecnocrática, sino un imperativo democrático. Porque sin contrapesos reales, la democracia se vuelve más frágil. Y con ella, también la prosperidad económica que tanto depende de la estabilidad, la previsibilidad y la confianza.