Opinión

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LA ENCRUCIJADA

Contra el odio

Publicado: 22/07/2025 ·06:00
Actualizado: 22/07/2025 · 06:00
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El joven recepcionista había advertido su presencia. En el hotel, un establecimiento veraniego de la costa valenciana a inicios de los 70, resultaba difícil no reparar en aquel alemán que, con sus dos metros de altura y nariz de boxeador, destacaba sin dificultad entre los clientes.

Una mañana, el alemán se dirigió al recepcionista haciendo uso de su escaso español. Explicó que lo había aprendido en la Guerra Civil, en la que había participado como piloto de uno de los aviones suministrados por Hitler al ejército franquista. Su voz ascendió, orgullosa, cuando comenzó a narrar las acciones de guerra en las que había participado. Un centelleo de autocomplacencia y odio se destacó en sus ojos cuando pronunció la palabra Guernica. Entre aquel macarrónico lenguaje, el recepcionista entendió que el alemán había formado parte de quienes bombardearon cruelmente el municipio vasco. Un símbolo del terror causado por la guerra, reflejado por el magisterio de Pablo Picasso en su colosal obra. El recepcionista encajó las mandíbulas y permaneció ceñudo, pero silencioso: no podía discutir con un cliente; ni siquiera con quien conservaba, tras más de treinta años, aquella insolencia nazi, trufada de odio y soberbia, que se envanecía, ante un español, de haber asesinado a otros españoles.

Muchos años atrás, en los 30, una familia de agricultores había habitado una alquería situada a poco más de dos kilómetros de la ciudad donde brotaría el anterior hotel. El marido se había afiliado durante la II República a un sindicato agrario y a él había pertenecido hasta que, por causas desconocidas, decidió cambiarse a un segundo sindicato, adversario de aquél. La decisión fue calificada de “traición” por sus antiguos compañeros que, ya entonces, le amenazaron con futuras represalias.

Recién iniciada la Guerra Civil, el sindicalista temió por su vida cuando supo que se le había incluido en una lista negra. Huyó al monte y allí permaneció oculto durante un tiempo. Finalmente, destrozado por el hambre y harto de la soledad, regresó a la alquería. En la cocina de ésta se le habilitó un pequeño escondite tras la alacena. Poco tiempo después, un grupo armado de milicianos se presentó en la alquería preguntando por su paradero y registrando a continuación las estancias del inmueble cuando se les dijo que había marchado sin destino conocido. La “visita” se repitió en ocasiones posteriores hasta que lograron descubrir el escondite y prender al perseguido.

Al día siguiente, su mujer se dirigió, en busca de su esposo, a varios lugares de encarcelamiento de la ciudad. No obtuvo respuesta sobre su paradero hasta que alguien, compadecido, le informó de que aquella misma madrugada sus captores lo habían fusilado. Con dolor desbordado, la mujer arremetió verbalmente contra los asesinos de su marido, de tal modo que, a un kilómetro de distancia, el resto de su familia ya pudo escuchar aquellos gritos desgarradores y percibir la furia de un odio que jamás cesaría. Un odio que prendería en su hijo: tiempo después se enrolaría en la Legión Azul, partiendo hacia Rusia para vengar a su padre.

Ambas historias son reales y en ellas se comprueba que el odio arraiga sobre bases diferentes: en el primer caso, la base predominante fue la ideológica; en la segunda, al menos de inicio, lo fue la explosión del dolor y la desesperación personales, causada por el arrebatamiento de la persona amada. Ambos odios vuelven a inflamarse en nuestro tiempo. Los niños y jóvenes de Gaza, atrapados por este segundo tipo de odio, difícilmente podrán superar las consecuencias psicológicas y materiales de los genocidas ataques que impulsa el gobierno israelí. Su testimonio directo de la crueldad, la destrucción e incluso del sadismo no los neutralizará la existencia del terrible ataque de Hamás que prendió la mecha: más bien puede que se transforme en un recuerdo épico y que, en el futuro, el lago del nuevo odio acreciente sus límites en Oriente Medio y más allá de éste, hasta ese punto terrorífico en el que se prefiere la muerte a las ganas de vivir. Ante tal pronóstico, la timidez de la reacción europea causa vergüenza e indignación.

Más cerca, entre nosotros mismos, y en la Europa de la que formamos parte, el odio ideológico visceralizado también desborda sus riberas de antaño sin que los contrapesos existentes para frenarlo parezcan suficientes. La ausencia de una educación en valores cívicos, expulsada bajo la falaz acusación de “adoctrinamiento”, se ha unido al veneno que recorre las redes sociales. Ambos hechos han laminado, en parte de la sociedad, los límites que la gente se auto-imponía porque formaban parte de un consenso tácito garantista de la convivencia pacífica y la cooperación entre distintos. Unos fines que, a los ojos de la gran mayoría de la ciudadanía, más que compensaban las ocasionales renuncias a algunas decisiones individuales.

La resultante de la desaparición de patrones sociales convivenciales y la exaltación de ideologías que desprecian el diálogo, el contraste de hechos objetivos y el uso de una razón que persiga el predominio de los argumentos más sólidos, abre el paso a la barbarie, a la fuerza como instrumento superior a la inteligencia, al grito por encima de la palabra, a la negación de que todos formamos parte de una Humanidad que, habitando el mismo y debilitado planeta, nos conmina a compartir un rango civilizatorio, -por lo tanto justo-, de derechos y deberes.

Que el siglo de las grandes revoluciones tecnológicas y sanitarias pueda ser, al mismo tiempo, el siglo de los nuevos y grandes conflictos; el siglo en el que la vida humana pierda su valor intrínseco a favor de las vísceras alimentadas por el odio; el siglo en el que la inteligencia se alía con la mentira y el engaño para dominar a la gente…; que pueda ser el siglo, en definitiva, de la estupidez y la auto-destrucción, tiene que revolvernos. A abandonar la zona de confort. A dejar de refugiarnos en el estoicismo resignado y, menos aún, en la lúdica confortabilidad del nihilismo. Como mínimo, a preguntarnos, como sociedad, y como individuos sociales, qué hacer contra el odio y sus raíces.

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