En realidad, ni que tuviéramos mano izquierda… pero San Mateo lo dijo tal que así, palabra por palabra en castellano, y no vengo yo aquí a modificar los evangelios.
Bien, las cosas están de la siguiente manera. Ha salido en todos los medios y conocemos las líneas maestras de la nueva medida estrella del gobierno en los albores de una crisis de la que no sé cómo vamos a salir: un impuesto a los beneficios de dos de los sectores más problemáticos de la economía española; la banca y el energético. La estimación es recaudar alrededor de 3.500 millones/año. La justificación de su introducción es relativamente sencilla: se pretenden gravar los llamados windfall profits o beneficios caídos del cielo o sobrevenidos.
Y esto está, leído rápidamente, muy bien. Maravilloso y de justicia. No se trata de controlar la inflación con estas medidas ni de bajar el precio (para lo que ya está la subida de los tipos de interés por el BCE, como si esto fuera una cosa de demanda, y la desconexión del gas del pool durante un año, respectivamente), no nos equivoquemos. Su objetivo, en cambio, es el de hacer partícipe a la sociedad de unas ganancias obtenidas por las empresas en un sector concreto de una cuantía considerable y con una naturaleza sostenida, que no se debe a ningún retorno consecuencia de una inversión realizada por la empresa, sino a una situación ajena a la misma, habitualmente condiciones que no se pueden controlar en los mercados (guerra en Ucrania con restricciones de output brutales en materia de energía y subida de tipos de interés como parte de la política monetaria europea para controlar la inflación en un mercado con préstamos mayoritariamente variables). Básicamente, hablamos de beneficios inmerecidos, según la filosofía calvinista liberal. Éstos vienen, además, en algunos casos, facilitados aprovechando una mala regulación (y voy a decir mala, porque no es como que esto esté pasando coyunturalmente y la regulación fuera buena pero no estuviera pensada para responder ante una situación de crisis como la actual) en la que no vamos a ahondar ahora.
Y algunos astutos capitalistas y otros (que no entiendo muy bien por qué están también en su equipo) dirán rasgándose las vestiduras: “¡Tamaña injusticia! ¡Lo que es excesivo es el robo en impuestos! El gobierno comunista que tenemos, por un evento no controlado y no causado por ellas que les procura sumas moderadamente cuantiosas, grava de más a estas empresas. En cambio, cuando la economía bolivariana va muy mal, carretera y manta a los empresarios”.
Estos argumentos, propios de un debate muy poco sofisticado de parroquianos, parecen curiosa y selectivamente olvidar lo que llevamos haciendo desde el estallido de la COVID. Durante la pandemia, un evento totalmente inesperado que arrojó pérdidas injustificadas, aquí se rescató hasta a quienes la situación de insolvencia les respiraba en la nuca por causas bien distintas a los cierres motivados por el virus. Es más, se rescató a quien no necesitaba ayuda. Y se hizo con los impuestos de todos. Y yo no oí chistar al “equipo capital”. Pero, además, no es que en general se grave extraordinariamente a las empresas a las que les va muy bien, sin más (no os quiero contar lo bien que les ha ido a las plataformas digitales). Sino que se hace cuando el hecho de que les vaya tan bien implica que aprieten con la bota, más de lo que deberían, sobre el cuello de amplios sectores de la población, que es lo que está pasando. Supongo que la justicia de este tipo de impuestos queda más o menos clara. Vamos a por su conveniencia técnica.
Normalmente, estos argumentos moralistas del tipo “el Estado nos roba” (con más o menos matices y regado con más o menos argumentos de autoridad de insignes liberales) se suelen acompañar de otros de cariz práctico-económico. Por supuesto, parece necesario siempre que sean de lo más absurdos. Tradición obliga. Se esgrime, pues, que este tipo de impuestos aumenta el riesgo de la inversión en los sectores afectados. Precisamente por esto, y como es natural, para compensar el loco atrevimiento de no haber hecho nada para producirlos -porque se trata de unos beneficios desvinculados del esfuerzo del capital (si no, no serían caídos del cielo)-, como compensación de tal inversión se exigiría un precio más alto por el producto (tipos de interés por los cielos; precio de la energía, disparado, pese a la excepción ibérica) o, directamente, no se invertiría (la inversión en renovables viene más que recomendada por la crisis energética, no es que hagan un favor precisamente; y si la innovación de los otros consiste en invertir en bitcoins…). Pero, además, es que en un supuesto como el actual, es más absurdo aún: se trata exclusivamente de un impuesto a “los beneficios extraordinarios” y las tasas que se anuncian son bastante moderadas, permitiéndoles retener un pedazo generoso del pastel que se han encontrado sin quererlo (cómo, técnicamente, se va a hacer este malabar sin incurrir en doble imposición está aún por concretar). Adicionalmente, la medida se plantea con una duración propuesta sólo de dos años, que supongo que es lo que se espera que dure la situación internacional extraordinaria que cataliza estos beneficios.
En segundo lugar, mi argumento favorito: los pobres pequeños accionistas. El tema predominante de la poesía capitalista: “no se daña a las compañías, se daña a los accionistas y estamos hablando de pequeños accionistas cuyos dividendos se reducirían”. Nótese que para los beneficios siempre hay una persona física y que nos es familiar detrás del vestido societario; pera las pérdidas, en cambio, la personalidad jurídica es un telón de acero infranqueable. El argumento de estás fastidiando -directa o indirectamente- a tu pobre vecina del tercero, bien porque, aparentemente, Puri es accionista de Iberdrola o porque los fondos privados de pensiones participan en el capital de Caixabank. Pero bueno, por favor, ojo a las concentraciones y titularidad de los accionariados, que ahora resulta que tu tía Puri o fondos de pensiones participan mayoritariamente este tipo de sociedades. Casi mejor le iría a Puri y a los pensionistas si, en lugar de percibir un misérrimo dividendo, pudieran ahorrarse el pago de las consecuencias de una lotería injusta que tenemos en algunos sectores.
Yo es que no sé ni qué decir a estas argucias. Estoy segura de que este tipo de argumentos sonaba mejor en su cabeza.
Pero hay algo raro. Me refiero, es curioso que una medida así haya llegado a los despachos de Moncloa y a anunciarse sin mucha batalla, especialmente si se estaba discutiendo desde hace meses, en unos sectores intervenidos por lobbies hasta la médula y con más puertas giratorias que la salida de un hotel. ¿Por qué será? Pues porque vamos a ser incapaces de retener o fijar el peso de la contribución en las empresas. En otras palabras, va a ser nada o, siendo generosos, muy poco útil, si es una medida única, porque no se va a absorber por las empresas sobre quienes se impone, sino que se va a repercutir, porque se puede, en el eslabón más débil de la cadena: el consumidor. Así es el mercado.
La razón también la hemos ido viendo estos años. Se ha promocionado una política sostenida en otros de los ministerios que también se controlan (o no): la de concentración de los mercados. Dicho de otra forma, cada vez hay menos operadores con más poder. En ausencia de competencia, esto es, de un mínimo número de empresas (un oligopolio efectivamente puede ser altamente competitivo sobre el papel… pero que me llamen cuando vean uno así, por favor) y de inelasticidad de la demanda, al no existir alternativas de suministro de estos productos esenciales, los consumidores están vendidos. Ésta es una de las perniciosas consecuencias que tiene no sólo autorizar, sino incentivar, las fusiones en la banca y energía. Lo que no se puede es tener una política esquizofrénica, en el mejor de los casos, o populista e inútil, en el peor.
La repercusión de estos “sobre-costes” no está prohibida y no sé cómo piensan evitarlo, honestamente. Es económicamente racional en un mercado. Lo que está prohibida es la concertación para repercutirla. Y la CNMC va a ser incapaz de dar abasto con estos dos sectores porque tendría que probar una coordinación entre los empresarios (de la subida del precio o de la retirada de output), que no es tan sencillo, como es evidente a la vista de las prácticas que vienen perpetrándose en el seno de estos mercados desde hace tiempo. Y, aunque no hace falta probar que se debe al tributo, sí parece esencial demostrar que no existen causas distintas que puedan motivar una subida coordinada del precio de los servicios prestados. Esto, en un mundo en crisis y constantemente fluctuante, parece harto improbable. Precisamente por eso, porque es materialmente inviable controlar y sancionar, hubiéramos necesitado que esos mercados se disciplinaran solos con competencia o hubiera empresa pública ayudando a hacerlo. Algo, a lo que supongo, llegamos ya tarde.
Para terminar con una nota positiva, ¿paliativos tenemos? Los beneficios sobrevenidos difícilmente se pueden evitar porque los mercados y la vida a veces son así -da una muy fuerte de cal o una muy fuerte de arena-. Pero podemos intentar que, igual q se socializan muchas veces las pérdidas (justificadas e injustificadas), se haga también con este tipo de beneficios. A estos efectos, un buen diseño de la política tributaria ayudaría, si se hiciera verdaderamente progresivo, evitando los incentivos apuntados por los lobistas de los sectores.
Por cierto, he visto la foto de Victoria Federica a lomos de un embravecido corcel. Y no hace falta que diga mucho más sobre la monarquía, supongo. Pero bueno, a veces me gusta explicitar lo evidente: hay que acabar con la institución. Y denunciar los Concordatos. Esto también. Por mí también están invitados a la fiesta de la abolición.