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MÚSICA URBANA  

No es trap ni reguetón, es espectáculo

27/07/2022 - 

VALÈNCIA. Música urbana. Como si no surgiera casi toda de las urbes (según Naciones Unidas un 55 % de los habitantes de la Tierra viven en ciudades). Más que un paraguas para aglutinar un amplio surtido de géneros, el concepto de ‘música urbana’ es una de esas lonas plásticas gigantes que se colocan en las calles turísticas de las capitales para procurar sombra. Esa que tendría que dar la vegetación (urbana). 

Cuando solo era urban, en inglés, este género de géneros abrazaba el hip hop, el r&b y el soul remozado. Pasaron los años y los movimientos migratorios, y se desarrolló el dancehall, el dembow, el moombahton, el reguetón y el trap (y decenas de intersecciones y préstamos entre ritmos latinos clásicos como la cumbia o la salsa). A España llegó todo con cierto retraso. La huella de Violadores del Verso, SFDK, ToteKing, El Chojín, Nach, Falsalarma y un largo etcétera de mc’s y dj’s (varones en un amplísimo porcentaje, cosa que contrasta con el número de creadoras de trap o reguetón de la actualidad. Antes solo se hablaba de la Mala Rodríguez y Arianna Puello) fue dura como una plaza sin árboles (la remodelación del entorno del Mercado Central) en medio de una emergencia climática mundial. Vivimos bases herederas del sonido de los USA y raps cortantes con propensión a llamar toyaco a todo aquel que coqueteara con ritmos más cálidos. 

Hubo excepciones, valga la redundancia. De 2003 a 2013 operó La Excepción (La excepción que confirma la regla) grupo de rap originario del barrio de Pan Bendito, en Carabanchel, Madrid. El Langui (Juan Manuel Montilla) y Gitano Antón (Antonio Moreno Amador) rapearon en lenguaje cheli sobre bases de flamenco y rumba riéndose de la industria musical: “Que si er caché que si el protools / Que lo llaman royalti ¿Y que no es de Flandul? / Entonces suelta la cuchara que te veo con las ganas / De meter la zarpa en el platuni y llevarte la taja. (...) Aclarar, que por lo visto dicen que hay que ser Rockero, Popero, Rapero y así poderte encasillar ¿No? / Y si me da por escuchar a mí Rosendo/ A Ketama o a Triana ¿dicen que no soy real? sal de aquí”. 

Foto: Álvaro Ballesteros / Europa Press

Cecilio G., Yung Beef o el cantante antes conocido como Crema, también tienen versos dedicados a las discográficas: He firmao' el contrato más caro en España de tol' gremio. / Yo ha he cumplio' tu sueño y no ma' entrao' ni sueño, / y aquí estoy de paso, esto para mí es un juego. (Espabilao, C. Tangana). Por cierto, Ketama. C. Tangana y Antonio Carmona (y su séquito) cantaron juntos en 2021 alrededor de una mesa en el tema Me maten. La Excepción lo hizo en 2008. 

La génesis de este artículo se encuentra en la ristra de conciertos multitudinarios de las giras Motomami World Tour y Sin cantar ni afinar, de Rosalía y C. Tangana, respectivamente. Masas, catervas, ordas y otras unidades de humanos agrupados cantando los temas de estos dos artistas, con independencia de su edad, clase social o principales gustos musicales. Sudor, efectos especiales, entradas carísimas y trascendencia. Comunión, también. 

Y muchas cámaras. De móviles y sobre el escenario, cámaras que ejecutan planos calculados. Cámaras para que el público mire más hacia las pantallas que al escenario. La técnica ha cogido los escombros de la cuarta pared de André Antonie para levantar un nuevo y digitalizado modo de mirar. De hecho, al inicio de los conciertos de El Madrileño, se proyecta un aviso por parte de las productoras La Oficina y Little Spain, responsables del diseño del espectáculo de dos horas, para que el público no emplee el flash de sus móviles y respete así la atmósfera cinematográfica. 

La idea de concierto se descompone en una actuación. “Realizar una actuación es actuar en cierta manera, con intención, para la atención de aquellos que pueden estar observando esas acciones. En las actuaciones interviene la conciencia del performer, en el sentido de que una actuación es para una audiencia y dirigida hacia la audiencia (...) Cuando uno pretende algo es una actuación, si uno simplemente hace y no tiene consciencia de sus actos, es cuando podemos hablar de acto”, define Alejandra Pombo Suárez. 

El colectivo El Bloque publicó en 2021 de la mano de la editorial Penguin Random House Making flu$. La música urbana: Un cambio generacional, un nuevo paradigma cultural, un libro que refleja ocho voces distintas que, a través de artículos que van de lo periodístico a lo científico pasando por la ficción y los memes, hablan sobre la trascendencia de esta tipología múltiple de música. 

Una de las autoras, Alicia Álvarez, explica en el capítulo Una moto, unas palmas, una corona de espinas que “concebimos la performatividad principalmente como ‘actuación’ (puestas en escena musicales que cuentan con público); aunque en algunos momentos se aluda a esta en cuanto a ‘actos’ (comportamientos públicos en espacios como redes sociales o medios de comunicación). Y nos adentraremos en los performativo en cuanto a la corporeidad, la (auto)representación y la experiencia estética”. Desplazándonos hacia la crónica periodística, vemos que Janet Malcolm en El periodista y el asesino dejaba caer que un juicio es un acto performativo donde lo que importa no son los datos, sino convencer al jurado de tu narración.

No todo es vanidad, es performance

En el dualismo Rosalía / Pucho observamos que la artista apuesta por el minimalismo, mientras que El Madrileño despliega un elenco de personajes y escenarios. Pero el minimalismo de la catalana es puramente performativo, de tan milimétrico y calculado que es. Al igual que en la física cuántica, donde los fenómenos solo son observables a escala microscópica, en el buen márketing las estrategias son invisibles para el ojo civil

“Era más fácil encontrar a los artistas de la nueva escena siendo una excepción en festivales de música electrónica o indie que verles en festivales de hip hop; algo que supieron aprovechar para dar rienda suelta a su imaginación y cumplir su sueño de cantar con una banda de salsa (PXXR GVNG en Primavera Sound en 2016), plantar barras de stripper y subir a más de cincuenta personas al escenario (C. Tangana en Primavera Sound de 2018), hacer viajar al coreógrafo de Rihanna para trabajar en el estreno de un nuevo show (Bad Gyal en Primavera Sound 2018), aparecer como un paso de Semana Santa cargando una cruz (Pedro Ladroga en Sónar de 2018) o montado sobre un caballo blanco (Cecilio G en Sónar 2019)”. La culpa la tiene el dinero es el capítulo firmado por Quique Ramos que analiza la transformación de la escena desde lo underground hasta Sony y otras majors. “La industria ha pasado por un período de transformación hiperacelerada en el que ha tenido que relegarse en pro del artista para poder seguir existiendo”. ¿Seguro? ¿Hasta qué punto el artista se comporta como artista desde su propia subjetividad y no desde una demanda de mercado? 

Hans Laguna en el recomendadísimo Hey! Julio Iglesias y la conquista de América, publicado este año por la editorial Contra, advierte sobre la cualidad de la música mainstream como aglutinadora de masas: “He intentado no idealizar los gustos musicales de la mayoría, esto es, no atribuirles virtudes democráticas por el mero hecho de ser mayoritarios. Sería un error considerar que la cultura de masas es una cultura realmente comunitaria y popular, es decir, que pertenece de veras al pueblo”. Laguna, que en su ensayo traza numerosos paralelismos entre Julio Iglesias y Tangana y Rosalía en sobre todo en lo referente a estrategias de marketing y conquista de mercados internacionales, añade que Julio fue “una figura transversal en términos de clase social”.

¿Tiene el reguetón el mismo potencial ‘democratizador’ que Julio Iglesias? (Entendiendo el entrecomillado como la filosofía de marca de IKEA, Ryanair o Decathlon, empresas que acercan el mobiliario de diseño, los viajes en avión o el deporte a muy distintos orígenes sociales). ¿Se ha superado su denostación por parte de la crítica musical y el periodismo, como le sucedía a Julito? “Los prejuicios (hacia el reguetón) se amparan en la falacia de su poca calidad musical y en que se temática es demasiado carnal, violenta o incluso cursi. La realidad es que viene de los sectores sociales con menos prestigio y su incursión en los otros estratos se considera corrupción moral. ¿Hace falta remarcar que a esto se le llama clasismo? Añadiendo el double-trouble que supone reconocer el machismo en determinadas letras y conductas del reguetón, pero obviar el machismo institucionalizado de esta sociedad patriarcal”, escribe Aïda Camprubí. 

También en Making flu$ podemos leer un texto incisivo, muy documentado y analítico de la creadora hjdarger que pese a que se centra en digamos, la ontología del archivo musical en sí, desemboca en las lógicas productivas y el capitalismo de plataformas: “Dichas redes sociales anquilosan las personalidades, los discursos y las herramientas de los artistas, limando la complejidad, construyendo proyectos vendibles. La violencia se impone sobre los tiempos de creación, los estándares de calidad o las narrativas, pero también podemos encontrar una violencia inherente al software. Pienso en el timbre de las voces, en los tipos de compases, en la saturación de los graves o en la composición a partir de loops con apenas modificaciones. Mi mirada obsesionada con los híbridos de agencias mecánico-humanas es puesta en standby por procesos encarnados de flujos de trabajo y dinámicas de producción fordistas”. 

Todo esto es fantástico. Y tremebundo, una vez se analiza. Porque mientras transitamos desde la barra hacia las coordenadas donde hemos dejado a nuestras amigas, haciendo equilibrios con dos cervezas mal tiradas y caras, se despliegan miles de mecanismos y violencias maquilladas de espontaneidad y libertad. Pero están. Por eso el espectáculo, que no es nada altruista, tiene la validación económica para continuar. 

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