De unos años a esta parte, la palentina Ajo ha perfeccionado una variedad poética llamada micropoesía. Coincidiendo con la edición de La perrina y yo, adaptación libérrima de Platero y yo protagonizada por su inseparable mascota, este recuerdo hecho de momentos varios junto a ella
VALENCIA.
Uno de los micropoemas de Ajo con los que más me identifico, dice esto: “Por error olvido / la distancia que / por costumbre / me une al vacío”. Es una escritora que destila su poesía en versosdiminutos, vistiéndolos con imágenes que hacen de lo real algo fantástico de lo irreal algo todavía más fantástico. A su manera –bastante ácrata, muy rebelde, siempre feminista-, invoca el espíritu de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, para luego ir mucho más allá, deslizándose por el tobogán de las palabras con esa dulce contundencia. Ajo es una experta maestra en decir mucho solamente con lo justo.
Conozco a Ajo de antes de que se dedicara a la micropoesía, género que, todo hay que decirlo, inventó ella, que es así de chula. El contacto se remonta a mediados de los años noventa, cuando formaba parte de Mil Dolores Pequeños, trío madrileño que tuvo la osadía de hacer rock experimental cuando practicar algo así en este país era prácticamente un suicidio. Mil Dolores Pequeños eran valientes y desde su laboratorio en la calle del Pez, en pleno barrio de Malasaña, editaron discos que mezclaban ruido y poesía; obras suyas, y también de otros artistas, porque montaron su propio sello independiente que, con mucho acierto, bautizaron Por Caridad.
En aquella época, Ajo y el guitarrista Javier Colis –con el que compartía vida y grupo-, trabajaban ocupándose de la taquilla del teatro Alfil. El Alfil era entonces un punto vital para las artes escénicas alternativas de Madrid, y por eso, frente al ventanuco de la taquilla desfilaban personajes de todo tipo, artistas, supervivientes, vecinos del barrio. Ajo fue tomando fotos de muchos de ellos cada vez que se aproximaban a la taquilla buscando su entrada. Lola Herrera, Eduardo Haro Tecglen, Albert Pla, José Luis Sampedro, Leopoldo Alas, María Asquerino, Javier Corcobado, Alaska, Calamaro, Moncho Alpuente, Félix Sabroso, Almodóvar, Antonia San Juan, Diego Manrique, Andy Chango, Elena Anaya, Ernesto Alterio, Marisa Paredes, Juan Carlos Monedero y un larguísimo etcétera de rostros quedaron inmortalizados en una colección que, en 2011, y bajo el epígrafe Bello público, se convirtió en exposición fotográfica., en la madrileña sala Matadero.
A raíz de su separación de Colis, y por esos giros imprevisibles del azar, un poema de Ajo terminó convertido en letra de canción. Retorciendo palabras de Fangoria fue todo un éxito comercial así que, de un modo que podría definirse como justicia poética, el dolor de la ruptura terminó consolidando un éxito pop. Cuando dio su primer microshow valenciano, en el IVAM en las navidades de 2005, Ajo disfrutaba a la vez de aquel triunfo y de su despegue como micropoetisa. Actuó acompañada por Nacho Mastretta, desgranando su rima breve, rodeada por ristras de pequeñas luces, sacudiendo la adormidera seca que convierte en micromaraca y agita entre poema y poema. Años atrás, Mil Dolores Pequeños grabaron un álbum llamado Opio, y antes de eso hicieron canción un texto antiprohibicionista del filósofo Antonio Escohotado, De la piel pa dentro mando yo. Lo ilustraron con un vídeo promocional protagonizado por los componentes del grupo, artistas amigos y el propio Escohotado quien, según contaría Ajo en una entrevista, fue el único que solo se quitó la camisa, cuando el resto aparecían desnudos. Lo que quedaba de noche tras el recital del IVAM lo pasamos bebiendo, hablando y riéndonos –mi querida Flor Madrid, mánager de Ajo y Mastretta en aquellos días, también estaba allí- y, en mi caso, llevando a la práctica algunos de los postulados de Eschotado. De esa noche procede la dedicatoria manuscrita en mi ejemplar de Micropoemas, su primer libro, que dice: “Para Rafa, amistad duradera, por la afición a la micropoesía y al cachondeo en general. Gracias por ser tan buen fan. Besazo”.
Hace unos años Ajo tenía un podcast llamado Speed & Bacon, e invitaba al estudio a componentes de ese bello público que la acompañaba frente a la taquilla del Alfil y que, ampliado y actualizado, sigue formando parte de ella. Durante una estancia en Madrid tuve el placer de regresar a su mundo una vez más. Como los invitados teníamos que acudir a la radio con nuestra selección de canciones, elegí música hecha por mujeres. Ella las presentó, ambos las comentamos y también nos reímos mucho, como es habitual. Luego pasé a formar parte de la familia speed & bacon mezclando mi firma en la pared del estudio con las del resto de invitados. Y una vez más, Ajo me dijo aquello de, “qué alegría verte, amistad duradera”. Ella seguro que no se acuerda, pero hace muchos años, al terminar la jornada de un festival de poesía y música experimental en Madrid, en el que participaban Mil Dolores Pequeños, viví con ellos unos de los trayectos más increíbles de mi vida. Un viaje en el que Colis conducía, llevando en la furgoneta como pasajeros a Richard Hell, Lydia Lunch, Ajo y a mí, que iba de bulto, claro. Como debía estar petrificado por la emoción, ni siquiera les pedí un autógrafo.
La última vez que Ajo estuvo en Valencia fue para participar en festival de poesía Vociferio, en la sala Carme Teatre. Judit Farrés, otra de sus cómplices escénicas, la acompañó en esta ocasión, enfatizando sus palabras con su teclado mágico. Dio la casualidad de que aquel domingo, 9 de junio de 2013, celebraba yo mi 50 aniversario así que comimos y nos emborrachamos un poco en la hoy desaparecida Casa Botella de Russafa. Unas horas después, y ya sobre el escenario, Ajo transformó uno de sus micropoemas en felicitación: “No es casualidad que todos los yogures de fresa caduquen el día que cumple años Rafa Cervera”, susurró desde el escenario antes de sacudir la adormidera Si recopilo todas las dedicatorias de Ajo, tendría para hacer mi propio microlibro. Creo que prefiero tenerlas repartidas en sus correspondientes volúmenes, para encontrarme con ellas de una en una a la vez que voy encontrándome con sus versos. Ojalá que algún día se anime a escribir sus memorias y nos cuente historias de aquel bar que montó en Malasaña y que bautizó como La Realidad. O las que vive en Barcelona, cuando va a la casa del poeta Eduard Escoffet, y lo que ocurre cuando coinciden allí ella, su perrina, Lydia Lunch y un vecino llamado Ron Wood.
“Soy una máquina de vivir / que solo funciona / con el brillo / de ciertas noches / inciertas”, reza otro de sus poemas que me son de gran ayuda cuando quiero explicarme a mí mismo. Escuchar a Ajo siempre produce placer. No se trata únicamente a leer o escuchar sus textos, me refiero a leerla o escucharla en cualquier contexto, con esa llovizna frases que son para anotar y no perder nunca. “Cervera, a ver cuando nos vemos y nos montamos un hedonismos”, me dijo una vez por teléfono al descubrir que solo hablábamos por cuestiones de trabajo. “Me marcho a la otra vida”, me dijo en otra ocasión que estuve visitándola en su casa, contándome con su incomparable estilo que se iba de vacaciones a Formentera. Precisamente mientras terminaba de redactar este texto, he dejado entusiasmada constancia en las redes sociales de que ya tengo mi ejemplar de La perrina y yo. “Si algún día te compras una metralleta puedes llamarte Ráfaga Cervera. Sin metralleta también. Muak”, me ha escrito en un mensaje privado. Escucharla, leerla, también es acariciar un poco la otra vida.