VALÈNCIA. Parecemos delincuentes. Forajidos. La broma del destino tiene que consistir en eso, en que las mascarillas nos empujan a revelar nuestra mezquindad. Cuando nos las ponemos, a las personas solamente nos quedan los ojos. Unos ojos que, sin el resto del semblante, apenas tienen matices, sólo desconfianza. No mires a los ojos de la gente, decía la canción de Golpes Bajos, me dan miedo, mienten siempre. Mirando a los ojos de la gente llegamos a saber lo que nosotros mismos somos. Y ahora voy a esa parte de la letra que tan actual resulta ahora mismo y que dice: no salgas a la calle cuando hay gente. La gente, no puede haber un concepto más inquietante. La gente no es más que agrupaciones aleatorias de personas a las que, muy probablemente, no conocemos de nada. Porque cuando conocemos a las personas, estas inmediatamente dejan de ser gente. Pero hasta que ese pequeño milagro se da, sólo somos gente. Jim Morrison lo explicó muy bien en otra canción. La gente es extraña cuando eres un extraño. El hombre es un lobo para el hombre, y también un extraño para el hombre. Cuando eres un extraño, proseguía la letra, nadie recuerda tu nombre. Y si lo saben, añado yo, hay quienes hacen lo posible por olvidarlo.
Durante dos o tres meses soñamos con la utopía de que un acontecimiento semejante -la pandemia- avivaría nuestra humanidad y sacaría lo mejor de nuestros corazones. En mi televisor aparecen anuncios sobrecargados de impacto emocional, apelando a nuestra capacidad de resistencia y animándonos a usar esta tarjeta de crédito, o a aferrarnos con fuerza a la mano de nuestro banco para superar juntos esta crisis. En una gran superficie comercial, una voz pregrabada anuncia que a continuación se guardará silencio -es decir, la voz dejará de hablar y por megafonía solamente escucharemos la música clásica que le sirve de colchón- por las víctimas del covid-19. Pero ese silencio no sirve más que para enlazar con un anuncio hecho por la misma locutora alertándonos de que podemos llevarnos tres bricks de leche pagando solamente dos. Los telepredicadores, tan abundantes hace algún tiempo, han sido reemplazados por un escuadrón de columnistas. Opinadores y opinadoras que nos arengan, con un tono que fluctúa entre lo lírico y lo épico, denunciando hechos que, muy probablemente, ellos y ellas también promueven. Tráfico de abrazos que no todo el mundo sabe a dar aunque los eche de menos. Denunciar y quejarse porque de algo hay que escribir. Como si todo estuviera claro, como si, tal como escribe Ricardo Menéndez Salmón, la vida no fuera “un cuadro gris, una playa entre dos mareas, cierta cualidad anfibia donde es más importante la sutileza que la declamación rotunda”. Cualquier reflexión de No entres dócilmente en esa noche quieta, o de las que vierte Juan Tallón en Rewind (“cuando absolutamente todo cambia, siempre hay algo que no lo hace, y no está claro si carece o no de importancia”) me dicen cosas mucho más necesarias sobre nuestra incongruencia. Distribuimos afectos y simpatías como dictadores de incognito, lo mejor es para los nuestros, o para aquellos con los que simpatizamos; lapidación o indiferencia para el resto.
Los ojos que asoman por encima de las mascarillas pertenecen a gente que a menudo se aproximan demasiado, gente que tiene prisa por sumarse a una cola o por coger una camiseta del expositor. Miro esos ojos huérfanos de un gesto que les otorgue un alma y me temo que también son los míos. Ojos que te observan con fastidio porque has decidido esperar un poco más para entrar a un comercio. La impaciencia. Tipos -siempre son hombres- que escupen con insolencia por la calle repitiendo un gesto infame que ahora lo es más aún si cabe. La ira. Gente que cree que una bandera le convierte en mejor ciudadano, en propietaria exclusiva de algo tan inasible como la verdad (y no tengo más remedio que citar de nuevo la novela de Menéndez Salmón: “Un hombre que hace el bien es mucho más necesario que uno que persigue la verdad”). Me viene a la cabeza otra canción -ellas suelen indicarme la dirección de los pasos a dar-, una de David Bowie titulada ‘Sunday’: Todo ha cambiado /Porque en verdad, es el comienzo de nada / Y nada ha cambiado / Todo ha cambiado / Porque en verdad, es el principio de un fin / Y nada ha cambiado / Y todo ha cambiado. Si miro a los ojos de la gente, eso es lo que veo.
Ahora que somos gente que solamente tiene ojos, me acuerdo de que durante esa etapa, que ya ha pasado a la historia que nos quede como el confinamiento, se dio un hecho pavorosamente mágico. Todos estábamos sometidos a la misma amenaza. Todos estábamos encerrados. Todos, al fin, éramos iguales por la más terrible de las razones. Porque sólo así podíamos evitar aniquilarnos unos a otros. La falta de libertad, el encierro, eso era lo que nos igualaba. Ni siquiera sé si somos conscientes de ello, o nos importa. Tampoco sé si, en medio de nuestra perplejidad, asumiremos el horror que se ha filtrado bajo la fina piel de nuestra rutina. Las pérdidas humanas, el dolor, el miedo. El de personas que arriesgaron sus vidas por ayudar a otros. El de todas las personas murieron sabiendo que iban a morir solas. Quisiera creer que eso se leerá en mi ojos cansados y desencantados cuando algún desconocido los mire por la calle. La normalidad nunca fue ni nueva ni vieja. De haber existido alguna vez, es más que probable que sea esto, y no lo que vivimos antes de marzo de 2020. Algo triste y desolador ha emergido a consecuencia de la pandemia. Una y otra vez me vienen a la cabeza los versos de 1987 de Hidrogenesse: Apaga todas las luces y vámonos a bailar a un bosque / Quema todo tu dinero y vámonos a bailar a un bosque / Rompe tu contrato y vámonos a bailar a un bosque / ¿Qué coño está pasando? Vámonos, quiero hacer esto contigo.