La ministra Isabel Celaá, vizcaína de pro, tendrá el honor de acabar con la enseñanza pública, que ha languidecido en las dos últimas décadas. Para ello dispondrá de la nueva ley de Educación, que podría estar aprobada antes del próximo curso. Ha sido un largo y azaroso camino, pero la espera ha merecido la pena
Siempre me han enternecido las personas mayores. Siento debilidad por ellas. Su retirada paulatina de la vida, mientras se hacen vulnerables ante cualquier contrariedad, despierta lo mejor de mí, sobre todo comprensión para perdonar sus deslices de criaturas desvalidas.
Movido por esta ternura, asisto, entre agradecido y curioso, al decidido intento de doña Isabel Celaá por pasar a la historia de España. A su edad (70 años) no le ha debido de ser fácil renunciar a una vida cómoda en Bilbao, acompañada de su marido y de sus dos hijas Bárbara y Patricia, educadas en el colegio concertado y elitista Bienaventurada Virgen María. Por el contrario, ha aceptado la grave pero necesaria tarea que le ha sido encomendada por el presidente maniquí.
En efecto, la ministra Celaá tiene que sacar adelante la nueva ley de Educación, que no pudo aprobarse el año pasado al ser convocadas las elecciones generales de abril. Pero si hay algo que la define es la tenacidad en la consecución de un objetivo tan importante como el antes mencionado.
Isabel Celaá ha sido elegida para darle la puntilla al sistema. Es el tiro de gracia que la comunidad educativa aguarda impaciente desde hace años
Esta norma, que modificará la LOE y derogará la LOMCE, podría estar aprobada antes del verano, según los planes de Moncloa. Para que esto sea posible, el Gobierno acelerará la tramitación parlamentaria evitando consultar, si puede, al Consejo Escolar de Estado y al Consejo de Estado. La ministra Celaá no quiere que se repita el gatillazo de la antepenúltima legislatura. Tiene prisas por materializarla. A su edad tampoco conviene demorarse en las empresas importantes.
Catedrática y exconsejera de Educación en el Gobierno vasco, Celaá posee la suficiente experiencia para llevar a término ese cometido con éxito. Lástima que su jefe prescindiese de ella como portavoz del Gobierno y la sustituyese por una lozana andaluza. Sus intervenciones después del Consejo de Ministros eran una síntesis perfecta entre los chistes de Chiquito de la Calzada y el dadaísmo de Tristan Tzara. Suficientes pruebas dio esta mujer —que me recuerda al payaso triste de mi infancia— de estar peleada con el castellano, idioma que patea cuando lo habla y escribe, faltas de ortografía incluidas.
Sin el don de la elocuencia, la ministra puede presumir, sin embargo, de la lealtad a su partido, que es lo que en realidad cuenta en política. El PSOE confía en que remate la faena iniciada por san Rubalcaba que estás en los cielos, autor intelectual de la LOGSE. Gracias a esta ley, y con el concurso de sucesivos gobiernos socialistas y conservadores, el Estado ha acometido, de manera lenta pero eficaz, la demolición de la enseñanza pública.
Celaá tiene el honor de haber sido elegida para darle la puntilla al sistema. Es el tiro de gracia que la comunidad educativa aguarda impaciente desde hace años. La enseñanza pública es como un edificio sostenido por vigas de madera, carcomidas por termitas, a la espera de que algún valiente le sople para derrumbarse. Isabel Celaá lleva tomando aire desde 2018 para soplar con fuerza. Nadie duda de que lo logrará poniendo fin a una agonía que a algunos se nos ha antojado demasiado cruel por lo larga.
La nueva ley de Educación, la octava de la democracia, está pensada para que dentro de muy pocos años hablemos de la enseñanza pública en pasado. Entre sus novedades, abarata el título de Bachillerato, que se podrá obtener con un suspenso; da vía libre a las comunidades gobernadas por nacionalistas para arrinconar más el castellano en las aulas, e implanta la asignatura de Educación en Valores Cívicos y Éticos, versión remasterizada de la Educación para la Ciudadanía. Así, el Estado se garantizará el control ideológico de los alumnos de Primaria y Secundaria.
Para concluir, me atrevo a revelar otro de mis deseos, fruto de lo sensible que estoy porque se aproxima el día de los enamorados. Como los hombres y las mujeres del poder político actual tienden a relacionarse sólo entre ellos, dando lugar a la formación de parejas, sería bonito que naciese el amor —un amor otoñal en todo caso— entre Isabel Celaá y el abuelito Manuel Castells, ministro de Universidades, que ha cumplido 77 primaveras. Ya las competencias de sus departamentos, estrechamente ligadas, son una invitación a la cercanía y la confraternización. Otro factor que ayudaría es que ella es vasca y él catalán de adopción.
Me lo estoy imaginando y creo que sería la bomba que entre estos dos ministros hubiese algo más que respeto institucional. De paso tendríamos un tema de conversación más interesante que el pin parental, el último timo del presidente para distraer al personal y que así no se hable de lo que más teme: el frenazo de la economía y la subida del paro. Ocurrió con Felipe y el infame Zapatero, y volverá a suceder. Con los socialistas siempre se repite la historia: el dolor viene después.