Somos el país europeo con mayor esperanza de vida al nacer, según los datos disponibles de Eurostat: 83,3 años de promedio, 85 para nosotras y 80 para ellos. Pienso en ello ahora que cumplo 50 y me cae el medio siglo.
Me detengo en esa especificación de «al nacer» y veo cómo el Instituto Nacional de Estadística considera el horizonte esperanzador a distintas edades. Ha ido incrementándose en las últimas décadas, sobre todo, en las franjas medias y altas. Tienen un buscador para comprobarlo y las variables son los sesenta, setenta y ochenta años. El INE, al ignorarnos, se muestra generoso, en la onda de «los cincuenta son los nuevos cuarenta», «los cuarenta los nuevos treinta» y así, hasta que dejan a los adolescentes en pañales.
Lo dicen los influencers y las webs que ofrecen regalos clasificados según la edad, con camisetas con tu año bien grande. Hasta venden libros con una cuidada selección de noticias, imágenes y curiosidades de lo que pasó el año que tú naciste. En 1973, el Renault 5 arrasaba, un litro de gasolina costaba diecinueve pesetas, murió Nino Bravo y nacieron también Monica Lewinsky y Belén Esteban. Las canciones que sonaban, los libros publicados, las películas, series y programas de televisión que estrenaron…, todo está al alcance de un clic para comprar un recuerdo de una época que solo vivimos en los brazos de nuestros padres.
"No se trata de cambiar el mundo, sino de disfrutarlo al máximo con treinta años por delante si la salud nos acompaña"
Se mire como se mire, los cincuenta provocan vértigo, porque haciendo caso a las mejores previsiones, has consumido más de la mitad de tu vida y, siendo más realistas, dos tercios. Por eso dicen que llegar a celebrar este inolvidable cumpleaños es un punto de inflexión, un momento de reflexión, de introspección y otro montón de grandes palabras acabadas en -ión. Tanto lo he escuchado, visto y oído que he acabado valorando ir a un retiro de yoga y comida saludable —en la Toscana, eso sí— con meditación cada mañana para encontrarme a mí misma. O más bien para regodearme en mí misma, porque perdida no estoy, aunque quizás mi madre no esté del todo de acuerdo con esta aseveración.
Lo que no trago es el sinsentido de «la vida comienza a los cincuenta». De eso nada, a pesar de que todo lo que somos hasta aquí no quepa en un póster regalo, incluidas las canas y las arrugas. La naturalización de los poéticos estragos del tiempo es tendencia y, cada vez, más mujeres se dejan el pelo blanco, para desgracia de las peluquerías, renunciando a tener en cuenta cómo nos ven los demás, sobre todo los hombres, que tan bien se sienten con sus siempre alabadas canas plateadas.
A las arrugas hay que acostumbrarse si no entra en tus planes ni en tu presupuesto el bótox, el quirófano u otros remedios de similar calibre. Sin embargo, una cosa es aceptar los cambios y otra prohibirte recordar aquel top que acabas de regalar a una veinteañera porque nunca volverás a poder ponértelo, pese a que se lleve lo vintage. Como decía Nora Ephron, «cualquier cosa que no te guste de tu cuerpo a los treinta y cinco años te producirá nostalgia a los cuarenta y cinco». Ni qué decir a los cincuenta. La bellísima Charlize Theron, cerca de cumplirlos también, fue increpada por un idiota con un «¿qué hiciste con tu cara?». «Estoy envejeciendo —contestó ella—; es simplemente lo que pasa».
Otra engañifa es el intento de hacernos creer que a los cincuenta contamos con la ventaja de la sabiduría acumulada. No siempre la experiencia da la sabiduría, esa facultad para actuar con sensatez, prudencia o acierto, según el común de los mortales. Es cierto que somos capaces de decir «¡no!» con más frecuencia o «claro, ¡por qué no!» alguna vez, pero poco más, aparte de disponer de una abundante colección de batallitas y de gestionar mejor las expectativas. La mayoría de las metas con las que soñabas hasta anteayer se van esfumando. Ya no se trata de cambiar el mundo o conquistarlo, sino de disfrutarlo al máximo con treinta años por delante si la salud nos acompaña como la fuerza intergaláctica. Lo digo y lo pienso. No queda otra.
Ya lo decía Aristóteles, pero tenía que venir el CIS a dejar claro que, para todo el mundo, lo más importante en la vida es ser feliz, y ocho de cada diez españoles lo son. Más los jóvenes que quienes dejaron atrás los cincuenta