El gran Forges, Antonio Fraguas, estuvo más de tres años recordándonos en sus inolvidables viñetas, siempre certeras, a veces despiadadas pero, como Gigi el Amoroso (la canción de Dalida), nunca sin ternura, la hecatombe humanitaria que se desencadenó a raíz del terrible terremoto del 2010 en el país caribeño de Haití. Un suceso que quebró la vida a más de trecientas mil personas, provocó el desplazamiento de un millón y medio de desamparados y la ruina total de un país ya castigado por su historia. Forges, con ese grito constante y reiterativo, nos invitaba a la memoria y a no olvidar el sufrimiento de todas esas personas que estaban mascando la desgracia. Pues bien, antes de que la tregua e indolencia del benevolente verano europeo (y especialmente del verano mediterráneo) se nos apodere, no he podido evitar hacer algo parecido en relación con la situación del extraordinario país asiático Myanmar, la antigua Birmania.
Se trata de un lugar, como muchas veces mi adorado México, donde el paraíso y el infierno conviven de una forma abrupta y brutal sin solución de continuidad. La última vez que lo visité, en 2017, tras un viaje eterno que arrancó en Lisboa, con escalas en Moscú y Bangkok (sí, uno de mis socios y amigo, el muy ingenioso y astuto Yasser Harbi, al comentarle el itinerario, no pudo evitar hacer una referencia jocosa a que se trataba de un viaje digno del escurridizo Paesa), la situación, como veremos más adelante, era completamente distinta. En aquella ocasión volví a pasar unos días en Yangón, la antigua Rangún, que fue una de las joyas más preciadas de la corona británica que la convirtió desde 1852 en la capital del país. Es una ciudad fascinante en la que conviven, con un éxito razonable, una gran multitud de culturas, etnias y minorías: los birmanos, los chinos, los indios y otros grupos étnicos más locales. Se percibe en sus majestuosos edificios (ahora frecuentemente en decadencia) y por su trama urbana que fue una capital esplendorosa del Imperio Británico.
Es una ciudad abierta donde se mezclan sabores y aromas. Buena muestra de ellos son el exótico mercado de Chinatown o el Mercado Bogyoke Aung San. También, hay que destacar el maravilloso templo de Shwedagon con su dorada estupa de 100 metros. Tiene, igualmente, hoteles de leyenda como el Strand que está en la estela del Raffles de Singapur, aunque la reforma a la que se ha sometido al Strand resulta algo dudosa, o el Hotel Residencia del Gobernador, una elegante mansión de dos pisos de teca de estilo victoriano construida en 1920 y que, antaño, sirvió como sede oficial de los gobernadores de la colonia británica. También volamos, era un viaje familiar, a la bellísima Ngapali Beach. Un enclave turístico que arrancó en los años 90, aunque ha sido una región pesquera desde hace siglos. Es curioso que el origen del nombre Ngapali está en Nápoles, ya que le fue otorgado por un marino italiano nostálgico. Sin duda, Ngapali tiene un encanto extraordinario como destino de playa: por la hermosura del entorno natural y por su componente auténtico y escasamente desarrollado. Y, en otra ocasión, dedicaré un artículo entero a la mítica Bagan porque se lo merece.
En aquel ya lejano 2017, parecía que soplaban vientos de cambio, ya que la Junta Militar había perdido el poder recientemente. La entonces venerada Aung San Suu Kyi, tras la victoria en las elecciones de noviembre de 2025 del partido que lideraba la Liga Nacional para la Democracia (LND), ocupaba las carteras de Exteriores, Energía, Educación junto con la Oficina de la Presidencia. Su buen y muy leal amigo Htin Kyaw se convirtió en presidente del país. Aung San Suu Kyi no podía alcanzar dicha magistratura porque la Constitución de Myanmar prohíbe, muy arbitrariamente, que pueda ser presidente aquel que tenga hijos con pasaporte extranjero. Y los hijos de Aung San Suu Kyi son ciudadanos británicos. Como ya he hecho mención hace algunos años en este columna, la tenacidad de Aung San Suu Kyi en su lucha por la libertad en su país, por la democracia y contra la dictadura le granjeó el respecto unánime y el afecto de toda la comunidad internacional llegando no solo a recibir en 1991 el Premio Nobel de la paz, sino también el Premio Jawarharlal Nehru de la India en 1992, la Medalla Presidencial de la Libertad en 2012 (una de las más altas distinciones concedidas en los Estados Unidos) e, incluso, la ciudadanía honoraria canadiense (siendo en su día la cuarta persona a la que se le concedía).
No obstante, todo ese prestigio internacional se puso en entredicho por su posición pasiva, y más que cuestionable, respecto al genocidio en formato limpieza étnica de libro al que se ha visto sometido el pueblo Rohingya. Uno de los pueblos, en palabras del Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres “más discriminados del mundo”. Los Rohingyas representan la mayor proporción de musulmanes en Myanmar concentrándose en el estado de Rakhine. Tienen su propia cultura y lengua y su origen está, probablemente, en los comerciantes árabes que han operado en la región desde hace siglos. El gobierno de Myanmar, que es un país principalmente budista, les ha denegado repetidamente la nacionalidad e incluso su reconocimiento como personas. Se limita a considerarlos como inmigrantes ilegales de Bangladesh. Es curioso como una religión, generalmente piadosa y pacífica, como la budista ha resultado tan implacable y excluyente con los Rohingyas.
Pero volvamos a la situación actual de Myanmar. En noviembre de 2020, el LND liderado por Aung San Suu Kyi consolidó su posición tras una arrolladora victoria electoral y debía constituir su gobierno en febrero de 2021. Lamentablemente, ante el riesgo evidente de la pérdida de su poder, los militares el 1 de febrero de 2021 recurrieron a un golpe de estado para volver al gobierno. Aung San Suu Kyi y su amigo el presidente amigo Htin Kyaw fueron inmediatamente detenidos. Desde entonces, el país se desangra en una cruenta guerra civil con devastadores efectos en pérdidas humanas. Se trata de una debacle humanitaria lacerante. Al menos 55 localidades se encuentran bajo ley marcial. Esta vez, la Junta Militar ha encontrado una resistencia por parte de grupos armados partidarios de la democracia. Para aplastar dicha resistencia y mantener el control del país, la Junta Militar ha recurrido al abuso sistemático y la represión contra la población recurriendo a la tortura, a arrestos arbitrarios, ejecuciones sumarias de personas sin someterlas al preceptivo juicio, así como ataques virulentos e indiscriminados contra los civiles.
Resulta particularmente escalofriante el testimonio del Jefe de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Volker Turk, que pone en evidencia el retroceso más que inquietante experimentado en Myanmar en materia de derechos humanos haciendo referencia a los métodos criminales contra la población civil empleados por la Junta Militar. Los datos con los que se cuentan resultan sobrecogedores. En efecto, algunas fuentes creíbles apuntan que casi dos mil novecientas personas han resultado asesinadas por los militares y sus colaboradores habiendo sido previamente detenidos cerca de ochocientas. Por otro lado, cerca de un millón doscientos mil personas han sido desplazados internamente, habiendo abandonado el país unas setenta mil personas. Obviamente, todo el potencial de desarrollo económico que se preveía con la vuelta de la democracia ha resultado igualmente pulverizado. Así, cerca de treinta y cuatro mil estructuras civiles que incluyen escuelas, clínicas, lugares de culto y viviendas han resultado incendiadas.
En la actualidad, casi la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Todos los líderes democráticos han sido encarcelados y se han detenido a cerca de dieciséis mil personas por razones políticas a los que, si son afortunadas, se les someterá a un juicio sin garantía alguna. La respuesta a este desastre de una comunidad internacional centrada en otras crisis como la de Ucrania y la de Gaza ha resultado decepcionante. Es verdad que algunos líderes regionales a través de la Asean negociaron con los militares un llamado Consenso de los Cincos puntos que ha sido vulnerado sistemáticamente por los líderes militares que lo suscribieron. Sobre todo, se han incumplido dos de los puntos más relevantes destinados principalmente a aliviar la situación de la población civil: no se ha procedido a detener todo acto de violencia ni se ha permitido el acceso de ayuda humanitaria internacional. Más bien al contrario.
Ya desde el año 2023 parece que la unidad de los grupos de resistencia armados se está consolidando, lo que ha permitido una serie de derrotas relevantes contra la Junta Militar. Estas han constituido una humillación para la Junta Militar, lo que ha minado sus ánimos. Se ha formado cierta unidad política entre todas las fuerzas contrarias a la Junta Militar bajo el nombre de Gobierno de Unidad Nacional en el exilio y constituido por civiles relegados por el golpe de estado de la Junta Militar y por los diferentes ejércitos étnicos que llevan años luchando contra los militares. Su propósito es dejar atrás la democracia tutelada de la constitución de 2008 e implementar un sistema democrático serio en la forma de estado federal en el que los militares no tendrían ni capacidad de veto en decisiones relevantes del parlamento ni tampoco ningún rol político más allá del de estar al servicio de la población civil.
Esto debería sonarnos algo ya que fue uno de los grandes logros de la Transición Española. Se tuvieron que utilizar muchos recursos de convencimiento y de enseñanza democrática (y, cierto, mucho dinero) para conseguir que los militares abandonaran el papel protagónico que tuvieron durante la dictadura de Franco y se convirtiesen en una institución más al servicio del interés general y de los ciudadanos españoles. Volviendo a Myanmar, parece pues que se avanza tímidamente en la buena dirección pero no es descartable que todo tenga que ir a peor antes de ir a mejor y que se produzca un baño de sangre aún más deplorable hasta que la Junta Militar empiece a ceder.
Por todo ello, os interpelo para que no os olvidéis de Myanmar. Que estéis atentos y piadosos. Y también para que, como siempre en esta época, paséis el verano de vuestras vidas.
La antigua Birmania es uno de esos rincones que no han renunciado a su esencia para transformarse al gusto del turista