VALÈNCIA. Desde hace unos días atravieso una contradicción insoportable. Por circunstancias de la vida debo releer Poeta chileno, de Alejandro Zambra. Uno de mis libros preferidos de todos los tiempos. Una de esas lecturas que te obsesionan, te cambian y que no puedes parar de recomendar a tus conocidos hasta que empiezan a huir de ti. Uno de esos libros que dejan cierto vacío tras la última página. Ese “¿Y ahora, qué?” que solo un puñado de creaciones provoca. En este escenario, dos lobos habitan en mi interior. Por una parte, la tremenda envidia hacia quienes se adentran en esas páginas sin saber el viaje emocional que les espera; el deseo de ser uno de esos cervatillos incautos. Pero también se acumulan los temores: ¿y si ya no me gusta tanto?, ¿y si no es como recuerdo? Pocas decepciones peores que toparse con esa película que te fascinó hace tiempo y comprobar que no era tan fabulosa.
Ante el vértigo de la desilusión se impone un hackeo: la amnesia cultural. Si en Olvídate de mí practicaban un borrado de recuerdos amorosos, aquí el procedimiento abordaría aquellas piezas creativas a las que ansiamos regresar en calidad de novatos, sin expectativas. Títulos que albergan la belleza casual de lo inesperado, giros de guion que cortan la respiración. El stendhalazo del temblor inaugural.
Para no sentirme tan sola en este desvarío, desde Culturplaza me recomendaron hablar con profesionales de la creación para saber si, como yo, anhelan zambullirse una y otra vez en el factor sorpresa o prefieren la repetición consciente. Hay quienes plantean un kit de despertar cultural por si el olvido les invade. Quienes no desean ojos nuevos y prefieren el poso de la vivencia acumulada, pues así cada acercamiento incluye nuevas capas y ángulos. Están los que creen que el cambio de contexto ya implica un estreno. O los que no dudarían en cometer un crimen a cambio de redescubrir esa escena, párrafo o estribillo que les arrojó al asombro.
Rafa Casañ, guionista y presidente de la Associació d’Escriptors i Escriptores de l’Audiovisual Valencià (EDAV)
“Si un día despierto y me han borrado todos los recuerdos culturales, necesitaría poner en marcha (y, si fuera posible, me lo dejaría preparado previamente) un plan de reactivación para empezar a acumular estímulos y revivir experiencias gratas.
Empezaría con un abordaje suavecito y tierno: leyendo Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, para reinstalar en mí esa sensación de inocencia algodonada y amabilidad. Para introducir un poquito de mala leche, recurriría a Chaplin y su Tiempos modernos. En estos tiempos tan tecnificados, el film recuerda el potencial del ser humano para hacernos daño a nosotros y, al mismo tiempo, se permite una enorme cantidad de humor. Sería súper interesante reinstalar en mi memoria dicha ambivalencia. Dentro de esa risotada amable, me propondría un visionado de Una noche en la ópera, de los hermanos Marx. Sería estupendo revivir esas carcajadas que me eché la primera vez y me ayudaría a entender que nuestro mundo tiene una gran dosis de absurdo. Luego me invitaría a un concierto de Bobby McFerrin para recordarme que nosotros somos el instrumento y que el arte también es pura impro.
La creación puede cuestionar fuertemente la realidad. Para tenerlo en cuenta, exploraría un terror popular como Alien, sobre todo para revivir el estremecimiento ante la aparición del monstruo. Después, escucharía La leyenda del tiempo. Me volaría la cabeza asomarme a Lorca, a Camarón y a una cultura que habla desde las entrañas y la visceralidad, con un arte absolutamente elevado. El siguiente paso sería echarme unas lagrimillas con el Réquiem, de Mozart, porque la vida es pura cosa inacabada. Ojalá revivir la emoción que sentí cuando lo escuché completo. Retomaría el círculo de la amabilidad con Los espigadores y la espigadora, de Agnès Varda, que me haría recordar que la existencia es un periplo y que la inteligencia en absoluto está reñida con la sensibilidad y el juego”.

- Los espigadores y la espigadora -
Pablo Plaza y Lluís Campello, responsables del pódcast Cinestèsia
“Algunes sèries i pel·lícules tenen una forta relació amb el context en què són estrenades. Una sèrie-esdeveniment com Lost (vore-la cada setmana implicava un goig més enllà de la qualitat de l’obra) és difícil de tornar a gaudir en altres circumstàncies (què dir del visionat simultani mundial de l’últim capítol). El juego del calamar, Juego de tronos o Stranger Things podrien entrar en esta categoria.
Igualment, l’emoció de descobrir una pel·lícula dins d’un festival com Sitges o Donosti fa que l’experiència siga irrepetible. Vam eixir de veure Madrid, 1987 o Holy Motors pensant que eren autèntiques obres mestres i, després, hem tornat a elles amb molta decepció per no haver aconseguit l’èxtasi que ens van provocar en eixos festivals. També ocorreix amb molts títols de la infància o adolescència, on les sensacions de certs videojocs, pel·lis, sèries o experiències en general semblen més intenses i de més qualitat que en un visionat posterior o amb més bagatge personal.
Sovint no coincideix el que considerem millor amb el que ens agradaria veure sense records. Per exemple, no volem revisitar des de zero The Wire, Barry Lyndon o Casablanca: revisionar-les ja és un plaer on aprenem coses noves. En canvi, hi ha un cine que ens apel·la més a eixe instint primari; que ens va sorprendre tant quan el vam veure, independentment de l’edat, que mataríem al 90% dels presents per viure d’eixa manera tan màgica, tan visceral, com si estiguérem descobrint una cosa única feta per a nosaltres. Ens passa amb el cine de John Carpenter. El que va suposar La cosa, Christine o Asalto a la comisaría del Distrito 13 no es pot ni explicar, però estem convençuts que seguirien fascinant-nos ara si les poguérem vore per primera vegada.
Ens succeeix igual amb Scavengers Reign o amb la música de Marala, War on Drugs o La Iaia: escoltant-los vam sentir que ens atrapaven i ens proposaven una música que voldríem escoltar en bucle durant les següents setmanes pel seu caràcter atmosfèric, sensorial o original”.

- Christine -
Manuel Garrido, ilustrador y librero en Bartleby
“Si hablamos de reaprender códigos culturales, alucinaría al regresar a la infancia y conseguir dibujar una línea del horizonte hábilmente suspendida como «pasando por detrás» de un objeto, lo que recuerdo como un hito insuperable, como la toma de conciencia de estar manejando la situación; de estar haciendo un progreso importante. Ligado a esto, el efecto de admiración que mis dibujos provocaban en los otros: «este tipo sabe cosas y hace cosas; démosle un salvoconducto por ello».
Si hablamos de dejarme arrollar por manifestaciones culturales con la inocencia, la frescura y la piel predispuesta de una primera vez (y que son aquellas que suelo recomendar con envidia hacia el receptor que se dispone a abordarlas sin experiencia previa), leería nuevamente Rayuela, de Julio Cortázar, abrazando el juego, dejándome zarandear por el desorden de los capítulos, el ritmo del jazz, las intertextualidades y las metáforas imposibles; visitaría las ruinas de Pompeya con los ojos limpios y el corazón encogido, acariciando la superficie rugosa de las piedras, maravillándome con las pinturas murales y los mosaicos; pasearía de nuevo por París y me dejaría empequeñecer por todo su capital simbólico: que si Georges Brassens, que si Joséphine Baker, que si Django Reinhardt.
También escucharía con orejas nuevas Carmina Burana y notaría cómo se me acelera el pulso, que va y viene de lo espiritual a lo mundano. Además, contemplaría todo el arte juguetón que se toma muy poco en serio, pero que lo hace muy en serio: desde los bestiarios medievales europeos hasta la gráfica popular latinoamericana, de la ilustración checa y polaca al art outsider hecho por puro juego y libertad total por personas sin formación artística.
Y regresaría a primero de Historia del arte con toda esa avalancha de creaciones, con esa increíble necesidad humana de contar historias, reclamar explicaciones y expresar emociones, buscar la belleza y coquetear con la fealdad, con todo lo que tenemos de claro y de oscuro y con la capacidad de resistirse a dejar de jugar. Hay algo sobrecogedor en decodificar tantas cosas increíbles ideadas y plasmadas por tantas personas en tantos lugares en tantas épocas”.

- They live -
Frida Luis-Maqueira, investigadora en comunicación audiovisual de la Universitat de València
“Opto por tres películas que me marcaron en diferentes etapas vitales, que supusieron cierta toma de conciencia en mi proceso de crecimiento y tuvieron una importancia enorme para convertirme en la adulta que soy. Si desaparecieran de mi memoria, redescubrirlas me ayudaría a volver a ser yo misma.
Empiezo con un homenaje a mi yo adolescente: Los juegos del hambre, con un escenario distópico donde los jóvenes se enfrentan a un poder represivo. En plena adolescencia, esa ficción tan accesible me planteó el peligro de la manipulación mediática, la deshumanización y la espectacularización de la violencia. Al segundo título llegué mientras estudiaba Comunicación Audiovisual. Proyectaron en clase They Live y me resultó muy reveladora sobre el poder de los medios, sobre cómo podemos vivir alienados, sin ser capaces de identificar ciertos mensajes. Fue un punto de inflexión en esa construcción de mi pensamiento crítico frente a unas instituciones que perpetúan las desigualdades.
Acabo con Parásitos. La vi cuando estaba entrando en el mercado laboral, en la vida adulta. La película refleja la frustración que produce la precariedad y, aunque esté vinculada al contexto coreano, aborda una emoción universal; te habla de las limitaciones que te impiden avanzar y lograr un futuro mejor. Ojalá volver a adentrarme a ciegas en la fotografía del film, en el juego simbólico que muestra y en las supuestas aspiraciones vitales que no surgen inocentemente, sino que a menudo vienen pautadas por las élites y te pueden acabar destruyendo. Con ella terminé el rompecabezas que había empezado a componer de adolescente. Visionar estas películas de cero supondría reconstruirlo y, con él, reconstruir mi mirada”.

- Parásitos -
Begoña Donat, periodista cultural
“Nunca leo un libro dos veces, raramente reviso películas y, muchísimo menos, obras de teatro. Por mi trabajo, devoro con avidez nuevos contenidos, pero hace años que proyecto una jubilación en la que revisitaré aquellas piezas culturales que en su momento me maravillaron.
Más allá de mi memoria de pez —que confío me haga revivir asombros y sustos pasados como si fuera la primera vez que los experimento—, hace años leí las conclusiones de un estudio de la Universidad de California, según el cual los lectores expuestos a spoilers son los que más se divierten con la lectura. A los participantes se les ofrecieron cuentos de autores como Agatha Christie, Roald Dahl y John Updike. Algunos se presentaron en su versión clásica y otros con el argumento destripado. Aquellos que sabían las sorpresas de la trama y la identidad de los asesinos pudieron concentrarse en una comprensión más profunda de la historia. Así que, si finalmente mi memoria no se desvaneciera, recordar los giros de guion me haría recrearme más en el segundo viaje”.

- Foto: Roald Dahl -
Ana Beltrán Porcar, artista visual
“Realmente, cada vez que ves una obra de arte es distinta, pues encuentras cosas diferentes en ellas o la contemplas desde otra perspectiva vital. Ese aprendizaje que da la vida hace que regresar a ciertas creaciones suponga redescubrirlas. Por otra parte, pienso en la película Yesterday: todo el mundo olvida que existieron los Beatles excepto una persona. Es interesante esa otra perspectiva, que tú sí recuerdes, pero se hayan perdido ciertas manifestaciones culturales que nos conectan socialmente. También siento que una misma obra en un contexto distinto despierta otras sensaciones y perspectivas diferentes. Por ejemplo, he visto alguna obra de Artemisa Gentileschi en exposiciones colectivas y me encantaría disfrutar de una muestra monográfica suya, sería una vivencia muy diferente”.