En estos días de celebración del Orgullo hemos oído de todo. A mí lo que más gracia me ha hecho ha sido la anécdota de la buena señora que, no aclarándose con las siglas, ha decidido llamar “FBI” al colectivo de colectivos, en lugar del largo —y enredado para su frágil memoria— anagrama: LGTBIQ. Me encanta que podamos reírnos de estas cosas, porque la risa es fuerza y energía positiva, aunque estoy con quienes advierten al respetable de que el peligro de involución, de que las libertades civiles se esfumen entre nuestros dedos, está siempre ahí, al acecho de cualquier debilidad o cansancio en reclamar lo obvio. Por otra parte, soy optimista con el presente y el futuro del “FBI”, como de otros colectivos que reivindican lo que es común e irrenunciable: las mujeres que no se contentan con ser reinas de la casa y quieren ser presidentas de su empresa o de su país, los pensionistas que se resisten a ser gaseados por tramposas razones de presupuesto y los niños que temen presenciar el gran reventón de este planeta, enfermo por culpa de un capitalismo cínico y descerebrado.
Para los que no conciben la celebración ni la civilización sin cine, no olvidemos que el clásico norteamericano, que ha envenenado —y encantado— a mi generación, se sirve de la comedia sentimental para representar la guerra de los sexos y que no contempla alternativas. Menos “FBI” y más CIA. Cuando el declive del Código Hays permitió que la contraposición de complementarios femenino/masculino se enriqueciera con el tercer elemento, la transexualidad, Hollywood se subió a la carroza con una obra de brillante factura y guion abominable, ¿Victor o Victoria? (Blake Edwards, 1982), que se limita a traducir el diálogo de pareja heterosexual a un dialecto homosexual light que induce a la carcajada. La protagonista, una Julie Andrews que se traviste por el simple expediente de un cambio de peluca —¿se acuerdan? —, se enamora de un machote mafioso (James Garner) y termina en sus brazos como la mujer que en realidad es. Así eran las cosas hasta hace poco —en el cine americano, digo—.
No voy a escribir una palabra más sin señalar un milagro: hay en el cine español una obra valiente sobre el tema de la transexualidad, más allá del travestismo carnavalesco: Cambio de sexo (Vicente Aranda, 1976). Con un punto de vista adulto y pedagógico sobre la identidad sexual en una época de destape lerdo y pesetero, el guion de nuestro gran Joaquim Jordà y el trabajo de dirección de Aranda producen una obra que levantaría ronchas a Vox, pero que los ciudadanos pueden disfrutar si la encuentran en un cine de verano. El protagonista, encarnado por una Victoria Abril adolescente, no resulta ridículo, arropado por una auténtica trans, Bibi Anderson, y un inquietante mánager-Pigmalión (Lou Castel). El destape de los genitales masculinos de las dos actrices en el escenario del cabaret, en primer plano, marca un punto de audacia que, en su época, hizo poner el grito en el cielo a mucha gente y aplaudir a los que estábamos más quemados que Juana de Arco.
El cine del siglo XXI es más pródigo en las vicisitudes del “FBI”. Hay verdaderamente un cine internacional trans de calidad. Sobre la relación entre sexo, género e identidad destaca a mi modo de ver La chica danesa (Tom Hooper, 2015), que narra la historia real del primer transexual operado, el pintor Einar Wegener (Eddie Redmayne). Lili, su yo femenino, se atrevió a someterse a una reasignación de género en 1934, con resultado letal. Es un film hermoso, progresista y con un final metafórico muy elegante. Recomiendo también la valiente película chilena Una mujer fantástica (2017), de Sebastián Lelio, donde una joven transexual, Marina (Daniela Vega), lucha por lograr un espacio de dignidad e igualdad en un mundo tránsfobo ¡y lo consigue! Es también un caso real, muy bien llevado, e interpretado por la auténtica Daniela Vega. Queda prohibida también a Vox y a la Conferencia Episcopal.
Más conocida, pero no mejor, desde mi punto de vista, es Una nueva amiga (François Ozon, 2017), drama con resabios de comedia. La feminidad carnavalesca y fetichista hace de su protagonista, David/Virginia, interpretado trabajosamente por Romain Duris, una figura patética, pero sin pathos alguno. Y no quisiera finalizar sin recomendarles, por su inteligencia, calidad y sencillez, Transparent (2014-2018), serie televisiva norteamericana de Jill Soloway, que consigue internarse sin guiños ni pudibundez en la problemática transgénero, a través de una familia judía, cuyo padre sale del armario casi a los sesenta años, cuando ha agotado su yo masculino y ha decidido cambiar de vida.
En este mundo corroído por el capitalismo sin rostro, aún quedan esperanzas de libertad para los individuos. Aferrémosla con uñas –pintadas o no— y dientes. Ojalá los colectivos no desmayen y continúen empujando la puerta, pese a las manos inquietantes de los zombis que asoman crispadas por las rendijas.