VALÈNCIA. Buenas noticias. El Museo de Bellas Artes de Valencia, San Pío V, inauguraba hace unas semanas una nueva sala de exposición permanente. En este caso dedicada a sus fondos de escultura. Es buena noticia por un par de motivos. El primero porque al fin el centro dispone de un espacio en el que poder mostrar una colección modesta, pero interesante con obras en su mayoría de artistas del XIX y primeros XX. Lo importante es el gesto y que están muy bien expuestas.
Bien es cierto que no son en sí obras maestras pero tienen su interés al tratarse en una proporción importante de moldes de escayola y también originales, que no les hace perder su valor, de una escuela como la nuestra con grandes firmas históricas y motivos reconocibles en otros espacios públicos. Por otro, porque dedica al fin una sala a la escultura diferenciándola del resto de la colección del museo que parece, ciertamente, descolocada en su fin.
Lo realmente importante, al margen del hecho artístico de poder contar con una nueva sala de exposiciones, es que esta colección ha sido dispuesta en el interior del denominado patio del Embajador Vich, un espacio reconstruido en su día en el museo dentro de un complejo arquitectónico de gran valor patrimonial. Más aún si tenemos en cuenta que este mismo espacio había permanecido cerrado o velado al público desde su inauguración allá por el año 2006. Mucho tiempo ha pasado. Así que, algo hay que celebrar. Y también, cuestionar.
La historia de la instalación de las piezas del patio del Embajador Vich tiene a sus espaldas una larga historia. El desmontaje y traslado de los elementos arquitectónicos de la sala capitular del Convento del Carmen provocó en su día una ardua polémica entre partidarios y detractores. Para unos significaba poner en valor el espacio gótico del convento de la calle Museo de Valencia; por otro ponía fin a casi un siglo de historia cuando allí fueron reubicados. Para muchos otros servían como lección arquitectónica. Sobre todo para los estudiantes de arquitectura ya que mostraba la forma de intervenir o incorporar elementos históricos en otros edificios con valor patrimonial en aquellos tiempos. Ganaron, por así decirlo, los de sí. Cuestión política.
Visto desde la distancia, recuperarlo en el San Pío V nos ofrece otra lectura de la historia y la arquitectura, aunque el 30 por ciento de sus elementos sean réplicas. Aún así, lo hecho, hecho está. Pero haber tenido cerrado su acceso durante tantos años ha sido un lastre ahora recuperado. Se dijo que albergaría la colección de Pere María Orts donada por el mecenas y filántropo a la Generalitat sin boato institucional ni reconocimiento ni antes ni ahora, pero simplemente se utilizó durante más de una década como almacén. Es cierto que se pudo contemplar su fisonomía durante años ya que se intentó que sirviera como acceso del museo desde los Jardines de Viveros. Hasta que se cerró. Luego se abandonó a su suerte ya que la intervención en su entorno jamás se realizó por parte del Ministerio de Cultura ni de la Generalitat. Así continúa.
Pero bueno, ahora se ha ganado un espacio que ha de ser motivo de visita obligada para conocer la belleza del mismo y, por otro, descubrir el valor patrimonial que exhibe. La apertura del mismo o de esta nueva sala ha pasado en cierta medida desapercibida. Siempre nos pasa lo mismo. Como sociedad estamos más interesados en las inauguraciones que en la puesta en valor de nuestro patrimonio Histórico Artístico. Así son nuestros políticos que no ponen interés en nada que no les dé promoción personal o de partido. O hasta desconocen realidad e historia.
Descubrir hoy piezas de Capuz, Octavio Vicent o incluso moldes conocidos de Benlliure, entre otros muchos artistas -hasta los que se les “facilitó” a los Lladró- que han permanecido almacenados durante décadas en los oscuros almacenes del centro, tiene un encanto transversal. Aún siendo moldes, ofrecen una buena lectura de las manos de sus creadores y del propio proceso de creación y previa fundición.
El día que acudí a revisitarlo había muchas parejas haciéndose fotos bajo el azul intenso de las paredes del patio renacentista de mármol de carrara que estaba ubicado en la calle del mismo nombre de Valencia y que fue demolido en el siglo XIX, como gran parte de la ciudad histórica. Qué cantidad de grandes obras de la arquitectura civil hemos dejado morir en nombre de un falso progreso y que hoy nos convertiría, además de ciudad del diseño y las plazas, en un escenario cinematográfico digno de cualquier ciudad italiana.
Les animo a visitar estos días el espacio. Se sorprenderán. Pero también les animo a no mirar más allá. Porque su belleza también ofrece una observación de poco gusto. Aquello que iba a ser y fue un tiempo el nuevo acceso al museo con un pabellón Benlliure recuperado como biblioteca y que no ocultan los cristales es un espacio absolutamente abandonado a su suerte. O sea, abandonado a su muerte. Esa lentitud política para poner en valor el entorno del Museo de Bellas Artes nos ofrece también la oportunidad de recuperar miserias. Y eso sí nos debe de llenar de vergüenza política, artística y patrimonial. Siempre lo dejamos todo a medias. Aún así, no se lo pierdan por mucho que seamos sociedad destructora y por lo general nostálgica. Y es que, el arte o el Patrimonio no suelen aportan votos. Así nos va.