VALÈNCIA. Con su inesperado fallecimiento, Carles Santos (Vinaròs, 1940) se nos ha marchado definitivamente a ese mundo del silencio que tantas veces reivindicó. Creo no exagerar al decir que este enorme músico y artista deja en una desoladora orfandad a toda la vanguardia, al mundo artístico en general y a todos los músicos, cantantes, actores, técnicos y todos los que han tenido la ocasión de colaborar con él.
Su cuerpo ha dicho basta a una vida de obstinado trabajo que le ha llevado a ser uno de los más prolíficos creadores de las últimas cuatro décadas en la música y la escena, sin olvidar la fotografía y el cine. Sus cientos de conciertos como pianista y director, más de treinta espectáculos escénicos difundidos por todo el mundo, su inmersión en el mundo del cine como guionista, compositor y director, cuya original impronta siempre se hacía presente, lo atestiguan como un personaje imprescindible.
Carles Santos pasó de una niñez como pianista prodigio a penetrar ya en los años sesenta a esa vanguardia casi clandestina, casi perseguida, que daba un duro combate– especialmente en Barcelona- al oficialismo artístico imperante bajo la dictadura. La influencia de personajes como Joan Brossa fue poderosa para lanzarse a esa multidisplinar y cáustica vanguardia performística. Más allá difunde a través de Grup Instrumental Català gran parte del repertorio musical contemporáneo de difícil asequibilidad en nuestro país, se sumerge en el mundo cinematográfico como director, guionista y constructor de bandas sonoras junto a personajes como Pere Portabella, con el que estrecha su amistad en la Cárcel Modelo de Barcelona en 1973, tras una redada policial de la Comissió Permanent de l´Assemblea Nacional de Cataluya.
Tras una larga estancia en Nueva York, donde toma contacto con John Cage, La Monte Young, Steve Reich, Glass -popes musicales de aquella denominada segunda vanguardia- y el fenómeno Fluxus, Santos desarrolla a su vuelta en los ochenta una enorme y vertiginosa producción musical escénica y plástica. Su trabajo musical y escénico, partiendo de una rigurosidad extrema y teñido de una provocación permanente acusa todas esas influencias pero siendo capaz de elaborar un discurso absolutamente personal, provocativo y, afortunadamente, refractario a clasificaciones e imitaciones. Con este discurso y su capacidad de comunicar –Santos sólo entendía “el directo” porque quería conectar con el público- supo superar con creces la capacidad de convocatoria de la música de vanguardia sin sacrificar un ápice de su coherencia y su compromiso.
No puedo evitar volver a una cita que ya he repetido en alguna publicación y que resume muy bien su talante. “La expresión espontánea de su obra le ha convertido en el más brillante vengador de un estado de la cuestión que pone en claro el desmoronamiento de valores sociales, culturales e incluso morales de la música de nuestro tiempo. No es ironía, sino simple enunciado de principios: toda su obra está concebida en legítima defensa” ( Marta Cureses)
Con su muerte se acabaron esos paseos y almuerzos compartidos en Vinaròs frente al mar, su mar omnipresente, y los que intercambiamos y compartimos opiniones de la cultura, de la política o de la vida. Su conversación siempre fue un pozo sin fondo de ideas lúcidas y con frecuencia sorprendentes y embarazosas, de ahí la fama de enfant terrible de una, por otra parte, gran persona.