Se cumplen este año el ochenta aniversario de una de las películas más exitosas en la historia de los Oscar: Going My Way (Siguiendo mi camino, 1944) dirigida por Leo McCarey y protagonizada por el cantante Bing Crosby, y un actor secundario, robaescenas de lujo, Barry Fitzgerald. Cuando el director planteó su proyecto a la Paramount, sonó de lo más disparatado: una historia de dos curas, uno joven y otro chapado a la antigua, que en lugar de mantener un conflicto irreconciliable acaban entendiéndose y valorándose. Eso debía estar llamado al fracaso más previsible. Millones de espectadores que la vieron con entusiasmo, siete Oscar, una secuela declarada de idéntico éxito (Las campanas de Santa María)... desmintieron de una manera apabullante ese prejuicio.
John Ford, unos veinte años después, recordaba en una entrevista con Pete Martin que Siguiendo mi camino llenaba las salas de cine los mismos días que él estuvo filmando el desembarco de Normandía. Y con la libertad de juicio que con frecuencia encontramos en los verdaderos artistas, Ford veía un claro paralelismo. La película de Bing Crosby y McCarey invitaba a seguir el propio camino, la vocación hacia el bien para construcción de la comunidad. Miles de jóvenes americanos en Normandía expusieron su vida y con frecuencia la perdieron para que Europa pudiera ser un territorio de libertad, arrancado de las garras de Hitler, con el mismo sentido de estar respondiendo a su camino.
Lo que McCarey y Ford sabían y continuamente lo plasmaban en las historias que contaban es tan sencillo de exponer como fácil de olvidar e, incluso, de ironizar sobre ello: que la vida de las personas es un servicio que sólo se llena de sentido cuando entendemos lo que debemos hacer por los demás. Los curas de Siguiendo mi camino eran personas bastante comunes, con sus debilidades, pero con un vector vital claramente reconocible: vivían para los demás, olvidados de sí. La cotidianidad de los soldados que John Ford retrataba en películas sobre la segunda Gran Guerra —prolongadas metafóricamente en sus cinta sobre la caballería americana— era la de jóvenes que habían entendido el sentido de sacrificarse por su comunidad y por un estilo de vida en libertad, igualdad y búsqueda de la felicidad, gozosos de entregarse de este modo.
Porque si el despertar fuera algo unido a una genuina experiencia humana de libertad —y no a un adoctrinamiento unilateral— películas como Going May Way deberían ser reivindicadas en clave de algo nuevo. Nada más peligroso en nuestros días que educar a las personas —no sólo a los jóvenes— al margen completamente del sentido de la búsqueda de su propia vocación, de su capacidad de servicio hacia los demás. Nada más decepcionante que la mejora moral de un pueblo o de una sociedad se diluya en consignas abstractas, tan fáciles de repetir como carentes de auténtica sabiduría humana. El personaje de Bing Crosby, por el contrario, recuerda cosas esenciales para que podamos vivir con verdadera humanidad: la humildad como antídoto de un mirar autorreferencial que pierde el sentido de los otros y, por tanto, del amor concreto a las personas que salen a nuestro paso; el buen gusto y los nobles sentimientos como acompañantes imprescindibles de la moral para que nuestra vida este unificada y no hagamos lo contrario de lo que decimos; la castidad —sí, la capacidad de dar un sentido a nuestra sexualidad desde la contención y el respeto a nosotros mismo y a los otros— como la piedra de toque para que no instrumentalicemos a los demás, especialmente el cuerpo de las mujeres, para nuestra propia satisfacción. En definitiva, que la alegría y el buen humor cambian a las personas, y eso tiene una matriz revolucionaria mucho más potente que la amargura, la fealdad y el derrotismo con la que con frecuencia presenta sus credenciales cierto pensamiento que se tiene por crítico.
A los ochenta años de Siguiendo mi Camino, McCarey, como Ford y como Capra, continúa interpelando desde su personalismo fílmico —un cine que no aparta su mirada de la dignidad de las personas concretas de carne y hueso— para que salgamos de esa adolescencia colectiva que nos amenaza. en la que mandan los listillos que creen que la pregunta por el bien es una tontería infantil que debemos superar. Corruptos, explotadores, embaucadores y tiranos de todos los pelajes se frotan las manos con esa manera de pensar, que los deja tan a sus anchas. El mejor cine puede rescatarnos una vez más.
José Alfredo Peris Cancio es profesor de la Facultad de Filosofía, Letras y Humanidades de la Universidad Católica de Valencia.