Este verano ha llegado a los cines la película Oppenheimer, uno de los filmes que parece llevar consigo un anticipo de los Oscar. También en 2023 se ha publicado la traducción al castellano de la monumental biografía de Robert Oppenhaimer , elaborada por Kai Bird y Martin J, Sherwin, tras un trabajo de exhaustiva investigación reconocido con el premio Pulitzer.
Ambas producciones, la cinematográfica y la literaria, permiten el acercamiento a la vida personal y profesional de este reputado físico y profesor neoyorquino, particularmente conocido por su liderazgo en el desarrollo del proyecto Manhattan que condujo a la obtención del primer prototipo de bomba atómica de fisión y a su explosión en un alejado rincón de Nuevo México. Pocas semanas después, con la intención de anticiparse a la declaración de guerra de la URSS a Japón, el trágico artefacto se arrojaría por el ejército estadounidense sobre Hiroshima y Nagasaki, en el verano de 1945, arrasando ambas ciudades.
Como era de esperar, el detalle de la biografía literaria permite adentrarse con mayor precisión y ausencia de licencias dramáticas en el contexto que envolvió cada etapa de la vida científica y personal de quien fuera conocido como Oppie por sus más próximos. Quizás, la mayor discrepancia entre libro y película surge del tratamiento dado a la etapa de su vida que, en los años 50, contempló el trato, persecutorio y humillante, que se le dispensó por algunos responsables de la administración americana a cuenta de su pasado. Se puso en duda su patriotismo recurriendo a un tiempo en el que el protagonista, sin ocultación ni disimulo, se manifestó como un convencido antifascista, colaborando en causas como el apoyo a los republicanos españoles durante la Guerra Civil; o manteniendo amistades y relaciones familiares que cubrían el espectro de la izquierda, desde los progresistas partidarios del New Deal impulsado por Roosevelt a varios afiliados del Partido Comunista de Estados Unidos.
Oppenheimer aplicó su conocimiento y capacidad organizativa hasta el agotamiento a un proyecto tan complejo como fue el dominio de la energía nuclear, teniendo en mente y ánimo la necesidad de derrotar a Hitler y evitar que éste llegara antes a la producción de la nueva bomba. Lo hizo impulsado por sus convicciones, superando las reservas morales, propias y ajenas, que le surgieron en el camino. Paradójicamente, su antifascismo fue empleado después para, metamorfoseado en una indemostrable sospecha de antiamericanismo, arrebatarle sus acreditaciones de seguridad e intentar su anulación como sujeto prominente de la ciencia y sociedad estadounidenses.
El anterior suceso, que le afectó profundamente, trasciende el revanchismo que la película identifica en uno de sus supervisores, extremadamente sensible a sus anteriores relaciones con Oppie y a los ocasionales puyazos recibidos de éste. Lo trasciende porque se pone de manifiesto que el proceso contra el científico se insertó en el clima anticomunista que recorrió Estados Unidos tras la II Guerra Mundial, intensificado en la década de los 50 por un macartismo que, a su vez, servía de estímulo para la denuncia de cualquier actitud juzgada heterodoxa, por más que ésta se encuadrara en lo que en Europa se consideraba parte natural del pensamiento progresista o, simplemente, del ideario democrático más avanzado.
Sin embargo, por lejano que se sitúe, aquel hecho sirve para atender el presente: basta observar la Inquisición ideológica que ha retornado en los últimos años con la implantación de los nuevos paradigmas de lo aceptable que penetran por las avenidas del negacionismo, la intolerancia, el dogmatismo y el populismo nacionalista. Una negación del otro dispuesta a sacrificar grandes fundamentos de los valores democráticos e incluso de argumentos tradicionales de la economía de mercado, como es el librecambio comercial.
En este nuevo terreno, labrado de riscos y aristas, los ecos de Oppenheimer se escuchan con nitidez porque su punto de vista, secundado por el danés y premio Nobel de Física, Niels Bohr, abogaba por situar el uso de la energía atómica recién descubierta al alcance de todos los países que quisieran utilizarla, mediante la supervisión de un organismo internacional que llevara cuenta de su empleo pacífico, probablemente bajo la autoridad de Naciones Unidas. Sobra decir que esta propuesta no obtuvo respuesta positiva por parte de la administración americana, empecinada en el monopolio de aquella energía y de su uso bélico, aunque fuera más que previsible, como así ocurrió, que la URSS consiguiera replicar la bomba en muy poco tiempo.
Junto al macartismo, sus precuelas y secuelas, en EEUU también se hizo presente, y en ocasiones omnipresente, el empleo del concepto de seguridad nacional para hurtar del conocimiento público todo aquello que fuera clasificado como potencialmente perjudicial para aquélla. El uso de este instrumento de ocultación, que llegó a impedir que Oppenheimer y otros ciudadanos conocieran los documentos empleados para acusarles, también invita a la reflexión en el presente y no únicamente aplicada al caso americano.
La discrecionalidad con que los poderes públicos aplican el secretismo, siempre sospechosa de rozar los límites de la arbitrariedad y la corrupción, se ha extendido hasta límites que sólo conocen quienes lo usan, mientras que el control parlamentario se ciñe a ocasionales reuniones de las comisiones de secretos oficiales en las que rige el mantenimiento de la reserva por los diputados. Pero no concluye en ese difuso territorio el perímetro de lo escamoteado a los ciudadanos: avanza la propensión a introducir cláusulas de confidencialidad en los contratos públicos, amagando de este modo datos tan importantes como el precio y otras condiciones acordadas; una vía más para la opacidad en la competencia empresarial y la anulación de la transparencia institucional. Y esto no se encuentra lejos: se halla, entre otros ejemplos, en la ocultación de los precios pagados por las medicinas en la sanidad pública española del siglo XXI.
Finalmente, la historia de Oppenheimer nos acerca a los perjuicios que experimentan la ciencia y el conocimiento humanos cuando se cuartea la difusión de los avances conseguidos por los investigadores mediante la apropiación, por administraciones y ejércitos, de los nuevos descubrimientos. Nos hace partícipes, asimismo, de los fallos, no de mercado sino de humanidad, que experimentamos las personas cuando los logros del saber se someten, en toda circunstancia, a monopolios temporales de larga duración aunque se hayan logrado gracias a la financiación pública. Nos acerca a la constatación de la profunda irracionalidad y desprecio de la vida humana que es capaz de arraigar en las mentes de algunos poderosos cuando la irracionalidad o la codicia alcanzan su límite: así sucedió con la acumulación de armas nucleares hasta el punto de formar un arsenal capaz de destruir varias veces la Humanidad. Aquí el gran físico pudo experimentar lo que se sentía cuando, desvirtuando la nobleza de sus ideas, se empleaban sus logros para planificar un cerril y autodestructivo desastre mundial.