Queramos o no, y mientras las cosas no cambien —que no lo han hecho nunca ni llevan camino de hacerlo—, debemos aceptar que somos un país de opereta; que de momento España mantiene invariable su bananerismo congénito, esa idiosincrasia cupletera por cuya misteriosa virtud se pide bárbara, insistente y radicalmente la dimisión de ciertos políticos a causa de unos títulos irregularmente cursados, pero se hace la vista gorda y no se reclama dimisión alguna cuando ciertos politicoides cobran becas absentistas o sacan tajada especulando con viviendas de protección oficial.
Se nos va el día en operetas; o, dicho de otra manera, tenemos una facilidad apabullante para sustituir el criterio por el humor, el rigor por la pulsión y el rábano por las hojas. A los políticos los hemos elegido entre todos —esa es, al menos, la versión autorizada—, y la estampa que componen es un esbozo en pequeño de la sociedad que fingen representar. En la lógica española, si formas parte del grupo, si te adscribes al rebaño sin reservas —esto es, renunciando a pocas o muchas, pero siempre algunas facetas de tu carácter— nadie dice nada.
Si, en cambio, te mantienes fiel a ti mismo y conservas tus peculiaridades, eres carne de cañón vecinal o parlamentario. Y no disimules, porque tú, como yo y como todo el mundo, estás harto de verlo. Lo que no hemos visto nunca en España es la lógica de Alemania, donde no son legales los partidos independentistas. Es evidente que a los teutones les acongoja mucho menos el espectro de Hitler que a los celtíberos el de Franco. Al menos aquéllos no dejan de razonar ante las menciones falaces de la más tétrica figura de su pasado, y siguen teniendo claro que un partido separatista no puede chupar del erario, mientras que nosotros temblamos ante la primera baratija que nos pueda valer, por injustificado y arbitrario que sea, el remoquete de fascistas. Y nos autocensuramos de lo lindo, víctimas de una inquisición ideológica latente, no expresada pero ejercida, que sale de una bruma represora, de una reminiscencia extemporánea pero muy real que vigila y atemoriza la más mínima disidencia.
Nosotros, por un complejo de post-dictadura que se ha cronificado, tenemos los partidos independentistas en el Congreso de Madrid, en las cortes regionales y en los consistorios de pueblos, ciudades y villorrios. Todos cobrando por exhortar al delito y despachar la marroquinería de la rebelión. Partidos que deberían estar fuera de las instituciones, como pasa en Alemania. Pero no: aquí nos despepitamos por la papanduja eurovisiva, nos perecemos por el último capítulo del caso Cifuentes y nos chifla que suelten los perros contra Camps y compañía; y mientras tenemos el morbo entretenido con esto se nos van colando por detrás los otros, los okupas de la política, los quincalleros de la gestión, los timadores y los impostores.
Cantidades ingentes de mercachifles, partidas enormes de barateros, verdaderos enjambres de buscones y charlatanes han rebotado en la ignorancia popular y han caído por doquier sobre los hemiciclos, manchando el parlamentarismo español con chafarrinones oratorios y poniendo un sobrehaz de noble indignación al disparate permanente. Estas cosas no suceden por casualidad, y mucho menos en todas partes. Para que tengan lugar es imprescindible un tugurio de opereta, un antro del género bufo con el escenario carcomido, la tramoya viciada, la orquesta en plena batalla campal y el público abotargado, ahíto de televisión, incapaz siquiera de rodar al suelo desde su butaca.