El cartel de Quadrini, un restaurante de la calle Conde Altea, cuenta una mentira que, en realidad, es una broma, y ese ‘desde 1968’ más que indicar la antigüedad del establecimiento, se refiere a la de su dueño, Paolo Quadrini, un italiano con sangre croata que hace 21 años, despechado, hizo las maletas y huyó de Italia harto de la hipocresía que se topaba a diario. Paolo acaba de terminar de dar de comer a los clientes y sale a la terraza con la camisa remangada en uno de esos inviernos de València que más bien parecen primaveras. El principio de la calle Conde Altea es un tramo tranquilo que contrasta con el bullicio de las otras manzanas. En la acera de enfrente hay una óptica y una tintorería, y al lado, un kiosco con medio siglo de historia.
La parte croata de Paolo viene de su madre, natural de Rijeka. Una familia que vivió los desalojos de la II Guerra Mundial y, décadas después, la guerra de los Balcanes. “Fueron tiempos difíciles porque tenemos familia por toda la antigua Yugoslavia y fue bastante duro”. Pero Paolo es ‘teatino’, de una pequeña ciudad ribereña llamada Chieti, en la región de Abruzzo. Allí llegó su madre, que trabajaba como analista química en un hospital, y allí vivía su padre, que era fiscal. Su hijo siguió sus pasos, se hizo abogado y abrió un despacho, donde trabajó hasta que llegó la desilusión que le animó a cambiar de país.
Antes de eso, Paolo pidió ir a estudiar a un colegio militar de Venecia, la Scuola Navale Militare Francesco Morosini. “A mí siempre me ha gustado el mar y desde que tenía cinco años que ya iba a vela. Chieti está a 14 kilómetros del mar y a 35 de la montaña, de la Majella. Por eso nosotros siempre hemos practicado deportes de mar y de montaña. De hecho había una competición, la Coppa Chieti, que combinaba la natación y el esquí”. Pero no aguantó mucho en Venecia y se mudó a Bolonia, la gorda -se come muy bien-, la docta -por su universidad, la más antigua de Europa- y la roja -por la tendencia política preponderante-, donde había sido destinado su padre. Pero aquel hombre murió de un cáncer con sólo 57 años y, de la noche a la mañana, toda la gente importante que iba a visitar a los Quadrini o que saludaban al hijo del fiscal por la calle, comenzaron a cambiar de acera y a girarle la cara. Paolo, dolido por ese brusco cambio en el trato, decidió cerrar el despacho y tomarse un año sabático. “Aunque ese año sabático se convirtió en 21 años fuera de mi país. No quería formar parte de esa sociedad que me había dado la espalda y preferí marcharme”.
Paolo llegó a España en 2003. Al principio fue a visitar a una amiga que vivía en Barcelona, aunque la chica era de Bicorp. “Lo primero que hice al venir aquí, fue ir a Bicorp y cocinar ‘l’arròs passejat’ (arroz al horno). Al principio estuve en Bétera en un negocio de agroturismo”. El nuevo hogar de este italiano de 34 años tenía que reunir tres requisitos: que la ciudad tuviera playa, un equipo de fútbol americano y que no fuera Barcelona. “Siempre he pensado que no sirve de nada irte de tu país para estar en una ciudad cosmopolita. Yo buscaba la experiencia de estar en un sitio diferente. Los primeros quince años no entré a comer en un italiano. Me he negado. Si estoy en España, estoy en España. Para estar en España rodeado de italianos y comiendo pasta, para eso me quedaba en Italia”.
La afición por el fútbol americano venía de su etapa escolar. Nada más llegar a Bolonia, en 1985, la televisión italiana emitió por primera vez la Superbowl (la gran final de la NFL, la liga estadounidense de este deporte). Un compañero de clase de Paolo jugaba y le convenció para ir a probar. Eran los tiempos de Joe Montana, una de las grandes leyendas del fútbol americano, y aquel adolescente que empezó a jugar en los Doves (los palomos) de Bolonia, se enganchó a este deporte. “Durante muchos años jugué con la camiseta de Joe Montana, Jerry Rice y Roger Craig -tres míticos jugadores de los San Francisco 49ers- y la tenía debajo de la coraza”.
Paolo Quadrini tiene aspecto de leñador. El italiano es un tipo de 1,85 que debe rondar los 110 kilos. Sus manos parecen hogazas de pan; sus antebrazos, troncos de árbol. Tiene los ojos muy claros y calza unas zapatillas de corredor para amortiguar todo ese peso. Ese corpachón, además, esconde las cicatrices de sus años como ‘noseguard’ (el jugador defensivo que intenta placar al ‘quarterback’ antes de que suelte el balón) en el fútbol americano, un deporte demoledor que, en el caso de Paolo, le deparó tres operaciones de rodilla, dos en los tríceps, una rotura del tendón de Aquiles y varios espolones en el talón.
Su trayectoria deportiva comenzó en Italia y continuó en los Valencia Firebats. Allí conoció a Rafa Hernández, un jugador que hoy a ido a visitarle y a quien todos, en el mundillo, conocen como ‘Bull’. Paolo explica que durante su juventud subía y bajaba de peso con mucha frecuencia y que, en función de su cuerpo, caía en una u otra demarcación en el campo. “Aquí, en València, he jugado prácticamente de todo: en ataque, en defensa y hasta en las posiciones especiales. Los primeros años me cuidaba como un profesional: entrenaba tres veces al día. Corría por la mañana, luego iba al gimnasio o hacía atletismo en pista, y el entrenamiento con el equipo. Me pagaban los gastos y poco más, pero yo me preparaba con tanto empeño porque me gustaba. Yo viene a València con un colchón económico; en ese sentido estaba tranquilo”.
Aquí trabajó en la Ford y hasta hizo de conductor de los vehículos oficiales durante la Copa América de vela. Paolo era asiduo de Barrio 5, un pub que tuvo mucho éxito en el Ensanche. Allí entabló amistad con Amadeo, hoy el propietario de Liverpool, en Ruzafa, y algunas noches echaba una mano tirando pintas de Guinness o recogiendo vasos. En 2016 dejó de jugar en los Firebats y dos años más tarde, en 2018, abrió el restaurante con un par de socios que, con el tiempo, acabaron volando. “Tuve que dejar de jugar porque no era plan de servir a los clientes con las manos rotas o llenas de cortes…”.
A Paolo siempre le había gustado la gastronomía. “Pero una cosa es la cocina en tu casa y otra, la cocina profesional. No tiene nada que ver. Las ideas sí, pero la ejecución es completamente diferente. Había un compañero de equipo que también tenía ganas y otro que era cocinero. Lo abrimos los tres, pero siempre pasan cosas y al final me he quedado solo. Luego vino la pandemia y hemos tenido que ir superando los obstáculos”. Desde el primer momento, le gustó ese tramo tranquilo de la intranquila Conde Altea. Ahí, en esa planta baja, pensó que podría atraer al tipo de cliente al que aspiraba.
“La zona, además, está cerca de Cánovas, que, aunque puede tener altibajos, siempre será una zona donde hay movimiento, y este lugar en concreto era perfecto para el cliente que yo buscaba: gente de 45 años en adelante, probablemente padre de familia, que va buscando tranquilidad. El cliente que persigo es el que quiere tranquilidad, salir a cenar con calma, que acaba de cenar, se coge la botella y se sale a la terraza porque hace buen tiempo y quiere estar un rato relajado en un trozo de acera donde no hay nadie que le moleste”.
Aunque aquel también es el territorio de una falla muy popular, la de Maestro Gozalbo-Conde Altea, pero unos y otros se entendieron desde el primer momento y, años después, tanto Paolo como su mujer han acabado apuntándose a la falla. A Cristina, su esposa, la conoció en Barrio 5 la víspera de Halloween, un 31 de octubre de 2004. Ella ha sido fundamental en su vida y en su negocio. “El primer año no quebramos gracias a ella”. Al principio no se ponía de acuerdo con su socio, que quería tirar hacia la cocina fusión, pero Paolo acabó quedándose el restaurante y así pudo imponer sus ideas: “Yo creo que al cliente hay que darle un sabor que él recuerde, y es importante que la base de la carta sea una base con cosas de aquí. La cocina valenciana tiene muchas cosas buenas que se pueden reinventar. Luego vino otro cocinero que implantó lo que yo quería: potenciar las sugerencias. Ahora tenemos una carta muy escueta, pero con mucha invención y muchas novedades. Me gusta hacer diez platos y cuando se terminan, no hay más. A partir de ahí nos gusta jugar e innovar. Cuando voy a cenar fuera, veo platos que me gustan y que yo quiero hacer de otra manera. Al día siguiente se lo comento al cocinero y vamos haciendo las cosas. Además soy un loco de la carne y siempre intento tener alguna pieza interesante”.
Su madre, aquella mujer nacida en Rijeka, se mudó a València hace dos años para no estar sola. Ya tiene 88 y se nota en el tono de voz de Paolo que sufre por ella, obligada, convertida ya en una anciana, a dejar su tierra para vivir en compañía de su hijo. Aún así, Paolo regresa a Abruzzo y a Bolonia, en la Emilia-Romagna, de vez en cuando. Ya han vendido la casa en Bolonia, pero conservan otra en Abruzzo, en la playa. Y su mujer y él fantasean con repartir su vida de jubilados, la siguiente década, pasando los inviernos en València y marchando después de Fallas y Semana Santa a Italia. Aunque el tiempo ha hecho mella y Paolo ya siente que su hogar está aquí, donde lleva anclado 21 años. “Aún conservo amistades allí, y sé de dónde vengo, pero después de 21 años ya siento que mi casa está aquí. Cuando aterrizo en València, no sé explicarlo, pero ya huelo a casa”.
Aquí tiene a sus amigos, y ahora también a su madre, y muchos días, como el pasado domingo, aprovechando que era la Superbowl, la gente del fútbol americano va y cena en Quadrini junto al hombre con el que jugaron hace ya unos cuantos años. Paolo reconoce que ya apenas sigue la NFL. Que su foco está en el restaurante, al que ha consagrado su vida y donde, sin necesidad de recurrir a las estrategias de artificialidad de otros, ha logrado fidelizar a una numerosa clientela que le gusta ir de vez en cuando al principio de la calle Conde Altea, a ese tramo donde aún está el viejo kiosco y donde la vida sigue transcurriendo en paz.