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Visiones y visitas  / OPINIÓN

Pareja con perro

10/02/2020 - 

No te fíes nunca de la excusa de un cobarde. Los cobardes tienen siempre una excusa preparada, que suele ser la gramática parda y embustera del mal pagador. A los millennials, a sus pre y a sus post, por ejemplo, el estado, la sociedad y la familia les piden hijos, pero ellos les dan excusas en primera instancia. Luego, como la porfía se vuelve draconiana, vienen las promesas, las evasivas y las maniobras dilatorias arrancadas de la pandecta nacional. Y más tarde, como va pasando el tiempo y la cosa queda fea, vienen las excusas de aquellas promesas y hasta las promesas —esto es ya puro cinismo— de nuevas excusas. 

El pretexto que da un miedoso no se corresponde con su auténtico motivo. Así, cuando los millennials, sus pre y sus post llegan al trance de casarse dicen que lo del matrimonio está muy anticuado, cuando lo cierto es que, sin preparación alguna para el aguante y el sacrificio, egoistones congénitos e infantiloides de diseño, les aterra el compromiso. Y cuando sienten, transcurrido un lustro de anticoncepción, la mirada inquisitiva de sus deudos y el remordimiento —quizá mero atavismo— por el chingoloteo infecundo, inventan eso de la falta de tiempo, se ponen tras el burladero de la edad, musitan el socorrido «estamos en ello» y se compran un perro para ver si da el pego y sofoca las voces interiores y exteriores.

Pero la verdad es que de hijo, cacas y mocos, berrinches e insomnios, ganas ningunas. Los poderes públicos de toda Europa imploran contribuyentes como quien suplica niños, pero la generación millennial —post y pre incluidos—, en primera línea de responsabilidad, piensa que ya contribuye de sobra con lo suyo y que no tiene absolutamente nada en contra del incremento de la natalidad, siempre que la incrementen otros. Por primera vez en la historia, la generación que debería estar engendrando la sociedad futura prefiere no hacerlo. 

Está muy ocupada viviendo su tiempo a tope, que vale tanto como rindiendo culto al ocio y entregándose a la francachela. Quiere prolongar el espejismo juvenil —“¿qué se siente al ser eterno?”, canta Guille—, y conjura la vejez taraceando pubertades en las madureces, supeditando la fertilidad al sábado perpetuo, al infantilismo interminable y al conmigo acaba todo para que no se acabe nada. 

Es el triunfo del delirio, de una juventud ilusoria y bochornosa que llena el arroyo de carcamales en traje de mancebos, de veinteañeros octogenarios y de adolescentes avejentados, pero las vacía de niños. Hay una fobia galopante a los niños, un rechazo a la realidad que traen, a la edad que te denuncian, al estrépito que arman y al gimnasio que te obstaculizan. La generación millennial —como la pre y la post— ha inaugurado una interrupción de la continuidad, y en breve será una población de ancianos asomados al abismo, una ruptura, un declive, un error; habrá concentrado en una las diversas edades de la vida, con lo que la despojará de su evolución y de su variedad y la reducirá, como los brodios de masterchef o los informativos del canal 24 horas, a una bazofia insípida, monótona y feneciente. 

La generación millennial, con sus pre- y sus post-, se autoconsume, se canibaliza, se digiere a sí misma intentando conservar la independencia y la disponibilidad. Es un tapón, una presa que ha detenido el curso de la civilización. La pareja con perro se ha convertido en el símbolo de una década estéril, cuyo retrato se completa con el trabajo cambiante y sincopado, la peregrinación forzosa o voluntaria, el hedonismo irreflexivo y el pizpiretismo sistemático. No hay niño porque molesta incluso como idea, como entelequia. La mera insinuación —flaqueza transitoria— del vástago hipotético, del retoño conceptual provoca la inmediata desavenencia de los millennials piso bien, coches dos en sendos garajes, viaje trivago y sonrisa instagram. Con tanto frenesí no hay sitio para el hijo, para el niño, para la siguiente generación. 

Vamos camino, como lo fueron las culturas extintas, de ser los últimos, de abrir una herida que habrán de cauterizar, como han cauterizado siglos atrás, las civilizaciones vigorosas, pujantes, galvánicas, nómadas y prolíficas, que aspiran a sedentarizarse, visten peor, gastan poco y se apretujan, pero miran al futuro y lo cifran en sus hijos. La Europa millennial, con sus pres y sus posts, vende su futuro a cambio de un ratito para el netflix y otro para el crossfit club donde neutralizan la flaccidez y el embarnecimiento que les amenazan, espantosos, en el túnel infinito del espejo frente a espejo. La Europa de la doble titulación, los idiomas y la nómina jugosa prefiere decaer navegando antes del sueño, sufriendo la pesadilla espesa del ansiolítico y deglutiendo el desayuno artificioso que resurgir con la llantina de noche, la prisa de día y el paracetamol en cualquier momento.

El hueco de la civilización europea lo llenarán otras; pero el hueco de la vida perdida, el vacío de los mecimientos y las protecciones que no se dieron, el agujero de la somnolencia y el crecimiento que pudieron ser, la grieta de la confianza y la descendencia frustradas no tendá solución. Al millennial —y a sus pre, y a sus post— se le vendrá encima la consciencia de lo gris, de lo alegremente triste o lo tristemente alegre, de lo ilusoria, de lo tonta que ha sido su existencia. En aquel momento la comunidad millennial, vieja, impaciente, empedernida e insatisfecha, genio y figura, consumará su fracaso pidiendo la eutanasia como última huida, como excusa postrera y requetefalsa. Europa se acaba en la pareja con perro.

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