Le prometí al capitán de esta goleta que, amainadas las urnas, haría “algo diferente” desde mi tronera, aquí, los lunes. Se lo prometí a él ya que, genéticamente, estoy diseñado para concederle a un tercero más tiempo y de mejor calidad que a mí mismo. Aún así, me ha costado quince días levantarme de esa jornada de reflexión que es para un periodista el lunes post electoral: la devastación de la conciliación familiar –tras esperar que la ciudadanía echara nada menos que cinco sobres al cajón– al menos ha servido para intuir quiénes somos y cómo pensamos a fecha de 2019. Repuesto del año en campaña que inició Pedro Sánchez y su gobierno de ministros dimisionarios, ahora vengo yo con el ánimo de una Fania All Star; con más necesidad de reírme que de llorar.
Las urnas no explican todo lo que somos y sigue siendo necesaria la contemplación en los parques. A eso voy, porque de allí vengo: en febrero, un pasado político que se antoja más lejano que las puertas de Tännhauser, el entonces y ahora alcalde de València dijo: “hay más niños que perros”. El apocalipsis ginecológico, tradicionalmente en boca de hombres, no contaba con este volantazo estadístico. Porque resulta que los chuchis se censan y tenemos a 93.000 organismos con chip meándose por toda la ciudad. A diario. Les veo hacerlo mientras que, al otro lado de la correa, alguien hace como si nada, o sea, con la mirada perdida en el móvil. Uno a veces no sabe si allí mismo se estarán limando asperezas para que Irán y Estados Unidos no entren en guerra nuclear. Y mientras se nos mean encima, sucede lo importante: la indiferencia con el, hasta ahora, mejor amigo del hombre (ya ven que el eslogan pertenece a un tiempo no feminista).
Recuerdo perfectamente las necesidades sociales que giraban en torno a la posesión de un perro. Sí, sí: posesión. Los perros se regalaban por cumpleaños o en la primera comunión. Había a quien le caía un walkman y había a quien le 'daban' un perro. O perra, que para eso ya éramos inclusivos, pero sin saberlo, que sirve de poquito. ¡Qué suerte! ¡Un perreti en casa! Hoy en día son políticamente incorrectos los conceptos “amo”, “dueña” y “chucho” y por contra está totalmente aceptado que durante los paseos, cada día, estos compañeros de vida no les dirijan ni una triste mirada. Salen de casa con el aifón en la mano y así vuelven. Y no son una ni dos. Hagan lo que les digo, contemplen en los parques, y deprímanse con el espectáculo.
En los felices 90 queríamos tener un perro porque, más allá del disfrute físico por estrujamiento, peinado o juego, había una serie de necesidades sociales que el perro también cubría. En esencia, la relación con el vecindario. Mis amigos con perro empezaron a ligar muy pronto. Descubrieron mucho antes que yo que para lo del ligue no era lo más importante tener el busto de Beckham. Y además de que les diera el sol e hicieran algo de ejercicio, según la potencia del can, lo verdaderamente importante es que establecían una relación más allá de las humanas y basada en las horas de afecto. No dudo que, en el más trágico de los momentos, se llore la muerte de un perruchi, pese a que sus paseos se hagan con la mirada puesta en el WhatsApp, ¿pero qué dice de nosotras que tengamos más perros que nunca –por cierto, más adoptados que nunca– y que paseemos públicamente nuestra indiferencia hacia ellos?
Lo peor de todo es que el móvil contraviene una posibilidad del todo deseable: la de llevar una botella en la mano donde no se tiene la correa. Al final habrá que resolver lo de las micciones impunes como con todo: vía multa. Y si todo se tiene que resolver de aquella manera, ¿nos hará falta dar ese paso creando una policía gestora del tiempo sano y evitar que, por el bien de todos, vivamos conectados 24 horas a la nada? Porque quizá, tan grave como la indiferencia canina, es la cantidad de nada que se consume. Sí, hay decenas de millones de personas creando contenido para YouTube, pero eso solo es una pista: ¿qué porcentaje del inabarcable contenido creado no es exactamente una completa pérdida de vida? Y no me refiero a la distancia con el entretenimiento, sino a la celebración del ruido blanco mental como éxito de todos.
Hay bastante de cierto en las teorías del mindfulness, pese a que me dé alergia compartir ideología con gurús que habitualmente desayunan homeopatía con aguacate. Como demuestra la ingente cantidad de estudios recogidos en Focus, el ensayo de Daniel Goleman, el cáncer intelectual de nuestro tiempo es la falta de atención. Porque parece como si el precio a pagar por tener a mano información de alta calidad (más que nunca, mejor que nunca) sea que ésta se encuentre tapada por toneladas de basura. Y es algo que no solo afecta a los aspectos formativos de la vida, sino a la vida misma. A la relación con el entorno, con todo lo que va más allá de nosotros y de los humanos, con cualquier aspecto y hasta con los perros. Paseamos a nuestros perros, pero se nos ha olvidado lo que significa. Y ha pasado en apenas 10 o 12 años, en un abrir y cerrar de ojos. Significa mucho pasear a los perros. Y habla de nosotras. O eso creo.