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EL PASPARTÚ 

Paul Loubet plantea su variación para una ciudad ideal

14/07/2020 - 

VALÈNCIA. En el prefacio de su Manual de Saint-Germain-des-Prés Boris Vian aclaraba que la suya era tan sólo una variación más de las muchas que se podrían elaborar alrededor del mítico barrio parisino. “A vista de pájaro (…) es igual que cualquier otro lugar: unos cuantos árboles y alféizares donde las solteronas y los enamorados depositan las miguitas de la última comida” —escribe. Como cabía esperar, su libro —publicado por encargo dentro de la colección “Guides Verts” de la editorial Toutain— acabaría siendo no una guía al uso para turistas sino un espectacular directorio razonado en donde ir a picotear los suculentos recuerdos de sus vivencias en el ambiente de las cuevas existencialistas y los garitos de jazz y una radiografía sin igual de sus vecinos más notables.

A lo largo de este extraño mes de julio, de calima con mascarilla, recelo pandémico y distancia de seguridad, el artista francés afincado en València Paul Loubet (Béziers, 1987) exhibe en el nuevo espacio de Sebastian Melmoth (C/Baja,50) una singular exposición de un sólo cuadro que lleva por título «La ciudad ideal»; un acrílico sobre lienzo de 200 x 130 cm que es, a su vez, muchos otros cuadros. En un particular canto a València exento de solemnidad —sin griegos ni latinos, ni picapedreros ni obra de moro, que diría Estellés— ni de esencialismos rancios y autocomplacientes, el artista, en su condición de vecino escrutador, tira de memoria y observación para componer un lienzo a medio camino entre la descripción objetiva y la prescripción subjetiva, situando en primer plano su visión íntima del paisaje urbano, sus lugares de referencia, sus personajes favoritos, sus contradicciones y sus futuros posibles.

'La ciudad ideal'. Detalle.


La panorámica elaborada por Loubet hunde sus raíces en el antiguo tema filosófico de la ciudad ideal, preocupado por cómo deben ser diseñadas las urbes para garantizar el bienestar físico y las necesidades sociales de sus habitantes, y con un ojo puesto en su representación en las pinturas del Renacimiento —las más conocidas, en la Gemaldegalerie de Berlín, el Walters Art Museum de Baltimore y la Galleria Nazionale delle Marche de Urbino—, para revisitarlo desde una óptica contemporánea e irónica, mezclando hábilmente realidad e invención, tradición, modernidad y referencias a la cultura popular, todo ello revestido de un inquietante halo de ciencia ficción. “La sci-fi proyecta las preocupaciones de los autores de cada momento a un futuro imaginario que les permite hablar de su presente; así como en los años sesenta se proyectaba el miedo a lo nuclear, yo propongo una distopía disfuncional en la que la ciudad y la huerta deben aprender a convivir y aprovecho para hablar de otras cuestiones que me preocupan como la hipervigilancia, la gentrifiación o la alienación de los individuos”.

Como señala el urbanista Chema Segovia (La Línea, 1982) —también valenciano de adopción— en el texto de sala: “la València moderna se explica en gran medida por sus enormes dificultades para conciliar realidad y deseo (…) Se presenta como una imponente escenografía donde lo que se sueña llegar a ser genera un universo alternativo a lo que se es”. En esta línea, la pintura de Loubet compone un escenario irreal en el que aparecen yuxtapuestos aspectos y enclaves que detesta, otros que le encantan y otros que directamente no existen. Así, las construcciones de Santiago Calatrava conviven con otros elementos presentes en la ciudad como la escultura El parotet de Miquel Navarro, la discoteca Spook, el residencial Espai Verd de Benimaclet o unos exiguos terrenos de huerta que el autor atribuye irónicamente a la Monsanto Company —para más conspiranoias: los terraplanistas, los drones y otros elementos vigilantes con luces de policía, y una serie de empresas tecnológicas a las que asimila con la tenebrosa Tyrell Corporation de Blade Runner en su búsqueda por el poder omnímodo y el control de la población—. La decadencia se cuela en forma de secreciones viscosas, basura por el suelo, cristales rotos o un naranjo exiliado a los márgenes y un cierto aspecto postapocalíptico, aún más perturbador por una luz mediterránea que lo invade y lo evidencia todo —¿quién puede matar a una ciudad?—.

'La ciudad ideal'. Detalle.

“Hace unos años pinté una vista de París inundada a causa del calentamiento global, e inspirada por la naturaleza de Rousseau; poco después París se inundó de verdad, incluida una muestra de Rousseau que había en ese momento; después empecé a pintar sobre el tema de los virus y de repente llegó la pandemia… empecé a sentirme como Nostradamus pero me entró miedo de mis poderes adivinatorios, por eso aquí pinto una distopía más amable, más luminosa, por lo que pueda pasar” —bromea Loubet.

Con su estilo característico cercano al constructivismo, al brutalismo y al minimalismo e influido tanto por los sistemas de representación primitivos como por el diseño de tapices y por los videojuegos clásicos en 8 bits, la escena, a vista de pájaro, está plagada de diminutos seres ocupados en sus quehaceres cotidianos, tratando de sobrevivir en este teatrillo de aire futurista. Sin jerarquía, como pequeños actores solitarios y disgregados, abandonados a su suerte, desfilan antes nuestros ojos personajes de ficción como Morfeo, de Matrix —¿quizás buscando al elegido que nos libere del yugo opresor de las máquinas y la inteligencia artificial?— o Jason Voorhees, de Viernes 13 —como una amenazante figura en lo alto de la torre Miramar—, rodeados de otros anónimos a lomos de sus patinetes como metáfora de quienes se dejan llevar sin pensar demasiado, como ovejas eléctricas.

'La ciudad ideal'. Detalle.

Pero si algo destaca en la frialdad del paisaje son los numerosos guiños a personajes locales que aportan calor de hogar como El Capitán —vendedor ambulante del barrio de El Carmen—, el peculiar cantante y exeditor de facsímiles Romano Aspas o Emilio, el cañero que ingenia una pista de baile sobre el techo de su coche en un documental sobre la ruta del bakalao; personajes que se entremezclan, de un modo más íntimo y autorreferencial, con las personas importantes en la vida de Loubet en València como son los coreógrafos y bailarines Julia Zac y Ulrico Eguizábal (I-4 Interface), los propietarios de Sebastian Melmoth Roberto Martín y Laura Soriano (integrantes de la duobanda Uke), la paellas de su colega Omar o la aparición vicaria de un sinfín de amigos artistas y graffiteros a través de sus obras y sus firmas —Felipe Pantone, LUCE, ESCIF, OVE, Abel Iglesias…— así como la acumulación de rótulos de locales de todo pelaje que forman parte de su mapa mental de la ciudad, proyectados a un futuro en donde, por ejemplo, los diseños de Lebrel han conseguido desbancar a los de Ikea y arrebatarle su logotipo.

Tras las de cal —el gran homenaje que nos reafirma en aquel tu país son tus amigos tan Martín Hache—, las de arena aparecen evidenciadas en pequeñas escenas a modo de esperpento: una iglesia vigilante en forma de platillo volador, unos pingüinos deprimidos que escapan del Oceanogràfic, unas bicis sin carriles por los que circular… y las voces de los vecinos como gritos en los muros, del “tourists go home”, al “Airbnb la puta que te parió”. 

Un nuevo manual de la ciudad ideal en la que se amontonan, como resume Segovia, “grandes ambiciones, pequeñas historias, sueños, caprichos, traumas y multitud de maneras de entender el mundo en permanente disputa”. Una variación de la València Loubet a modo de directorio emocional sobre el que precipitarnos a picotear las vivencias y los recuerdos del artista; sus filias y sus fobias desperdigadas como agridulces miguitas a vista de pájaro.

La ciudad ideal. Detalle

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