En Benetússer hay un hotel de cuatro estrellas en el centro del pueblo. Dicen que siempre estaba lleno. Ahora lo están utilizando para repartir alimentos y esos productos que todo el mundo necesita en este y otros lugares embadurnados de barro y miseria. El hotel está en una de las calles principales. Una vía donde cada mañana hay una romería de vecinos que van arriba y abajo acarreando con todo lo que pueden. Por ahí también pasan carros del Ejército, policía de todo tipo y de todas partes, maquinaria pesada, maquinaria ligera, camiones atiborrados de caridad, todoterrenos con carteles rudimentarios que supuestamente justifican que están practicando ayuda humanitaria, y voluntarios, claro, decenas, cientos de voluntarios con sus escobones, sus palas y su energía juvenil. Justo enfrente del hotel, con la puerta de la planta baja entreabierta, está Pepe, un hombre mayor con un aparatoso bigote blanco y una camiseta de Iron Maiden que le da cierto aspecto de tipo duro. Por detrás se ven muchas cosas: media pared con cintas de cassette, fotografías, cosas que cuelgan del techo, relojes, fotos de carteles antiguos con modelos de lencería…
Es el refugio de José Hernández, un extremeño de 73 años que celebra que el agua solo ha dejado algo de lodo y humedad en su almacén, algo así como un museo con recuerdos de toda una vida. No ha sufrido grandes daños. “Se ve que la pendiente me favoreció”, explica. Pepe nos conduce por la cochera hasta el fondo, donde hay una escalerita para subir a la terraza que hay en la planta de arriba, donde también tiene un taller lleno de herramientas para entretenerse con la mecánica y la marquetería. Al borde de la terraza, la que da a la calle y al hotel de enfrente, hay una bandera de España y una Senyera.
Pepe se crio entre una familia más que numerosa, el séptimo de 13 hermanos, y rodeado de señoritos. Su padre trabajaba como porquero en la finca de un terrateniente de Cáceres. Cerdos pata negra que crecían en la dehesa y comían las bellotas que vareaba Abundio. Hasta que llegó la peste porcina y mató a muchos animales. Pepe dice que vivían como la Casa de la Pradera -una célebre serie de los años 70 y principios de los 80-, con la luz de un candil o la lumbre de la chimenea. Pero en un lugar con tanto ganado, la comida, al menos, no faltaba. Su padre siempre conseguía algo de la matanza y su madre hacía el pan.
Los helicópteros no paran de sobrevolar por encima de la casa de Pepe y de toda l’Horta Sud. Aquí abajo, maúlla un gato negro y blanco. La nieta del extremeño lo bautizó como Churrusco. Es el rincón de Pepe, un hombre que empezó a trabajar con nueve años cuidando las cabras de otro señorito. El niño tenía que ordeñarlas cada día y con una vara, defender al ganado de los lobos. En la casa el señorito tenía un ama de llaves que llevaba frito al chaval. “Era muy pegona. A la mínima me pegaba unos guantazos…”. Él dormía en la dependencia donde estaba la cocina de carbón y de leña. Allí se metía en un saco de paja y pasaba la noche. Se levantaba al alba y no volvía hasta el ocaso.
Nunca fue al colegio. Todo lo aprendió por su cuenta. Como le ocurrió con la música. Su padre le compró un acordeón a su hijo, cuando tenía 12 años. No sabía solfeo, pero cogía el instrumento e iba probando a tocarlo con un par de dedos. Lo primero que aprendió a tocar fue ‘Doce Cascabeles’, la tonadilla que cantaba Joselito en la posguerra, porque le encantaba a su padre.
En tres o cuatro años Pepe ya era de capaz de tocar en las orquestas. Lo mismo pasaban a Portugal que iban de pueblo en pueblo en Extremadura los día de matanza. Su primer grupo se llamó Los Brandy. Luego, Grupo 70. Y muchos más. Iban cambiando el nombre porque si tocaban en la plaza de Plasencia y no le gustaba a la gente, no les volvían a contratar. Los fines de semana era músico, pero entre semana, peón de albañil.
A Mercedes, su mujer, que está en la casa que tienen unas calles más abajo, la conoció en Plasencia porque la madre de ella les alquiló una planta baja para que ensayara el grupo de Pepe. Aquella adolescente trabajaba de dependienta en una tienda de comestibles. Pepe la veía subir y bajar todos los días. A veces se paraba a escuchar lo que tocaban. Pepe dice que de aquellos que ensayaban al principio solo quedan Robe Iniesta (el líder de la banda) y él. “Los demás murieron por la droga. Yo he fumado porros, pero no pasé de ahí. Pero los demás empezaron con los porros, siguieron con las rayas y acabaron con la heroína. Y eso es la muerte”.
El Robe no tardó en tomar su propio camino. No le gustaba el peaje que tenían que pagar los grupos del momento porque en las verbenas de los pueblos era obligado empezar con unos pasodobles, y después hacer algunas versiones de canciones que conocía la gente. “Pero el padre de Robe era médico y no le hacía falta trabajar. A él no le gustaba lo del pasodoble. Él quería tocar su música y por eso discutíamos. Nosotros sabíamos que la gente quería escuchar ‘Un rayo de sol’, pero él se negaba”.
Pepe no pretende colgarse medallas con Extremoduro, y cuenta con total normalidad que Robe Iniesta fichó por una discográfica de Madrid cuando ya no estaba con él, al que todos, en el grupo conocían como Juli. Porque cada uno tenía su apodo. “A Robe le llamábamos ‘Poca Sangre”. Pepe tomó su camino, que, en su caso, le condujo hasta Paiporta. Allí vivía su hermana Emilia, que trabajaba como criada en una casa, y le acogió hasta que pudiera establecerse por su cuenta. Primero trabajó en una fábrica de tablones y después lo contrataron cuando hizo falta mano de obra para acondicionar los terrenos de Almussafes donde iba a levantarse la factoría de Ford. Después, cuando se puso en marcha aquel monstruo, aquel emigrante entró a trabajar en la cadena de montaje. A los seis meses, Pepe echaba tanto de menos a su novia que volvió a Plasencia en Navidad, se casaron el día de Reyes y regresó a València con Mercedes sentada a su lado en el R8 que tenía Pepe por aquel entonces y con el que se cruzaba España de oeste a este.
Los primeros años, como Pepe no conocía a nadie, dejó de lado la música. Pero tiempo después la retomó en la Orquesta Catalá, de Massanassa -allí tiene hasta una plaza a su nombre-. “Cantaban en valenciano y yo, al principio, no cazaba ni una”. El extremeño entró como teclista cuando el grupo, con el Tio Sola al frente, era ya toda una institución en l’Horta. Luego se hizo su banda, el Grupo 7, con su hijo, José Ángel. “Yo quería que fuera un buen pianista, no como yo, que lo tocaba todo de oído. Lo llevé al conservatorio de Catarroja y al de Benetússer. Y a clases particulares en València para que aprendiera a tocar el tumbao, la salsa, la bachata… Era muy buen pianista”.
El grupo echó muchas horas en salones de bodas. “Al principio éramos cinco, luego cuatro, luego un trío, después un dúo, y al final acabé yo solo. Tocaba el teclado y cantaba. Empecé a cantar cuando se fue el cantante en otro grupo. Me eché para adelante, pero me ponía rojo como un tomate. Luego parecía que a la gente le gustaba y ya me acostumbré. La Ruta del Bakalao barrió el tipo de música que nosotros tocábamos, más propia de gente un poco más mayor, y al final solo quedó un restaurante que estaba en la parte alta de Cullera. Ahí empecé a cantar yo solo con mi hijo y dos músicos más. Y después me establecí en Salones Aqualandia -hoy Santarrita- para tocar en las bodas. Cada vez nos pagaban menos y al final nos quedamos mi hijo y yo. Hasta que llegó el reguetón, que a mí no me gusta, y lo dejé con la pandemia, con casi 70 años”.
No duró tanto en la Ford. A Pepe le molestaba el control que había sobre los trabajadores, a los que cronometraban para ver el tiempo que perdían en ir al aseo, y un día se lo dejó para montar, con su mujer, una charcutería en el Mercado de Benetússer al que llamó La Extremeña. Mercedes atendía y Pepe se dedicaba a los proveedores y a los repartos. Lo cerraron hace un par de años.
Suena una sirena desde la calle. Durante un rato, gracias a Pepe, la riada y los pueblos catastróficos habían desaparecido. Durante unos minutos sonó en la cabeza la música de Los Sírex, de Fórmula V y hasta de Extremoduro. Música también de acordeones y sintetizadores. Ritmos latinos. Por un momento olimos la tierra de las dehesas extremeñas y nos imaginamos el primer Ford Fiesta. Pero Pepe ya está abriendo la puerta de su planta baja y el olor acre, la pátina de barro y las malditas mascarillas nos devuelven a la realidad.