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el callejero

Pepe, el otro Sabina

Foto: KIKE TABERNER
28/04/2024 - 

José Andrés está hecho papilla. El día anterior, cuando iba con la moto por la calle, un coche le embistió y lo lanzó por los aires. No tiene nada grave, pero sí que lleva todo el cuerpo magullado y camina con pesar. Pepe nos lleva a un bar que hay debajo de su casa, en Alboraya. Es un bar consagrado al 600. Nostalgia sobre ruedas. Dentro, al lado de unos obreros que han acudido a almorzar de sobaquillo, el artista se relaja. No le da vergüenza que los vecinos hayan dejado de hablar al descubrir que tienen una entrevista justo enfrente que les parece más interesante que su conversación. Los tres se callan y miran fijamente a este doble de Sabina (también) maltrecho.

Mientras cuenta su vida bohemia a toda velocidad, sin despegar apenas los labios, convirtiendo cada palabra, cada frase, en un acertijo, uno empieza a pensar que este hombre se ha pasado de la raya. Pero él jura que no se ha drogado en su vida y que lleva más de seis meses sin probar el alcohol. Son las diez de la mañana y se está bebiendo una cerveza 0,0. Dice que en cuanto acabe la entrevista, llamará a Juan Ramón, el hermano de Francisco, con el que ha trabajado alguna vez, y se irá de vacaciones.

Ahora trabaja imitando a Joaquín Sabina. La verdad es que, entre el corte de pelo y la mirada, se le da un aire. De repente, para mayor deleite de los albañiles que almuerzan al lado, se pone a cantar por Sabina con una voz rota que da totalmente el pego. Al parecer, cuando el maestro se cayó por el escenario del WiZink Center, una empresa llamada Trato Producciones quiso llenar su vacío preparando un tributo a lo grande. Hizo un casting enorme y aunque Pepe pensaba que no lo iban a coger porque había otros que cantaban mejor, le dieron el trabajo a él porque lo hacía bien pero, encima, se parecía mucho más a Sabina. Era una producción sin reparar en gastos para realizar una gira por España y Latinoamérica llamada ‘Sabineando’. Buenos músicos, un vestuario con réplicas de lo que suele llevar el cantautor y mil detalles más. “Pero llegó la pandemia y se fue todo al traste”, se lamenta Pepe Andrés.

El cantante se tuvo que bajar del gran escenario, donde ya se había aprendido un gran repertorio, y volver a los cuchitriles. A las imitaciones en pubs como La Flama, en el barrio del Carmen, donde actuó ante tres personas hace unos días. No le afecta. Ha subido y bajado tantas veces que ya hace tiempo que perdió el vértigo. ¿Ahora toca remar? Pues a remar.

La mitad de Los Pecos

Su historia arranca como la de tanta gente de su generación, en el servicio militar. “Yo no quería ir a la mili. Rezaba para que me tocara excedente de cupo… y me tocó Melilla. Allí conocí a Pedro Herrero, el castaño de Los Pecos -uno de los primeros grupos de España convertido en un fenómeno de masas-. Me puse a cantar con él, haciendo las voces de Javi, el rubio, su compañero. Y allí también estaba el guitarrista de Parrita. Así que al volver de la mili me decidí a montar un dúo que se llamó Sambori -estuvo tres o cuatro años- y ya no he dejado la música hasta hoy. De los 18 a los 60 años dedicado a este mundo”.

Pepe se atropella recordando su trayectoria. Se acelera y cuenta todo lo que ha hecho durante estos 42 años como artista. “Después de Sambori monté una orquesta y estuve nueve años, hasta que Jesús, mi socio, falleció por un cáncer y tuvimos que dejarlo. Luego vino una orquesta grande, Sabor Latino, con 17 músicos, y me fichó. Estuve otros siete años. Luego vino una más grande, Orquesta Valencia, que ahora se llama La Máxima. Pero llega un momento en el que los años pesan porque haces más de 80 bolos. Son cinco horas de actuación y muchas horas sin dormir. Y te cansas”.

Pero además de las orquestas tocó otros palos: cantó ópera con Juan Ramón, hizo de Judas en ‘Jesucristo Superstar’, le dio duro al heavy metal… Este hombre de 60 años, hijo de un pescadero que dejó el pescado y montó un bar, no ha parado ni se le han caído los anillos por hacer nada. Su madre, que de joven bailaba con su tío, que tocaba la guitarra, lo dejó todo cuando llegaron los hijos. Ahora le cuida a uno de ellos, que vive con ella desde que lo desplumaron las mujeres y los negocios ruinosos.

Ahora quiere vivir de imitar a Joaquín Sabina, y algo a Joan Manel Serrat. En la entrevista va vestido como el genial compositor de Úbeda, con una camisa azul oscuro, una americana gris y un pañuelo de lunares. No le falta ni el famoso anillo de la calavera que, dicen, Keith Richards le regaló a Sabina hace años. Tampoco el bombín, comprado en Sombreros Albero. “La modista de la empresa me hizo un montón de ropa. Tengo el bombín, el traje de pirata, la chistera, anillos, pañuelos, gafas… Todo idéntico a lo que lleva Sabina. Y lo utilizo ahora en mis shows. Lo he apostado todo por Sabina, que yo llevaba el pelo largo, por la cintura, y me lo corté para hacérmelo como él. Lo llevaba así desde la mili”.

Trabajó de enterrador

Pepe se casó hace 20 años. Él y su mujer tuvieron un hijo, y cuando tenía cuatro meses, ella lo dejó a él. Siempre ha sido así. En su carretera siempre hubo vaivenes. “¿Que si ha habido épocas que lo he pasado mal? Horrible. No he parado de invertir. Tengo seis equipos de sonido. Desde 200 a 20.000 vatios. He comprado también furgonetas, luces, de todo, y llega un momento en el que la faena se va al garete, no puedes venderlo y lo pasas mal. De ir en bicicleta a trabajar. De tener un Mercedes, estudio de grabación y piso recién pagado, a separarme y dárselo todo. Luego te compras otro Mercedes y otro piso, y los vuelves a perder. Llegó un momento en el que se acabó el Mercedes, el piso y se acabó todo. Volví con mi madre, y llevo viviendo con ella 20 años”.

Cuenta su decadencia y no se pone triste. La vida le ha enseñado a tirar siempre hacia adelante. Como en la pandemia, cuando la desgracia, al menos, le abrió una puerta para trabajar como enterrador. “Hacía falta gente para enterrar todos los cuerpos que había a diario. Enterrar es fácil: coges la caja, no ves nada, la metes dentro, pones los ladrillos y lo luces. Lo malo es desenterrar, las exhumaciones. La primera que hice no la olvidaré en mi vida… Aunque al final le pillé el gusto. Si no, acabas loco. Yo estaba en el cementerio y cuando estaba solo iba cantando por todos lados. Una vez, en un entierro, la familia me pidió si podía cantar el ‘Ave Maria' por el difunto y después me dieron una propina. Yo iba leyendo el nombre de las lápidas. Las veía como si fueran historias. Me aprendía los nombres de todas. Sabía dónde estaba todo el mundo y sigo sabiendo dónde están enterrados Nino Bravo, el Titi, Joan Monleón…”.

Luego, cuando acababa su jornada en el cementerio, regresaba a casa y se ponía a cantar en streaming. “Para animar a la gente”. Él, que venía de dar sepultura a las víctimas de la covid, que estaba en casa de su madre porque su mujer y todas las novias de su vida le habían puesto de patitas en la calle, que se acababa de ir al garete el mejor proyecto musical de su vida, él, esta persona, llegaba a casa y se dedicaba a animar a la gente.

Suena su teléfono móvil y aparece en la pantalla un escudo enorme del Villarreal. Cuenta entonces que siempre había sido del Valencia, incondicional, pero que en la época de Ronald Koeman se desencantó y cambió de bando. “Soy del Villarreal a muerte. Como antes lo fui del Valencia. Mi sueño era que me enterraran en Mestalla, pero empezó a perder, vino Ronald Koeman y lo sacaba de fiesta todas las noches. Un día perdimos contra el Atlético de Madrid y me hizo que lo llevara de fiesta y me negué. Entonces Farinós me regaló una camiseta del Villarreal y cambié de equipo. Ahora soy socio del Villarreal, donde, encima, jugaba Jaume Costa, hijo de un íntimo amigo mío. Su padre es músico también y viene conmigo también en lo de Sabina”.

“Odio las drogas”

De la chistera de Pepe -más bien bombín- no paran de salir conejos. Ahora, sin saber muy bien el porqué, está contando que lo llevaron a First Dates, el programa que presenta Carlos Sobera, como cantante y enterrador. Nunca ha tenido suerte con las mujeres. Una noche que había estado haciendo de Sabina rompió con una. Despechado, se plantó en el aeropuerto dispuesto a coger el primer avión que saliera de València. Contempló la pantalla y vio dos que estaba a tiempo: Ámsterdam y Tenerife Norte. “Y como no sé inglés, me fui para Tenerife”. Sin dormir, llegó a la isla, se bajó y se fue directo a una zona de bares de copas vestido de Sabina. Entró en un karaoke a cantar y, al salir, dos parejas empezaron a hablarle en catalán. “Hasta que uno cogió y me dijo que era el manager de Sabina. Como no le creía, cogió el móvil y me enseñó varias fotos de la gira por México. Luego me preguntó si me atrevería a dar un recital en privado en su casa al día siguiente. Y ahí me planté, en una mansión que se llama el Castillo del Vino, que el tío es enólogo. Es un palacio. Llamó a varios representantes y fui a cantar al casino de Santa Cruz, así que si no sale este nuevo proyecto, me voy para allá”.

Aunque antes tiene pendiente otro viaje: una visita a Úbeda, la tierra del padre de La canción más hermosa del mundo, y a la famosa Taberna Calle Melancolía, consagrada a la memoria del ubetense Joaquín Sabina. Mientras tanto, sigue con sus bolos minimalistas. El viernes anterior estuvo cantando porque las amigas de una profesora que se jubilaba, querían darle una sorpresa. Días después tenía algo parecido en Bellús. Y así va, sacando unos euros de aquí y de allá. No le avergüenza. “Pero si he hecho de todo en esta vida. He sido transformista. He hecho tributo a Mónica Naranjo vestido de mujer y con peluca. He hecho karaoke. He cantado hasta en puticlubs y locales de intercambio de pareja, en discoteca muy raras durante años. Eso sí, no me he hecho una raya en mi vida. A mí me han pagado en garitos con cocaína y la he tirado al wáter”.

Por eso le dolía tanto que su padre, cuando llegaba a casa cada día a las siete de la mañana, le pidiera que se sentara un momento. Entonces se ponía delante suyo y, muy serio, le hacía una pregunta: “Oye, Jose, tú te metes cosas, ¿no?”. Y él, ofendido, le respondía que no una y otra vez. “No hay nada que me haya sabido peor. Si yo odio las drogas. Pero el hombre no entendía cómo aguantaba esa marcha”.

Ahí sigue, a los 60, sin bajar el ritmo. “Yo he disfrutado todas las etapas de mi vida. He tenido varias hernias discales y he llegado a salir a cantar con un tablón atado a la espalda. La gente se creía que era un show. Cuando no podía más, me ponía de rodillas y empezaba a cantar heavy metal. Me gusta mucho esto. Por eso vivo solo del espectáculo. O, más bien, malvivo”. Ahora está convencido de que, gracias al magnífico repertorio de Joaquín Sabina y a su parecido con él, va a levantar el vuelo otra vez. “Y si todo esto no sale, me iré a vivir a Tenerife”.

Ya hace rato que se han ido los albañiles. Solo queda un hombre en la barra y la tele atronando, como para llenar los vacíos. Entonces Pepe se arranca y recuerda que, cuando se estrenó el documental de Joaquín Sabina en los Kinépolis, cogió a un amigo, se vistió como el artista, alquiló una limusina y se plantó en los cines, para desconcierto de todo el público. Se ríe de sí mismo a carcajadas. “¿No querías un tío raro?”, suelta. Y se vuelve a reír. Pepe Andrés se despide con una frase lapidaria: “Yo no tengo vergüenza. Yo me he pasado 19 días por Asturias pidiendo mientras cantaba canciones con un radiocasete al lado”. Se le ha olvidado decir si fueron 19 días… y 500 noches.

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