Luis Osca dice que es lo mismo correr una carrera por la montaña, cien kilómetros arriba y abajo, que tocar la percusión en un concierto de la Orquesta de Valencia. “Yo lo veo igual”, dice este músico y corredor de 49 años algo preocupado porque ha bajado demasiado de los 70 kilos que pesa habitualmente. Es el precio de preparar, con el mismo mimo y el mismo empeño que prepara la más compleja de sus actuaciones, un recorrido en bicicleta a través de los Pirineos que le llevará, en breve, del Mediterráneo al Cantábrico.
La pasión por la música comenzó de niño en Guadassuar. Sus inicios no fueron muy distintos a los de otros cientos de chavales de diferentes pueblos de la Comunitat Valenciana. Más raro es que esa afición se mantenga a través de la adolescencia y acabe convirtiéndose en su profesión. A él le ayudaron aquellas tórridas mañanas de verano en las que se levantaba al alba para ayudar a su padre en el campo. Ahí, sudando la gota gorda, cargando pesadas cajas llenas de género, comprendió lo que le esperaba si no estudiaba. Y Luis estudió. Estudió mucho. Pero no en el instituto, donde fue aprobando, sino en la Unión Musical Santa Cecilia, donde se pasaba el día entero ensayando con diferentes instrumentos de percusión. “Mi madre se pensaba que estaba en el instituto, en Alzira, y yo estaba en el Musical”.
Aquello era un paseo comparado con las horas al lado de su padre seleccionando las naranjas. “Eso era un infierno. Mis amigos se iban de vacaciones y yo me iba al campo”. Nunca fue el amigo más corriente. En verano, a pencar, y los sábados, mientras todos estaban de fiesta, él seguía dentro del Musical dándole al xilófono o al triángulo. “A veces, como sabían que yo estaba siempre allí, venían por la noche y me daban unos sustos de muerte”. Pero él está convencido de que esa vida consagrada a la música le convirtió en el hombre feliz y realizado que es hoy. “Aquello fue como una hucha en la que yo iba metiendo dinero. Yo, en los años del instituto, hacía 14 horas al día de música”.
De pequeño ya corrió alguna vez, pero ocasionalmente, como aquella época en la que un entrenador de L’Alcúdia, el pueblo de al lado, le dijo que tenía aptitudes para el atletismo y se ofreció a prepararle. Solo le puso una condición, que tenía que ir por su cuenta y que luego ya le llevaría él a Guadassuar. “Así que cada vez iba corriendo, cuatro o cinco kilómetros, hasta L’Alcúdia”. Pero no tardó en dejárselo. Su madre, harta de tanta distracción, le hizo elegir entre el atletismo y la música. Ni dudó.
Su hermano Vicente, año y medio más joven, sí que se aficionó a correr y, accidentalmente, fue el responsable de que Luis se volviera a poner también las zapatillas. Un día estaba en el chalet, en Barx, y se cayó desde lo alto de una escalera. Un batacazo desde diez metros de altura. El hueso se le salió por un pie que quedó destrozado. Luis estaba de viaje por México y cuando regresó a València su madre le informó de lo que había sucedido. “Lo operaron pero no se quedó bien y un día, llorando, deprimido por estar así, con el pie inútil y parches de morfina con poco más de 20 años, vino a verme”.
Luis empezó a investigar y al final llegó a la conclusión de que el único que podía arreglar eso era el doctor Cavadas, el cirujano de los casos imposibles. Buscó el número de la clínica, llamó y alguien le explicó amablemente que eso no lo operaban. “Ese mismo día me fui a casa, escribí un correo a Cavadas dándole mi explicación de por qué lo buscaba y a los cinco minutos me llamaron por teléfono y me dijeron que Pedro Cavadas había accedido a operarlo. Fui a mi hermano y le di los 300 pavos que valía la primera consulta. Lo operó dos veces y el tío está bastante mejor. No corre pero hace sus rutas por la montaña y lleva una vida normal”.
Luis, para subir la moral de su hermano, le dijo que a partir de entonces iba a correr por él. Y así es como empezó a salir a trotar por asfalto. Seis kilómetros, luego diez y al final vio que le gustaba más correr por la montaña. La primera carrera de trail fue la Aneto-Posets, de 55 kilómetros. “Ahí me tiré 15 horas. Eso era para morirse, pero todo el mundo me dijo que después iría mejorando. A partir de ahí fui subiendo de kilometraje. Hace unos años hice la Ultra Sanabria, que eran tres maratones en tres días seguidos”.
Hasta que le tocó la lotería y logró uno de los muy cotizados dorsales para la Western States Endurece Run, una carrera de cien millas (unos 166 kilómetros) por las montañas de Sierra Nevada, en el Estado de California. A los 70 kilómetros, menos de la mitad, se derrumbó. No podía más. Se sentó en un lado del camino y se puso a pensar en la retirada. Hasta que pasó otro corredor y le dijo que ahí no se retiraba nadie. Luis reemprendió el camino y llegó hasta la meta, donde rompió a llorar emocionado. “A partir de ahí ya no paré de correr, aunque bajé a carreras de 100 kilómetros y suelo hacer una cada año”. Ya han caído varias: la CCC de la UTMB (100 km), Ultra Lavaredo (125), Penyagolosa Trails (109), Camins d’Hèr, en la Val d’Aran, los Bosques del Sur, “una muy bonita de 104 kilómetros en Jaén… Esta la hice en 13 o 14 horas. Menos tiempo que aquella primera de 55 kilómetros, casi la mitad”.
Luis Osca rememora sus carreras en la Sala Iturbi del Palau de la Música, una catedral de la música clásica, donde ya están todos los instrumentos dispuestos para un concierto que hay por la tarde. El músico señala la parte de atrás para mostrar dónde están los instrumentos de percusión. Él domina muchos de ellos: bombo, platos, cajas, pandereta, triángulo, xilófono, lira, vibráfono, marimba… “Todo lo que te puedas imaginar. Incluidos instrumentos súper raros para provocar efectos concretos, como el steel drum, un instrumento que a lo mejor no has tocado nunca y te tienes que tirar varias horas para descifrarlo; por eso digo que es parecido preparar una carrera y preparar un concierto”.
Son muchas horas de ensayos y muchas horas corriendo por las sendas de la Murta, el Mondúver, la Calderona… “Ahora te descargas el track (el recorrido) y puedes ir a cualquier parte del mundo y no perderte”, cuenta mientras señala con la cabeza el enorme reloj deportivo, un Garmin, que lleva en la muñeca. A finales de mes viajará a Llançà, al norte de Cataluña y al principio de los Pirineos, y con la ayuda de Wikiloc -una aplicación con rutas y senderos de montaña- podrá atravesar toda la cadena montañosa en bicicleta, con mil kilómetros de recorrido y 25.000 metros de desnivel, durante diez u once días.
En otoño volverá a correr. Tiene varias carreras pendientes, como la Transgrancanaria, la Dolomiti Extreme y, sobre todo, una que se llama Mozart 100, en Austria, que, como buen músico, está empeñado en disputar. No siempre puede correr donde quiere. Primero le tienen que dar permiso en la orquesta, y eso no es fácil.
Es la vida de un músico que vive el sueño de aquel niño de Guadassuar al que tuvieron que hacerle una llave del Musical para que pudiera ir allí a ensayar y no estuviera todo el día en casa dándole a la caja sorda. “Mi padre un día soltó: ‘¡A este xiquet que li facen una clau!’. Yo podía ir las 24 horas del día porque allí no molestaba a nadie”. Luego llegó a tocar en la banda del pueblo. Después le llamaron de otros municipios. Y un día le salió un bolo en la orquesta de Granada, otro en la de València y poco a poco fue abriéndose camino en la música.
Cuando estaba en València iba al Palau de la Música y soñaba con ser interino de la Orquesta de Valencia. Su madre le decía que era un iluso, que eso era imposible. Pero un día recibió una llamada de su profesor, Jesús Salvador ‘Chapi’, y le contó que le iban a llamar. Primero se sacó la plaza de profesor del conservatorio y después se pidió una excedencia para entrar, en 2006, en la Orquesta de Valencia.
Su sueño complica su vida de atleta. No siempre le dejan escaparse a correr una carrera, pruebas de muchísima exigencia que él combate poniéndose los auriculares, seleccionando la música de Shostakovich y subiendo el volumen. “Es que es muy cañero”. No solo escucha música clásica. En su playlist hay una selección para momentos críticos y no tan críticos. Ahí hay de todo: Amy Winehouse, Silvana Estrada, Santana, Natalia Lafourcade, Benjamin Clementine, música indie… ‘Dopaje’ musical para subir y bajar las cuestas.
Otras veces también se escapa para escuchar música. Luis aún paladea, por su recuerdo a la adolescencia, el concierto de U2 en Barcelona. Y cada año viaja a Berlín para asistir a un concierto de la Filarmónica, una de las más prestigiosas del mundo. Tanto que, además, está suscrito al canal que emite todos sus conciertos. Uno de sus viajes más memorables fue para ver a la orquesta el día que interpretaron la Sinfonía nº 7 de su admirado Dmitri Shostakovich con el director titular de la Filarmónica, Kirill Petrenko.
Durante un tiempo también fantaseó con irse a tocar a Malasia, por cambiar de aires y por aprender cosas nuevas. Pero siente que está donde tiene que estar. “Esta es la orquesta; este es el sitio. La Sala Iturbi es una fantasía. Tiene una acústica fantástica, un público fantástico, tiene una orquesta muy buena con un gran director y gente que trabaja muy bien. Si todos reman en esa dirección es fantástico. Cuando el Palau de la Música estuvo cerrado fue un desastre. Ahora todo funciona muy bien”.