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el tintero / OPINIÓN

Pobres y locos

Entre la subida de la luz y de la vida en general y las medidas restrictivas y de prohibición que afectan a nuestro día a día durante este último año y medio, parece que los gobernantes disfrutan empobreciéndonos y enloqueciéndonos

1/09/2021 - 

Empieza el curso, volvemos a la nueva y antigua y censora normalidad, siguen las restricciones y prohibiciones en este extraño septiembre que nos da la bienvenida con las Fallas, aquellas fiestas que nos dejaron sin aliento en 2020 cuando la nueva normalidad empezaba su camino de imposiciones tantas veces cuestionables y pese a todo contando siempre con la complicidad de los tribunales. Las Fallas nos traen un soplo de vuelta al pasado que tanto añoramos, a la libertad real de pasear y salir sin mascarillas asfixiantes y sin vueltas obligadas a casa que no se daban ni los tiempos pasados.

La subida de la luz que todos sufrimos es una de las tantas barrabasadas del actual gobierno y también, todo sea dicho, de las infantiles y nocivas políticas globales que llevan años arrinconando la generación de energías verdaderamente seguras y económicas, especialmente la nuclear y que nos avocan a ser un país dependiente energéticamente y a tener los precios más altos de nuestro entorno y los salarios más bajos, un sinsentido total, una forma caótica de gestionar la vida pública. Eso sí, caótica para el pueblo porque esta subida en los precios eléctricos supone un aumento sustancial en la recaudación de la Agencia Tributaria que algunos estiman en unos 1.500 millones de euros. La banca, perdón, el Estado siempre gana.

La ausencia de libertades y derechos fundamentales, siempre amparada en que sino vamos a morirnos todos (como bien dijo la famosa niña que entrevistaron en televisión, cuando al responder si la mascarilla era incómoda y dijo “bueno, no pasa nada, es mejor que morirse”). Esa frase tan inocente y que se hizo viral, representa a la perfección la idea fuerza que lleva utilizando el gobierno de España y de muchas CCAA para forzarnos y limitarnos nuestros derechos, jugando perversamente con la dicotomía vida-muerte. Mientras, la ausencia de poder vivir como queremos y como sabemos está provocando una especie de locura colectiva, la visita al psicólogo ha pasado a ser algo habitual entre gente de diferentes edades y sin problemas previos, sino los causados no sólo por los meses de encierro total sino por la eternización de las medidas que impiden socializar y relajarse como una parte más indispensable de nuestra vida.

Desde un punto de vista de análisis y estrategia política y sociológica, es impecable. Se está conformando una sociedad pobre, altamente dependiente de ayudas públicas y temerosa, asustada, excesivamente precavida y que piensa que, paseando por la calle sin mascarilla, está poniendo en riesgo su vida y la de los demás, incluso cuando está permitido no usar mascarilla en espacios abiertos. Las decisiones políticas, no amparadas siempre en verdaderos criterios científicos y respaldadas por juristas que pueden opinar una cosa y la contraria y argumentarlas conforme a derecho sin ningún problema, nos deja una nueva sociedad que no parece tener ganas de alzar la voz, de reivindicar la crítica a las decisiones políticas y de enarbolar los valores de justicia, libertad y disciplina, entre otros que podríamos citar. Hace unos días, un prestigioso abogado me dijo literalmente: “España es un país pobre y no se da cuenta de ello, vamos a peor. En Portugal en cambio han sabido gestionar mejor la economía nacional”. Me transmitió una visión realista y pesimista de mi país que me preocupó y entristeció.

En estos días de vacaciones disfruté leyendo Novela de ajedrez de Stefan Zweig, donde uno de los protagonistas relata con detalle la crueldad y la dureza que supuso para su mente, el encierro y los interrogatorios a los que le sometieron los nazis, con un sadismo e insensibilidad que conmueve al lector. No podemos comparar una situación de prisionero sin ningún contacto con el exterior con las medidas que los gobiernos actuales nos imponen, pero sí podemos pensar que la cada vez mayor capacidad de tomar decisiones en manos del poder para que nos gobiernen y nos digan qué hacer, cuándo hacerlo y cómo, no parece la mejor manera de reivindicar la democracia y la libertad individual del ser humano.

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