Desde que se constituyeron los conceptos de derechas y de izquierda se han utilizado para clasificar las tendencias políticas que se han ido desarrollando desde la Revolución Francesa hasta la actualidad. Desde entonces ambos términos han ido modelándose a lo largo de los siglos XIX y XX, y todavía siguen vigentes en el XXI, aunque su evolución conceptual ha transformado su significado. No existe una izquierda o derecha únicas y hay, y hubo, teóricos políticos y sociólogos que pensaron que sus usos están sobrepasados por la realidad, porque muchos ciudadanos ya oscilan de unas a otras formaciones políticas según coyunturas, o consideran que todos, cuando alcanzan el poder, harán o aceptarán cosas similares en función de las demandas sociales. Hubo un tiempo en que la vinculación a una u otra propuesta tenía un margen reducido (tory o whig, conservadores o liberales), y los sectores sociales excluidos lucharon para conseguir su participación en el espacio político.
Hoy por hoy parece que no existen alternativas, en el lenguaje, para señalar las posiciones políticas de los partidos políticos. Aplicamos automáticamente los términos de derecha o izquierda en función de sus posicionamientos sobre la moral, las costumbres, la economía, la organización del Estado, el papel del individuo o la colectividad en las decisiones políticas. Y cuando se enfrentan en el mercado electoral se elige entre ambas en función de las expectativas personales, lo que denominamos disposición afectiva hacia una u otra propuesta y sus modulaciones (izquierda, centro-izquierda, derecha, centro-derecha, liberales o centro, que se suelen concretar en gobiernos denominados de derecha o izquierda) atendiendo a parámetros de cultura, orígenes familiares, influencias sociales, coyunturas económicas, procedencia de clase, creencias, expectativas sobre el futuro y experiencias personales.
Todo ello ha ido configurándose para alcanzar un consenso constitucional desde la revolución industrial, el desarrollo de la economía de mercado, la abolición de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, la implantación de un código de justicia igual para todos, la aparición de las reivindicaciones laborales, nacionales, la organización administrativa de los estados, las interpretaciones teóricas sobre el futuro del capitalismo, las disputas entre tradición e innovación, las propuestas de suprimir las desigualdades sociales de manera radical o, en la medida de lo posible, en base a las diferencias individuales, los avances científicos y técnicos, la defensa de las lenguas y de las culturas en relación con una universalización de los modos de vida y costumbres, la extensión de los derechos de participación electoral sin distinción de género o fortuna, el papel de las creencias religiosas o seculares en la moral y en la estructura social y orgánica, la libertad y el respeto de ideologías políticas y económicas divergentes o contrapuestas pero asumidas en función de los resultados electorales, la libre investigación, la capacidad de alternativas filosóficas sobre el mundo y los seres humanos, o las opciones individuales sexuales o familiares admitidas.
Los historiadores, los sociólogos y los economistas nos han mostrado que estos parámetros han padecido procesos diversos en los que no han faltado guerras y luchas encarnizadas, y que no todas las sociedades han alcanzado el mismo nivel de consenso y de expectativas. Aparecen contradicciones, enfrentamientos sociales y disputas políticas que solemos calificar de izquierdas o derechas, aunque muchas veces se mezclen de manera trasversal. Un ejemplo: muchos militantes del PSOE, considerándose de izquierda, no están de acuerdo en conceder en las actuales circunstancias amnistía a los condenados del ‘procés’, coincidiendo con una mayoría de los que se enclavan en la derecha de algunas autonomías españolas. En cambio, las opciones de derechas catalanas, vascas y en alguna medida gallegas o valencianas, junto a miembros de la Iglesia Católica en esos territorios, estarían por concederla.
Desde la II Guerra Mundial en que los fascismos fueron derrotados, junto a secuelas que perduraron durante un tiempo, y desde 1989 con la caída del muro de Berlín y la derrota del comunismo, ya no parece posible la construcción de un ser humano nuevo en una sociedad distinta. El poder político se alcanza por medios democráticos, con elecciones libres y limpias, y en función de los resultados se establecen las decisiones políticas que pueden ser criticadas, rechazadas o vituperadas, dentro de un marco legal establecido. Las crisis económicas, la globalización, la persistencia de autocracias religiosas o laicas, las emigraciones de las zonas de subdesarrollo a las desarrolladas, las desigualdades sociales, las tradiciones culturales o la aparición de fuerzas económicas competitivas pueden conculcar ese sistema, o propiciar, dentro del mismo, plataformas alternativas.
La cuestión estribaría en trastocar los conceptos clásicos para adaptarlos a las realidades sociales. Habría una nueva clasificación: partidos de "estabilidad política" (ESTABLES) con distinción reformista de grado 1, 2 ó 3 comprenderían a socialdemócratas como el PSOE, conservadores, liberales, demócratas cristianos y asimilados. El PSOE sería un partido Estable, grado 2, y el PP grado 1 e IU grado 3. Y partidos de "inestabilidad política" (INESTABLES) que desean alterar el sistema vigente por métodos democráticos también, con los mismos grados, donde entrarían los llamados partidos populistas de izquierda, extrema derecha y nacionalistas. Vox sería un partido inestable grado 3 y U Podemos grado 2. Lo demás es propiciar la dictadura, la ingeniería social o el mundo feliz de Huxley.