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tribuna libre / OPINIÓN

Política de cocktail

18/06/2022 - 

A menudo me pregunto qué nos mueve en una u otra dirección. Las palabras, simpatías, las miradas, las creencias, el soporte o el mensaje, las cabinas o las marcas, la etiqueta Occidental, pergaminos del pasado, lo violento, el esperpento, una argucia o unos labios, armamento o activismo, la tendencia o lo que fluye. Y tras estos u otros elementos, con el alma del que estudia el fenómeno social, yo ya lo he entendido. O al menos, eso pienso. Lo importante son las filias y las fobias, y el sabor de la cerveza.

Los pequeños individuos que caminan por la calle se separan de los otros en su amor por las cervezas. En su amor o desamor, porque ninguno entiende el mundo sin el líquido ambarino. Yo comprendo que en el lúpulo se esconde la verdad o la vergüenza, que en su espuma se camuflan sentimientos y la ficha de un país, se permite la locura al creativo y se emplaza al no-creyente a otro bautismo. Paralelo al compromiso se describen situaciones con pasión, se especula con el miedo de los otros, se generan las sinergias de familias de palabras: hecatombe, enjambre, sol.

Tan despacio -con cuidado- como debas decantarlas, tan amargas, dulces, astringentes, tan templadas o tan frías, tan agudas, tan pensantes, tan sociales, tan carentes de lo sucio de las almas que no aúllan.

Huntington predijo civilizaciones en conflicto, yo prefiero hablar de sociedades que defienden su cerveza, que se enconan en un duelo con aquellos que no catan o que lo hacen con desdén. Pero ojo, que también los que no beben se dedican a enfrentarse a los más ebrios, o el que bebe destilados transparentes que se enzarza en discusiones con los otros -con cualquiera-. Choque de países por cervezas como choque de los bloques o de esferas o conjuntos. Cada centro de poder representado en su cerveza. Las potencias, cada una defensora de la suya y quien no detente una cerveza como propia es un outsider, y de ahí la polarización, el odio o la amistad. Las fronteras definidas por los tonos de cerveza. Grandes bloques por supuesto, la cerveza es un fenómeno transnacional. No conoce lenguas, solo seres que se sientan sin necesidad de protocolo. Destilados o licores por ahora solo aspiran a esperar que el gran imperio de cebada se derrumbe y expandir así la buena nueva de espirituosos nacionales. Tiempo al tiempo o a que la cerveza se convierta en la bebida nacional de los que ansían ser el centro.

Lamentablemente el vino no es universal, y si así lo fuera, el centro iría más al Sur en detrimento de estrategas y de bancos que establecen directrices en la diplomacia de las chelas. Lamentablemente el vino es lujo o no. Qué casualidad que quien detenta el centro de esos bloques siempre es más del lujo de los otros. Aparentemente el vino ya supuso el turning point en otra época. Cuando los sulfitos (restringidos a Occidente) eran populares, cuando Italia o cuando Roma, o cuando Francia o incluso España lideraban en un mundo de racimos y de vides. Poco a poco la cerveza terminó imponiendo su etiqueta no-ostentosa como eje del diálogo, como vía más propicia para el acto de socializar.

Libertad, igualdad y cerveza, o lo que es lo mismo fraternidad. La uniformidad del lúpulo como hecho hermanador, la disparidad como heterogenia integradora. Y es que la cerveza acerca más que otras bebidas. Y es que el vino pocas veces es el vínculo de unión sino más un lazo de refuerzo a una amistad que ya existía. Por ahora -y de lo micro a lo social y de la villa a la potencia-, la cerveza es quien se erige en argumento del conflicto.

Y hasta aquí la teoría, porque yo confieso que no soy muy de cerveza y que en lo vitivinícola resulto irreverente por amar lo heterodoxo (sí, señor). No me considero por lo tanto un asocial, ni tampoco es que yo tema al epicentro del poder. En el fondo yo soy más de caipirinhas, de Negroni o Moscow mule, las bebidas que no apoyan a los bloques, elemento candidato a la extinción, el actor independiente de la diplomacia del alcohol. 

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