El día en que la mitad de mis pacientes parecen estar mejor que yo, pido cita con mi médica de cabecera. He perdido el hilo de mi relato. Se me ha caído el ideal de servicio, la pertenencia, la lista de prioridades y otras creencias. Se me ha fundido el sistema. Un par de quejas (ni siquiera todas, porque la mujer parece más hecha polvo que yo) me bastan para salir de su consulta con un ramillete de pruebas, varias recetas y una baja médica. ¿Qué diagnóstico pongo?, se permite. Y me encojo de hombros, hoy he venido al otro lado de la mesa. Enseguida experimento la cosificación de mi sufrimiento: un electro, una pastilla para el colesterol, un martillo de reflejos en mis rodillas que los revela muy vivos. La médica es encantadora, salgo con el temor de haberle robado demasiados minutos pero, ¿cómo armo una historia con todo esto? Walter Benjamin dudaba si “toda enfermedad no sería curable con tal de que se dejara llevar por la corriente de la narración lo bastante lejos”. Y esto no atañe sólo a las víctimas del daño emocional.
Asistimos a diario al recuento: número de camas, ocupación en UCIs, positivos. El semáforo Covid nunca incluye a los sanitarios con Burnout, de baja o en activo, pero somos muchos. Y será un elemento clave para la acogida de la sexta ola. Esta semana en la Comunitat Valenciana hemos pasado a riesgo alto y navegamos de nuevo hacia arriba, pero nadie sabe cómo crear un sentido con todo ello, ¿volverá el toque de queda? ¿Qué ha fallado? ¿La relajación de la distancia social? ¿Las vacunas o las expectativas depositadas en ellas?
Lo más urgente sería discernir entre el equilibrio emocional y riesgo de acabar en la UCI. El equilibrio emocional ya no es un concepto abstracto: es una actriz famosa en boca de todos porque se ha matado sola en su casa. Ha salido por la tele, por eso aterriza por fin en el imaginario del mostrador del pan, de la señora de la limpieza y de mi esteticién, que me pone al día porque sabe que no leo el Lecturas. Lo cuenta afligida mientras aprieta mis nudillos en un masaje de manos que va incluido con el lacado de uñas. Miro sus manos jóvenes y rápidas, mulatas y hermosas entre mis manos pálidas, siento su contacto y me digo que no está mal que la tele también derribe algunos muros. Que difunda las palabras de la actriz cuando hablaba de la depresión y confesaba que era una quiebra en el amor, “y cuando desaparece el amor es como que te quedas seco y no quieres vivir”. Hay quienes ya apuestan hace tiempo por protegerse del abatimiento, o sea, por retener el amor. Las últimas colas en los vacunódromos hablan de ello. Parroquianos del bar de la esquina. Jóvenes que se rebelan contra otra Nochevieja sin discotecas. La gente parece refractaria a que le prohíban los abrazos, ¿ha cambiado la balanza este año?
Como denuncia Byung Chul-Han en su último ensayo (Sociedad paliativa, Herder), “vivimos en una época posnarrativa”. Sin rituales, ni siquiera los del culto a los antepasados, sin intercambio simbólico, “la vida es despojada de toda narrativa que le otorgue sentido. Se queda desnuda y hasta se vuelve obscena. Nada promete duración”. Viene a ser un trasunto sesudo y cargado de citas de las mismas palabras de la Forqué. Lo llama “la agonía del eros”. El coreano nos describe como meros supervivientes, cegados por evitar el dolor a toda costa porque ya no trae un sentido trágico, no trae mártires, ni pensamiento profundo, ni transformación alguna. No lleva ligada la narración. Describe al sujeto moderno como la protagonista de La princesa y el guisante, una terrible histérica. “Unas expectativas cada vez más altas puestas en la medicina, unidas al sinsentido del dolor” nos han convertido en esa mimada con los nervios de punta. El pensador de moda vuelve a tomar la foto de quiénes somos y parece proponer un poco de silencio para reencontrarnos y discriminar lo que importa. Dar con el aura. El aroma.
Paro. Me atrevo con el freno de emergencia. Cuando el coche enciende el piloto de aceite le hacemos caso, ¿por qué tiene más derechos una máquina que nosotros? Me lleva un esfuerzo grande esquivar la culpa, la etiqueta de looser, aunque estoy reuniendo mucho valor para detenerme. Detenida, pronuncio, y mi marido me recuerda que le he robado la palabra a los polis y a los jueces. Supongo que soy hija de mi tiempo, y una paciente flojucha además, no de las buenas. Me han dicho que desconecte pero no lo hago. Incurro en alguna llamada, ordeno papeles del trabajo. Leo siete libros y ninguno. Procastino mayormente, ni siquiera en las redes. En mi cabeza siguen los meandros del pensamiento y pronto doy vueltas como un perro buscándose la cola. Ya no me automedico pero olvido algunas tomas, descubro tarde que el blíster de mis estatinas iba señalado con los días de la semana. Será cierto que vivimos lejos del dolor, pero no vivimos sin daño. A diario camino por el parque detrás de Noa y medito sobre mi daño, me adentro hasta él mientras recorro el callejón de los graffitis: la perra rastrea meados que le interesen, yo alguna epifanía. Olvido el reloj y dejo correr mi falta de atención, lo cual parece un logro tímido. Hago crujir las hojas del otoño con mis zapatillas de trekking y repaso los aforismos de Han sin dar con nada nuevo. Quizá mi problema sea la prisa.
Mi abuelo José, durante los bombardeos del 36, se quedaba en el sitio. “¿Para qué corren ─preguntaba─ si no saben dónde va a caer la bomba?” Hemos bromeado mucho en casa con su indolencia. Ahora sabemos que no sólo era un pastor de la Alcarria: era un maestro zen. No entendería los extremos que denuncia Carl Honoré, el creador del movimiento Slow: locales de fast yoga en Londres, funerales americanos en los que se desfila delante del féretro sin bajarse del coche. Se quedaría perplejo con los audios a 2x, igual que hacía cuando le colocábamos a Tom y Jerry durante la merienda.
Sufrimos una velocidad desbocada pero no es lo único que nos empobrece; quizá haya que pedirle a Los Reyes un nuevo relato. En los cursos de escritura se insiste en todo tipo de herramientas, el tempo de la narración es una, pero también está el tono, el punto de vista. Y la pregunta dramática, el para qué, sin la cual el relato se queda mustio y cabecea sin eficacia. A menudo hay que estar en marcha para arponearla, estar en plena escritura para dar con ella.
Dejamos el callejón y la perra tira para casa, pero una grúa de mudanzas ocupa toda la calzada. Me tomo un minuto para captar la escena, supongo que es la clase de cosas que se hacen en un orden lento como el que me pido. Alguien activa la plataforma y la veo subir a velocidad constante, emitiendo un quejido de animal pequeño, agudo, que se impone al ruido del tráfico. Cuando la plataforma alcanza el balcón, dos operarios la cargan con una caja embalada y cruzada de cintas que parece un ataúd. Fantaseo con la idea de que es un piano, pero al llegar abajo distingo que es un vulgar tresillo. Igualmente, la escena me ha sobrecogido. He imaginado mi cuerpo, mi bulto embalado, entre cinchas de plástico, viajando en una plataforma mecánica hacia otra parte. Quizá tome notas en cuanto llegue a casa.