VALÈNCIA. La esfera pública, el espacio virtual o físico de discusión, no debería ser siempre un lugar confortable en el que explayarse o escuchar apaciblemente. Es la confrontación de opiniones, de ideas, de proyectos o utopías la base de la evolución de una sociedad democrática. Las ideas también se adaptan y se actualizan. Algunas, que creíamos enterradas, regresan con trajes nuevos y veladas amenazas.
Ideas que en el pasado fueron radicales, como las prestaciones sociales para aquellas personas que en algún momento las puedan necesitar, el divorcio o la libre circulación de personas entre (algunos) países, hoy en día son difícilmente reversibles. Han sido aceptadas por personas y corrientes diversas y también se han adaptado al construir consensos (aún inestables y limitados) alrededor de ellas.
Es posible que algunas ideas que hoy se proponen desde los márgenes, como la jornada laboral de cuatro días, el salario universal o el derecho de las personas a no definirse con un género determinado se conviertan en establecidas políticas y costumbres moderadas.
Ideas como esas, impulsadas por movimientos revolucionarios o reformistas, fueron incómodas en su momento. Generaron tensiones al colarse en la agenda de debate. Obligaron a algunas partes a hacer concesiones. Hicieron que muchas personas cambiasen de opinión.
Esa incómoda esfera pública, constituida por la ciudadanía activa, amplificada por los medios de comunicación y plasmada en las distintas opciones políticas, ha permitido también enterrar, a base de discurso, convicción y evidencia científica, prácticas e ideas regresivas que parecían inamovibles: la negación del cambio climático, la violencia familiar, la dictadura, la pena de muerte, la subordinación de las mujeres, la esclavitud o el terraplanismo. No basta ni la certeza científica ni la bondad moral si no hay discusiones ni argumentaciones públicas.
Últimamente, especialmente durante campañas electorales infinitas, la esfera pública a nuestra alcance sobrevive considerablemente empobrecida. La infinidad de opciones para informarnos y la rapidez para hacerlo no han ampliado nuestros horizontes sino todo lo contrario. Nuestra esfera pública se ha convertido en algo que oscila entre un eco agradable de nuestras propias convicciones y un amplificador a alto volumen que refuerza lo que ya pensamos.
Al mismo tiempo, nos sentimos tan incómodos por aquello que no compartimos que lo desechamos enseguida, lo demonizamos irónicamente y nos mostramos incapaces de la mínima empatía para comprender las razones del otro. Rehuimos la confrontación de ideas. Ni intentamos convencer, lo que requiere argumentación, sensibilidad (y también empatía), ni dejamos una mínima grieta abierta para que nos convenzan.
Fomentamos la vergonzosa actitud de ridiculizar el saludable ejercicio de cambiar de opinión. Personas que antes enarbolaban una bandera y ahora son vehementes defensores de otra son clasificados de traidores, el que escribió algo hace seis años debería mantenerlo como si se lo hubiese tatuado.
Qué pereza tanta solidez. Contra ella solo nos queda reconocer el coraje del que cambia de ideas, la fertilidad de la discusión abierta, la necesidad de una incómoda esfera pública.