Qué guapa con ese collar, dice mi vecino a su nieta. Llega desde el limbo que se consolida entre los apartamentos de verano. Las conversaciones flotan en el aire entre cocinas y balcones, viajan indefensas y fragmentarias, uno las completa involuntariamente y descubre parte de sí en ese material de relleno. A otros les insulta y les irrita, pero a mí me encanta que caigan las paredes y se cancele la intimidad. Con ese collar…¿habéis visto qué preciosa? Sigue la hipérbole del vecino abuelo. No los veo, pero mi cabeza está montando el gesto pagado de la niña, la gozosa recompensa. Invariablemente sé que ese gesto y ese gozo son míos, me los inyectaron a la edad de mi vecinita y todavía me envenenan. No recuerdo ni una sola escena así con mi hijo, pero tengo hasta vídeos que documentan la comedia con mi hija y sus amiguitas, lo llamaré la comedia de la belleza, ¿por qué no les alabamos a los chicos su puesta en escena?, ¿qué pasa después de que a una la eduquen para contentar las miradas? A nosotros también nos sexualizan, mamá, protestaría mi hijo un día que saqué el tema. Admití que tenía razón pero, ¿de veras sucede de igual manera?
Termina ya este verano en que se movió el suelo del país en materia de cuerpos. Cada verano arroja el cuerpo a la vista, pero en este se dio un giro a abrupto a la exhibición femenina; parece el final de los cuerpos expropiados. Su rebelión definitiva. Y lo celebro.
Mirar. Tocar. Poseer, ¿qué significa que una mirada se detenga en un cuerpo ajeno?, ¿qué es lo que convierte ese gesto (tan volátil, tan incorpóreo, tan sin cuerpo) en un cambio de titularidad? La educación, he de suponer, es la responsable. Una mala educación que, por fin, tiene los días contados entre hombres y mujeres. Me intrigó comprobar que la imagen del “piquito” de Rubiales les indignaba a algunos más que a nosotras. En los inicios del relato (con la imagen en crudo), aquél asalto podía pasar por euforia y mal gusto. Cosas del fútbol. Nada que previera lo que vino después. Con las entregas sucesivas del caso (la rueda de prensa, la escalada de posicionamientos), la historia ganó relieve y pude ver hasta qué punto estamos entrenadas para dejar pasar, cancelar la vergüenza propia o ajena. El escándalo. No sólo se nos ha educado para recibir faltas de respeto sino para no anotarlas. Normalizamos durante años lo aberrante y ahora, por fin, más de uno se lo pensará antes del consabido “dos besos, ¿no, guapa?”. Hay quien lo califica de tragedia, quien se siente intimidado por las nuevas normas de juego, ¿cómo debo actuar?, se preguntan los más victimistas. Como si la empatía y la buena lectura de la situación no fuera un atributo universal, humano, asequible para cualquiera. Nosotras llevamos toda la vida examinándonos y examinando el efecto de nuestra presencia en los demás, ¿no pueden los hombres hacer lo mismo?
Quiero imaginar que ya no vamos a devolver una sonrisa cuando se nos falte el respeto, que no vamos a vivir disociadas, identificadas con el agresor, y no será fácil en adelante normalizar al monstruo. Me gusta pensar que son mayoría los que se miran estos días adentro y revisan lo que significa el final del cuerpo de uno y el inicio del otro cuerpo.
En definitiva, este parece el verano en que por fin nos revisamos. No en lo dicho, sino en lo no dicho. Lo que no figura en la letra escrita, los protocolos de igualdad que suscriben las empresas y quedan en papel mojado, los postureos varios. Virginia Woolf decía “we are the words, we are the music, we are the thing itself”. Y una vez más, las palabras dichas nos han llevado a las no dichas, porque sin ellas, sin que debatiéramos un año entero sobre el sí es sí, este incidente hubiera sido flor de un día. Cuántas de nosotras hemos repasado estos días los momentos laborales en que algún maleducado nos avergonzó o violentó delante del equipo, la sonrisa refleja que devolvíamos para que se nos tragara la tierra, la vergüenza o la rabia con la que nos íbamos a casa, a veces sin saber a ciencia cierta por qué se nos había torcido el día.
Pienso en la gente de la ética, la ley y el arte, gente de la imaginación y también de los escenarios, como Eva Amaral, pero también en Hermoso, una futbolista de la que se esperan goles y no tanto manifiestos culturales. El hecho de que muestre su contagio cultural y su defensa de un mundo diferente, entre futbolistas tan alejados de los manifiestos culturales, es un hito. Habla de que ya pocas se resisten a hablar en voz alta, del hartazgo general de que se nos expropien las palabras, las sensaciones. El cuerpo. Hay quien la critica por no alejarse a tiempo del foco mediático, le reprochan haber sido utilizada con fines políticos, ¿por qué le expropian otra vez sus decisiones y su dolor?, ¿nunca vamos a ser las dueñas de nuestros gestos? No creo que sea fácil ni gratuito para ella, tampoco habrá elegido ser una heroína; estará soñando con el día en que se pase a otro tema, como nosotras cuando nos convertíamos en el centro de un comentario machista en el trabajo.
Gracias a la gente que imagina y piensa un mundo diferente, el consentimiento ha aterrizado en la cultura y en la ley, ha permeado hasta nuestra vida íntima y cotidiana, ha hecho que nos revolvamos ante la imagen de un jefe dándole un “piquito” a una mujer delante de medio mundo. Ha enseñado su impunidad, una impunidad monstruosa y estructural que está en todos los Rubiales que le aplauden o callan, los que siguen en sus puestos. La impunidad del machismo. Se Acabó.
Rubiales habla de cacería y nos llega como un cinismo cruel, después de tantas mujeres asesinadas. Dejándoles a ellos se pasarse de la raya. Desarrollando una hipervigilancia inconsciente cuando andamos solas de noche, cuando apretamos el paso en un parking solitario o vacilamos al embocar un sendero oscuro del parque para hacer running. No quiero que mi hija saque también las llaves del bolso cien metros antes de llegar al portal de casa. Resulta insultante que este señor y sus iguales hablen de cacería y de falso feminismo, cuando el único machismo que hay no es falso sino muy real, cuando nosotras no atacamos a los hombres sino a sus privilegios.
Mira, belo, mira… sigue la vecinita de la urbanización mientras escribo esto. Se la oye embriagada con los piropos, compulsiva, en bucle. Tiene un hermanito con el doble de gracia, pero no dice nada. El mundo, decía John Berger, es tolerable hasta que existe la posibilidad de cambiarlo.
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