Hace poco padecí un severo desengaño amoroso. Otros muchos me dirían que podría calificarlo como matemático u orbital. Y es que ahora, según los nuevos cálculos y avistamientos, yo ya no sería Tauro y, a pesar de que no tengo fe en horóscopos, siempre me he sentido muy a gusto con mi signo del zodiaco y lo que representa.
¡Qué palabra tan sensible desengaño! Tan sensible y poco usada en estos tiempos. El culto posmoderno a lo moderno se ha basado en el ninguneo del pasado, y si aquello -lo que fuera- no satisfizo tus expectativas uno olvida y se acabó. Next.
Hay desengaños reales, familiares, personales (de la gente esa que no cumple lo que dijo que iba a hacer). Desengaños temporales, náuticos, éticos, sanitarios o mortales. Desengaños con salida fácil o compleja, con manual de instrucciones o sin él (que ahora hay mucha novela de autoayuda, vamos, compren), con fanfarria y entrevista o con bandera y manifiesto.
He sufrido unos cuantos desengaños culinarios, pero eso siempre es cosa del que no te orienta bien, del que incumple su palabra o del que engaña con extrema deliberación. Cada uno de ellos siempre queda en el recuerdo con un check y la inscripción nuncajamás. En el caso de esta categoría, lo del clavo y otro clavo es cierto. Nunca el duelo fue tan corto ni la dicha tan efímera. Nunca, digo bien.
He sufrido últimamente varios desengaños como lector (vamos a llamarlos desengaños literarios). No voy a censarlos porque no procede señalar a los culpables. Uno nunca sabe si la falta es del autor, del editor o de todos aquellos que lo aúpan con reseñas y con listas al parnaso de su año. Al fin y al cabo, pobre autor, qué culpa tiene él de ser mediocre, sobre todo porque no lo esconde sino todo lo contrario, tiene las agallas de mostrarse así desnudo ante su audiencia.
Cada vez que sufro un desengaño de este tipo no me doy a la bebida. Un Negroni es bendición, dos son comunión con lo ordinario. Tras un desengaño literario -esta vez he soportado tres con tanta estoicidad o hartazgo contenido- siempre me refugio en el ensayo histórico o artístico, dos subgéneros que nunca fallan si uno elige bien en base a críticas, reseñas y a la gente seria, con rigor y que te quiere, esa que finalmente te evita la desgracia de caer de nuevo en otro desengaño de otro tipo. Y de ahí a los Negronis porque al cuarto desengaño ya eres más como el Ray Milland de Días sin huella que como el pequeño orangután con barba de The Hangover.
Esta vez la suerte fue que falleció Milan Kundera. Lo sentí y lloré por dentro porque amaba cada uno de sus libros, pero su deceso me reconcilió con la novela de manera fulminante, y eso en estos tiempos es cuestión de suerte. Kundera fue voz, espejo, almohada, mente, esfera y regocijo. Fue verdad y jazz, una lanza de vanguardia y un milagro de esos que acontecen muy de tanto en tanto, mucho más de lo que todos desearíamos. Kundera fue el azar y el gesto, una breve brizna de aire que sacude los cimientos, que te arrasa, que te empuja, te derrumba y te levanta. Qué complejo ser Kundera qué diría un poco Spike Jonze. Celebrar lo cotidiano y el azar, entroncarlo con el alma y el folclore de unos cuantos y que todo se convierta en algo eterno. La cosmogonía como eje y fundamento de la narrativa de un autor. O lo que es igual, destacar por eso mismo de lo que adolecen otros tantos. Universo, voz y emblema. Que una línea o dos nos conduzcan invariablemente a un nombre y apellido.
La utopía no corrige nunca nuestro instinto, pero logra que emprendamos un aprendizaje con destino. Por ahora, aspirar a ser Kundera es mucho más inverosímil que defender la implantación de una colonia en Marte. Al menos en determinados lugares que no incluyen Francia. Defender una tercera vía es imposible, impensable, calamitoso o anticomercial. Y es que nadie erigiría en paradigma a un tipo que lo mereció todo y no alcanzó siquiera un veinte por cien del reconocimiento que la humanidad le deberá a perpetuidad. Un oprobio no es que nunca recibiera el Nobel sino el hecho de que nadie publicase panegíricos absurdos días antes de que la Academia lo anunciase cada año en Estocolmo. Y eso, al fin y al cabo, constituye tanto un duro agravio, como otro (vectorial, en este caso) desengaño. Qué difícil ser Kundera.