Una sensación de fatiga nos invade a todas las personas, desde el cajero del super, a la dueña de un bar, pasando por la intensivista de un hospital o servidora diputada. La luz al final del túnel todavía parece muy pequeña. Y son días duros. Muy duros. Hay que decirlo sin ambages. Llevamos casi dos semanas viendo un goteo de muertos que roza el centenar diario en la Comunitat Valenciana. Los aplausos a nuestros servicios sanitarios quedan ya lejos. Y sus gritos de advertencia no han sido escuchados como aquel marzo, tampoco las muchas otras voces que desde noviembre llevamos proponiendo restricciones más acusadas para avanzarnos a la maldita Covid.
Pero lo peor de todo es que esa grandeza que exigimos a los empleados y empleadas de nuestra sanidad -agotadas, infectadas, sin posibilidad de relevo en las bolsas de trabajo- no está teniendo el eco que habría que tener en determinadas instancias gubernamentales. El gobierno central está paralizado. O así quiero verlo, porque lo contrario es pensar que está de acuerdo con que ya no se puede hacer más que sobrevivir al nuevo tsunami pandémico que sufrimos. Cuando las comunidades autónomas han querido avanzarse al virus adelantando el toque de queda, la respuesta ha sido un no inamovible y no razonado con argumentaciones faltas de convicción. Entre las sensaciones actuales me viene un tufillo a tacticismo con las elecciones de Cataluña de fondo, un presentimiento de que en algunos rincones del Estado se cree firmemente que evitar el confinamiento es evitar inflar el escudo social. Vuelve el debate salud o economía. Tan falso como antes. Qué fatiga.
La cogobernanza no significaba dejarnos tirados en el momento más dramático de toda la pandemia. Este palabro que se ha puesto tan de moda en los últimos tiempos es un concepto en el que se sobreentiende la bidireccionalidad y fomentar la corresponsabilidad, no el sálvese quien pueda. Cogobernanza es que si estás aplicando un cierre perimetral de tu autonomía que como mínimo el Ministerio de Interior te ponga un par de policías o guardias civiles en la estación del AVE, controles en nuestras autovías, por poner un ejemplo a pie de calle. Parece que el Gobierno central destile una desconfianza paternalista hacia los gobiernos autonómicos, como se vio este verano también en la negativa a que fueran las comunidades autónomas las que gestionaran el Ingreso Mínimo Vital. Mónica Oltra ya les advirtió de los problemas de solapamiento con otras ayudas podrían ocurrir y estos acabaron pasando.
No solo nos estamos jugando miles de vidas, sino también la credibilidad de nuestras instituciones. Necesitamos más coordinación y respuestas cimentadas en criterios técnicos que, al mismo tiempo, sean coherentes con los parámetros establecidos. Seriedad, rigurosidad y transparencia que eviten las improvisaciones y los posibles cálculos electorales que solo nos conducen a incrementar la gran brecha de desconfianza ya existente entre la política y la ciudadanía.
Demasiados días sin abrazar, sin besar, sin verle a alguien que aprecias la sonrisa. Demasiados planes aparcados, demasiados temores. Y demasiados caraduras saltándose también las normas: el que te fuma en la cara como si nada fuera con él, el que lleva mal puesta la mascarilla y te monta un cirio al instarle a colocársela bien… El listo o la lista que se vacuna sin que le toque.
No quiero acabar este artículo sin un atisbo de esperanza, que la hay, y mucha. Somos mayoría aquellas personas que estamos haciendo las cosas bien, las que respetamos las normas, las que seguimos los consejos. Sigamos así porque salva vidas. Ayudemos a los sanitarios desde nuestra pequeña burbuja. Se lo merecen.