VALÈNCIA. Durante los últimos días, los europeítos de bien hemos tenido la oportunidad de hacer un poco de expiación de conciencia y, de paso, dedicar unos cuantos lamentos a algo que no sea la vida COVID y la negociación de los presupuestos (que por cierto, no entiendo que el exministro Montoro no haya acudido a la SGAE para exigir derechos de autor por llevar tanto tiempo prorrogando los suyos). Y, oye siempre va bien poder salirse de vez en cuando de la monotonía en cuanto a desgracias se refiere. En este caso, la sesión de llantos de cocodrilo y crujir de dientes (pero poco, que el bruxismo es muy malo) ha llegado a cuenta del naufragio de una patera con 118 personas a bordo que estuvo horas a la deriva. En el accidente, una de las ocupantes perdió a su bebé en el mar, y el pequeño de seis meses, a pesar de ser encontrado por los rescatistas de Open Arms acabó falleciendo. Una tragedia brutal que nos ha permitido consternarnos en redes sociales y poder tuitear por enésima vez frases compungidas del tipo “Ay, qué horror”, “Qué pena tan enorme”, “Se me encoge el corazón, ¡dónde ha quedado la humanidad!” (emoticonos con carita de tristeza o enfado a elegir). Y luego ya seguir con nuestros asuntos rutinarios hasta el próximo accidente de una barca de plástico, los próximos cadáveres que acaben varados en nuestras playas o el próximo niño que perezca ahogado en esa fosa común que es el Mediterráneo.
Total, que en mitad de tanta ansiedad por si el coronavirus nos va a robar la Navidad, si podemos ir o no de bares o si se ha hecho correctamente el recuento electoral en Maricopa, está bien que se nos abran ventanas de oportunidad para demostrar en redes el estupor que sentimos ante el dolor ajeno, lo solidarios que somos y lo injusto que es este mundo que nos ha tocado vivir. Se ha convertido casi en una tradición para la ciudadanía occidental, como el Día de la Madre o la operación bikini: cada cierto tiempo llegan a nuestras pupilas fragmentos de alguna tragedia que mentalmente nos parece muy lejana y nos dedicamos a practicar una empatía Nescafé: soluble e instantánea. Pero se trata solamente de un espejismo. No nos engañemos. Esa fugaz indignación 2.0 no se traduce en nada que implique un mínimo cambio en las políticas fronterizas que se marca la UE o en la lamentable situación de campos como los de Moria o Samos.
Se da además circunstancia que esa anestesia generalizada respecto a la crisis de los refugiados se da, además, teniendo en el poder al Gobierno más social de la historia y el universo conocido, desde el brazo de Orión hasta la puerta de Tannhäuser. Un Ejecutivo lleno de sonrisas y buenas intenciones que, a la hora de la verdad, no ha tomado más que medidas tibias respecto a la supervivencia y el bienestar de miles de personas que huyen de la guerra. Ninguno estamos dispuestos a ser como Helena Maleno, que lleva años dedicándose a alertar de posibles accidentes en pateras que intentan cruzar el Estrecho de Gibraltar e incluso ha sido acusada por el Gobierno marroquí de tráfico de personas. Bueno, vale, es cierto, tuvimos hace un par de años un puñado de meses en los que sí estaba de moda preocuparse por quienes trataban de escapar de Siria y aquí y allí fueron surgiendo iniciativas altruistas, campañas de concienciación, recogida de fondos… pero como todas las modas pasajeras esta también fue cayendo en el olvido igual que las franquicias de cigarrillos electrónicos en el callejero de cualquier ciudad.
Una conocida marca de compresas (uhhh, una chica hablando de compresas, ya están las mujeres imponiendo su agenda y obligándonos a hablar de cuestiones menstruales) anuncia que por cada envase que compras de sus productos estás ayudando a financiar un minuto en investigación contra el cáncer de mama. Pues eso es básicamente lo que estamos dispuestos a entregar, 60 segundos de nuestro tiempo. Ya pasó en 2015 con Aylan Kurdi, el niño sirio de cinco años que apareció ahogado en la costa de Turquía. Una imagen terrible que iba a marcar un antes y un después en nuestra visión del drama de los refugiados, un punto de inflexión para esa Unión Europa del demonio que observaba entre el desprecio y la sospecha a quienes llegaban a sus fronteras con el objetivo de evitar ser torturados y masacrados. Con una meta tan básica como sobrevivir. Al final, nada de nada: unos cuantos días rasgándonos las vestiduras, decenas de viñetas y carteles de denuncia, muchas frases profundas y a otra cosa, mariposa. Jamás lo íbamos a olvidar, pero lo acabamos olvidando.
En un artículo publicado en La Marea a principios de mes, el fotoperiodista Javier Bauluz analizaba cómo en veinte años se había pasado de la indiferencia total hacia los migrantes al odio encarnado que despiertan en la extrema derecha. Una evolución que también nos va bien a los blanquitos progres, pues nos permite demostrar en público que no somos como esos malvados racistas, sino que en realidad estamos rebosantes de bondad. Siempre que esa bondad no implique renunciar a ningún mínimo privilegio de nuestra existencia, claro. Como dirían los padres beatniks de Ned Flanders en ese mítico capítulo de Los Simpson: “Hemos intentado hacer nada y ya no saber que hacer”.
La verdad es que ahí la covid nos está viniendo genial como excusa para no ver más allá de nuestras narices enmascarilladas. Es duro aceptar que nos dan igual millones de vidas humanas, mucho mejor poder fingir que no podemos concentrarnos en ellas porque tenemos nuestros propios problemas. En cualquier caso, amigas de buen corazón, nos vemos en Twitter cuando llegue el siguiente “Ay, qué desastre, qué pena más grande. ¿Es que nadie va a hacer nada por esa pobre gente?”.