Cualquier bipartidismo sería mejor a esto que tenemos, a un Parlamento semejante a una jaula de grillos en el que alcanzar un acuerdo es un milagro. Ante el bloqueo de la política nacional, uno extraña los tiempos en que el PSOE y el PP se repartían el pastel. Ahora hay más bocas que alimentar
Cuando en 1914 don José Ortega y Gasset, ante un público formado por catedráticos con pajarita y señoras esbeltas tocadas por pamelas, pronunció en el teatro de la Comedia de Madrid la célebre conferencia Vieja y nueva política, la Restauración era un edificio que se caía a pedazos.
Los protagonistas del régimen canovista habían muerto o fracasado en sus propósitos. Cánovas había sido asesinado en 1897 por el anarquista Angiolillo; Sagasta había dejado también este valle de lágrimas, en su caso de muerte natural, en 1903; Antonio Maura, varias veces jefe de Gobierno, había visto frustrada su “revolución desde arriba”; Canalejas siguió los tristes pasos de Cánovas en 1912, lo mismo que le sucedería a Eduardo Dato en 1921.
La Restauración se deshilachaba como una camisa vieja que no se adaptaba al cuerpo de la nación. Ortega, agudo observador de la realidad, concibió Vieja y nueva política como un alegato contra un régimen “fantasmagórico”, que descansaba en el turno pacífico de los dos partidos dinásticos, el conservador y el liberal, y en el caciquismo denunciado por Joaquín Costa. La Restauración, nacida de la Constitución de 1876, era un sistema liberal pero no democrático. Había alejado a los militares del poder y había traído cierta prosperidad al país.
Como otros intelectuales de la generación del 14, que tomaban Europa como modelo, Ortega creía que España tenía solución con un cambio de régimen. Lo que llegó, años después, fue la dictadura de Primo de Rivera, aplaudida al principio por el filósofo en las páginas de su diario El Sol.
Ortega denunció, con acierto y precisión, los defectos y los vicios de la Restauración, si bien un hombre tan inteligente como él no se dio cuenta de que lo mejor es enemigo de lo bueno. En un país como España, de tan escasa cultura democrática (de tan escasa cultura en general), no cabe hacerse demasiadas ilusiones con la gente. Hay que ser posibilista, pragmático, obscenamente realista y aceptar que a un pueblo como el español le corresponde la medianía de un régimen de modestas aspiraciones que garantice un mínimo de bienestar y de orden, y poco más.
Pero siempre llegarán las generaciones jóvenes a pedir la luna, a asaltar los cielos, impulsadas por sus estúpidos y torpes idealismos, y malograrán así los triunfos alcanzados, por modestos que estos fueran.
Lamentablemente hoy no tenemos un Ortega que haga de notario del declive de nuestra segunda Restauración. Nos hemos de conformar con un Savater o un Azúa, que no es poco. Como en 1914, en los últimos años también se ha hablado de la pugna entre la vieja y la nueva política. La vieja estaría representada por el bipartidismo (PSOE y PP) y la nueva por formaciones como Podemos y Ciudadanos, a las que luego se sumaron los jabalíes de Vox.
El nacimiento de Podemos y la consolidación de Ciudadanos como fuerza nacional fueron consecuencia del 15-M, un episodio cuya importancia histórica ha sido sobrevalorada. De aquella indignación de universitarios desocupados no ha quedado nada. Aquella chiquillada, que coincidió con hermosas puestas de sol en las tardes de una primavera inocente, la hemos olvidado. Sí; el 15-M fue fuego de paja.
El 15-M fue un episodio cuya importancia histórica ha sido sobrevalorada. De aquella indignación de universitarios desocupados no ha quedado nada
Sin embargo, maldita fue la hora en la que algunos le dieron carta de naturaleza al espíritu de aquel 15-M y a sus principales portavoces, el comunista Iglesias y el niño Albert. Desde entonces la política española se ha fragmentado haciéndose ingobernable. Elecciones hubo en 2015, 2016 y 2019; elecciones que arrojaron unas mayorías anémicas y alumbraron gobiernos débiles y enfermos que han sido incapaces de adoptar las necesarias reformas para el país.
Vistas así las cosas, uno dirige la mirada al pasado, al añorado bipartidismo de socialdemócratas y conservadores, injustamente criticado a lo largo de esta década perdida.
Cuando observas el desastre institucional que padecemos; cuando compruebas que estamos en manos de niñatos consentidos que transforman sus rabietas en acción política; cuando no se atisba ningún remedio para la patología española; extrañas, ¡vaya si extrañas!, las trifulcas de Felipe con el adusto Aznar, y darías un año de tu vida por revivir las filesas y los gales, la huelga general de 1988, la movida madrileña, los pecadillos de Naseiro, los dulces chantajes del enano Pujol, la arruga de Adolfo Domínguez, el referéndum de la OTAN que al final ganamos, los Juegos de Barcelona, la Expo de Sevilla, las hombreras, el primer Almodóvar y tantas cosas más. Entonces, los políticos, igual de corruptos que ahora, conocían al menos los límites de la realidad.
Si don José Ortega y Gasset viviera hoy, renegaría de la nueva política. Se conformaría con un régimen para ir tirando, de vuelo gallináceo y sin sobresaltos, un régimen gris en que los políticos renunciasen a gobernar con ocurrencias y se limitasen a continuar la historia cruel y hermosa de España teniendo como principales virtudes las del sacrificio, la mesura y la honradez.
La formación del nuevo gobierno llegará en unos días, pero la investidura que acabamos de vivir es alarmante no solo por la fragilidad sino por los apoyos recibidos, los discursos que pronunciaron los independentistas y la falsedad tan palmaria del nuevo presidente