Quiénes somos nosotros es una pregunta extremadamente difícil de responder. Todos nos sentimos parte de algún grupo, a algunos creemos que pertenecemos por nacimiento y otros pensamos que los hemos elegido. Ser de una familia, un grupo de amigos, una ciudad o un país es algo más que un atributo que nos defina, pero puede servir para eso. Como también ha servido y sirve demasiadas veces para definir a quienes no consideramos de los nuestros. Y esto tiene muchas implicaciones.
La primera sería que, aunque sea un atributo cuestionable, es humano priorizar a quienes están en ese nosotros frente a quienes consideramos lejos. Esto no implica desearle ningún mal al otro, pero establece un escalón que nos separa. Y por eso, aquellos que sí desean perjudicar a un colectivo, lo primero que harán es expulsarlo de la definición de ese nosotros. Porque la empatía es la capacidad de identificación con algo o alguien y compartir sus sentimientos. Y por eso es más fácil demostrar empatía cuanto más sencillo es esa identificación. O a la inversa para tratar a alguien de forma desigual, especialmente para tener quienes te apoyen y aplaudan, necesitas que esas personas piensen que el otro no es igual que uno mismo. Negar la posibilidad de identificarse con él. De lo contrario, aunque solo fuera por el motivo egoísta de que ellos podrían ser los siguientes, sería difícil convencerles de que es una buena idea.
El nosotros puede ser un arma. Y lo es, por ignorancia o mala fe, cuando tras el asesinato de un sacristán en Algeciras se producen estas declaraciones: "Y, sin embargo, nosotros, desde hace muchos siglos, no verá usted a un católico o a un cristiano matar en nombre de su religión y sus creencias. Y hay otros pueblos que tienen algunos ciudadanos que sí lo hacen".
No vale la pena refutar el argumento del señor Feijóo recordando los múltiples casos en los que considera los suyos han matado en nombre de su religión o creencias. Desde los Balcanes a Utoya, sobran tristemente los ejemplos. Sería fácil responderle que precisamente ese maldito nosotros y ellos es lo que subyace en las razones del asesino y que sin esa división absurda no habría encontrado razón para la violencia. O, confrontarlo con las declaraciones hechas por representantes de la iglesia católica dejándolo en evidencia. Pero lo que es mínimamente exigible es que una persona que se presenta a dirigir un país entendiera que no existen los Estados, ni tan siquiera las naciones homogéneas. Que, si sus coordenadas morales se miden en fronteras, en España hay católicos y personas que profesan otras religiones, entre ellas la musulmana que según las estadísticas son más de dos millones. Incluso estamos los que no tenemos ninguna en un porcentaje cada vez más numeroso. Y para todas hay que tener un proyecto político, o mejor aún hay que tener un proyecto político en el que hagamos porque esas diferencias no sean mínimamente relevantes.
Por eso sería muy significativo que hubiera hecho esas declaraciones de una forma fría y calculada por querer aglutinar un puñado de votos de radicales. También lo sería que no fuera una declaración calculada, que se hubiera producido simplemente porque en su fuero interno comparte las mismas divisiones del nosotros y ellos que esos radicales. Esa idea del occidente definido por la catolicidad, cuando precisamente uno de los triunfos del liberalismo consistió en acabar con esa identificación. Sea como fuera, en 1984 -el libro, no el año- hay un fragmento que recogería esta duda.
"Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica".
La relación del Partido Popular con la ultraderecha está en ese mundo del ‘doblepensar’. Pero yo ya no sé si el problema de Feijóo es que vive en ese mundo o en un territorio en el que no se piensa. En cualquier caso, del estadista moderado que bajaba de Galicia no queda ni el estadista, ni el moderado. Una caricatura.