El mostrador es desolador. Apenas quedan dos pedazos de embutido, un queso manchego, unas ristras de morcillas y un trozo de la Ramoneta, la afamada sobrasada que elaboraba Ramón del Baño en la carnicería que ha tenido durante los últimos 42 años en la calle Mestre Aguilar, al lado del Mercado de Ruzafa. Ramón está de retirada. Solo le faltaban unos meses para la jubilación, pero esta se ha adelantado porque el propietario del inmueble le echa. La carnicería, sin más nombre que eso, unas letras rojas donde pone carnicería, está en una de las manzanas que piensa derribar el Ayuntamiento para construir varios edificios modernos en la zona más degradada del barrio. Un par de solares escondidos por culpa de la caprichosa organización de las calles. Terreno fértil para el menudeo de los camellos del barrio.
Ramón aún lleva el delantal puesto porque quiere acabar de repartir el producto que le queda de un negocio que inauguraron sus padres hace 77 años. El carnicero anda algo melancólico por la inminencia del final y porque cada dos por tres asoma alguna cabeza por la puerta para despedirse de él y darle las gracias por tantos años de servicio. Si hasta el párroco de san Valero le dedicó unas palabras en la homilía del domingo.
El negocio ya no es lo que era. Nada que ver con los tiempos en los que servía a la cadena de hamburgueserías Foster’s Hollywood. Treinta años en los que se forró y le dieron hasta para comprarse, entre otros caprichos, un Porsche 911 Carrera S (ahora vale 170.000 euros). Eso era antes de que el turismo lo contaminara casi todo en Ruzafa. “Los supermercados nos han hecho mucho daño”. Al calor de los turistas han ido florecido este tipo de negocios y han ido cerrando, uno detrás de otro, los pequeños comercios de toda la vida. Ya solo quedan tres panaderías y una carnicería rodeadas de alquileres de bicicletas, ropa vieja a la que llaman ‘vintage’ y café a cinco euros. Bienvenidos a Ruzafa.
Suena el teléfono. Ramón y su interlocutor hablan sobre una entrega. Luego cuelga y pone cara de resignación, como de que no le dejan irse en paz. Entonces le pega un tajo a la Ramoneta, una hecha con sobrasada picante. “Llevo 40 años haciéndola, pero me sale muy buena desde hace relativamente poco porque he ido haciendo pruebas hasta dar con el punto exacto. Uso especias de la Pilarica, que son de mucha calidad”.
Son sus últimos cortes. El 1 de febrero le obligan a abandonar el local que durante 42 años ha considerado su casa. Más aún: sus padres abrieron el negocio en 1947. Los Del Baño son una saga de carniceros que ha llegado a la tercera generación. Los primeros fueron los abuelos, que tenían la carnicería en la avenida del Puerto, 182, enfrente del canódromo. Sus tres hijos siguieron con el negocio. Uno se mantuvo allí, una hermana se fue al Cabanyal y el padre de Ramón, tocayo, se quedó una carnicería que ya existía en esa calle de entrada a Ruzafa. Un negocio más antiguo, incluso, que el edificio del mercado, de 1957.
Allí, en lo que ahora es la trastienda de Ramón, había un matadero. “Aquí se ha vendido lo que no te puedes ni imaginar”, presume antes de meterse dentro para sacar un sobre lleno de fotografías en blanco y negro en las que se ve la carnicería llena de pollos colgados en un lateral y repleta de clientes. En una esquina sale un gancho blanco que todavía, medio siglo después, sigue unido a la pared en el mismo sitio. Tanto vendían, que sus padres tenían once empleados. “No había supermercados y esto era la bomba. Un sábado podían llegar a vender 200 pollos, 60 o 70 conejos, 100 gallinas… Y todo era barato. Mi madre, Amparo, que murió con 95 años, recordaba que los huevos costaban una peseta y solo a docenas ganaban mil pesetas. Había días que la pobre decía: Virgencita, que no entre más gente, por favor”.
Ninguno de sus dos hijos ha querido saber nada de la carnicería. Ni se lo plantearon. Además ya dejó de ser el negocio boyante de los tiempos de sus padres o el de las hamburgueserías. “En noviembre y diciembre ganas dinero, pero luego caes en picado. Ahora, además, todo es mucho más caro: cuota de autónomo, alquiler, luz, agua, módulos…”. Es curioso que cuando Ramón critica algo, baja el tono. La costumbre del cuchicheo para que nadie escuchara algo que pudiera dejarle con un cliente menos. Ya no tiene nada que perder, pues nada queda, pero son 40 años de hábitos. “Me da pena cerrar”, confiesa. Él tenía asumido irse, pero dentro de unos meses. Hasta que le llegó un burofax frío como un muerto que le ordenaba dejar la planta baja el 31 de enero. Sin palabras ni un apretón de manos. “Me tiraban de mi casa”, se lamenta.
Este hombre de 64 años intenta quitarle peso al cambio que va a experimentar. Habla de disfrutar de su nieta, de cuidarse las rodillas, hechas polvo después de tantos años de pie. Pero se nota que le duele dejar lo que ha sido su vida de lunes a sábado a mediodía. “Y muchos domingos cogía una furgoneta pequeña que tenía para cargar 700 kilos, le metía 1.200 y me iba a repartir. Mi vida ha sido esto”.
De repente suenan dos golpes, por fuera, en la persiana. Ramón sonríe. “Ese es Candelita, el de la esquina”. Dos segundos después aparece por la puerta. “Candelita, mariquita”, le suelta el carnicero. Y el hombre le responde: “Ramón, cabrón”.
Ramón hizo la mili en Burgos. De allí volvió con el pelo muy corto, 22 años y muchas ganas de tomarse la vida en serio. Sus padres le enseñaron el oficio y empezó a trabajar. A los 27 ya se había casado. Han pasado 42 años desde que regresó con el petate, pero tiene muy clara cuál debe ser la mejor virtud de un carnicero. “Lo más importante es ser honesto. O intentarlo. La carne a veces sale mejor o peor, pero yo he intentado ser honesto”. El oficio ha cambiado mucho en cuatro décadas. “Antes la gente era muy delicada con la comida y le gustaba que todo estuviera recién matado, sangrando. Ahora, en cambio, quieren carnes con cien días de maduración… La gente se ha hecho cómoda. Quieren que todo esté más cortado, más arregladito. Ya no se guisa tanto como antes, aunque las últimas Navidades han sido muy de cocido”.
Ahora entra el abogado. Abre una carpeta y le da algunas consignas. A su espalda hay una madera por la que mete los cuchillos que se afila él con una máquina que se compró hace tiempo. Hay uno para cada tipo de corte. Un bistecero, más largos, más cortos, uno muy ancho, para que pese más y poder partir costillas o los huesos del pollo, los descarnadores, el del queso… Una señora mayor le saluda desde la puerta. “Solo quería decirle que la garreta que me puso el otro día para el cocido estaba buenísima. Y quiero decirle que espero que le vaya muy bien”.
Ramón conoce a casi todos sus clientes. “Es más, tengo el número de teléfono de muchos de ellos. Hay un trato muy cercano y muy personal. Algunos son incluso amigos. Conozco sus manías, los días que llegan de buen humor y los que llegan con el morro torcido. Ellos también sabían detectar mis días buenos y mis días malos”. Ahora es tiempo de despedidas. Desde que bajó la persiana grande y deja entreabierta la pequeña, no paran de irrumpir clientes que quieren despedirse y dedicarle unas pocas palabras de agradecimiento. “Yo les escucho y se me hace un nudo en la garganta. Me cuesta dejarlo”.
Pero no hay prórroga posible. A Ramón no le queda otra que pensar en qué ocupar ahora su tiempo. “Me gusta la música, pero más que la música, los aparatos de alta fidelidad, HiFi. Tengo cosas serias”. Para demostrarlo, señala hacia una esquina, donde reposan los dos altavoces de un metro de alto que tenía dentro para distraerse mientras trabajaba”. Pero lo que realmente le apasionan son las motos. A los 10 años tuvo la primera, una Montesa Scorpion, de 49 cc. También tuvo una Suzuki Burgman, una escúter de 650 cc. La vendió el año pasado y se compró una Honda. También pilota una Suzuki Hayabusa, “una burrada”, un rayo capaz de ponerse a 350 km/h en 6,46 segundos y 400 metros. “La moto más rápida del mundo. Ya no es para mí. Es muy deportiva. Está limitada a 300 km/h. Y tengo también, que se la compré a mi hijo, una Kawasaki Z800, una ‘naked’, una moto desnuda”.
No lo cuenta, pero en el barrio también se le ha visto con el Porsche Carrera. También tiene un BMW M3. Ramón, sin que nadie le pida una explicación, se justifica recordando los 30 años trabajando para los Foster’s. “Gané mucho dinero con eso, pero eso ya se acabó”. Cuarenta y dos años después de trabajar como carnicero, Ruzafa es otro barrio. Ya no están, por supuesto, los comercios que había en 1982. Ni la pastelería Puchades, ni el molino, ni la fuente. De nada valen ya, tampoco, las estampitas de san Pancracio que puso su madre señalando hacia dentro de la tienda, como mandan los cánones. Amparo, su madre, pegó también a la pared la fotografía de la cabeza de un gallo que su hijo no ha quitado nunca. Es un recuerdo.
Otra mujer llama a la puerta. Se asoma muy sonriente y le pregunta a Ramón: “¿Qué tal? ¿Estás contento?”.