Ramón Torres, uno de los inspiradores de la película 'Campeones' de Javier Fesser, vive en un piso tutelado en València. Fue una víctima del sonado fraude de Sídney 2000, donde España ganó la medalla de oro con un equipo en el que había diez jugadores sin discapacidad. «Aún no he superado ese golpe», asegura
VALÈNCIA.- Ramón Torres parece que lleve zapatos de payaso. Mide 1,90 y da la sensación de que le cueste un mundo mover esas Adidas de la talla 52. Así que, más que caminar, parece que avance con esquís por la acera. Sale sonriente de una casa muy modesta que hay en el corazón de Canyamelar. Una insulsa vivienda de una altura en la que desentona un balcón digno de Julieta. Al lado hay un solar olvidado donde crece una higuera sin higos. Bajo el balcón pasa un espantoso manojo de cables negros que nadie se ha preocupado en ocultar. No es un lugar para el lucimiento ni para que nadie se declare mirando hacia arriba. Aquello es un piso tutelado por Novaedat para darle un hogar a cinco chavales con trastornos mentales.
Ramón tiene una discapacidad leve. Aunque ahora, en los tiempos de la extrema corrección, lo oportuno es decir con capacidades diferentes. Pero él se entiende mejor diciendo que tiene discapacidad y así se expresa. Además de esos zapatones, viste una camiseta de Stranger Things y lleva un balón de baloncesto bajo el brazo. Para hacerse las fotos y para abrazarlo como quien estruja un peluche. Así ha sido siempre. Desde que su padre le regaló un Spalding de piel que él utilizaba como almohada cuando no lo estaba destrozando en canchas mucho menos nobles que esa pelota.
Y además de todas esas cosas, lleva tatuajes. Muchos. Porque a Ramón le gusta mucho el baloncesto y los tatoos. Los piratas navegan en el brazo derecho. En el izquierdo está el recuerdo a sus padres: Juan y Josefa. La familia es muy importante para él. Por eso lleva la familia, en el cuello, pero con caracteres chinos. Y dibujos japoneses en la espalda. Y un búho en el pecho. Y una pitbull en el gemelo. Y en los dedos de la mano derecha, salvo el pulgar, dead [muerto]. «Porque me fascina la muerte y qué va a pasar después», se justifica.
Solo queda virgen la pierna derecha. Ahí no hay tinta. Esa extremidad da problemas con varias hernias, y mejor dejarla intacta por si los médicos tienen que meter mano ahí. Ramón ha sufrido muchos problemas físicos y no ayudó que tuviera sobrepeso. Pero ahora está a dieta: se ha propuesto adelgazar mucho, y ya se le nota, para así poder volver a jugar al baloncesto el año que viene. Es su obsesión. Porque Ramón es, por encima de todo, jugador de baloncesto. Y muy bueno. Ganó un montón de campeonatos de España con el Aderes —el equipo que inspiró la película Campeones de Javier Fesser—, se llevó títulos europeos y hasta un oro olímpico. Pero eso es terreno pantanoso...
Él nació hace 47 años en Inglaterra, en Weymouth Dorset, una ciudad asomada al canal de la Mancha. Su madre era de Granada y su padre valenciano. Se mudaron allí en busca de una vida más desahogada y abrieron un bar de comida española: Los Panchos, que se hizo muy popular. Hasta que, con trece años, sus tres hermanas mayores se quedaron allí con su padre y él se mudó a València con su madre. No guarda un buen recuerdo de Weymouth Dorset, donde sufrió el acoso de otros niños en el colegio. No se lo pusieron fácil durante la infancia. «No era muy bueno estar allí. Y encima vivíamos en el barrio portuario, donde todo era más rudo. Aquello me endureció. Y mis hermanas, más todavía...».
Él nunca se sintió raro; solo especial. Pero no le gustaba la reacción que generaba en algunos. «Te miman más que a otras personas y de pequeño me dejaban hacer lo que quería, por aquello de ''¡ay!, pobrecito''. Hasta que mi madre se plantó y me obligó a hacer de todo. A partir de entonces empecé a llevar una vida normal». Nunca le gustó la compasión y siempre tuvo la percepción de que le cogían por lástima o porque quien le contrataba para trabajar recibía una ayuda. «Hasta que un día mi jefe me dejó claro que había muy pocos que trabajaran como yo. Me dijo: ''Yo no sé qué te pasa, pero el trabajo lo haces de sobra''. Y entonces ya me calmé».
Los años le han dado ese poso de madurez para ver las cosas con perspectiva. «No todo el mundo anda igual ni habla igual. Así que es un cambio de pensamiento. Todos no somos iguales. Y en mis capacidades yo no me siento diferente a los demás»
Al lado de Ramón está Chimo Miró. Es su tutor y se le nota que habla con orgullo de su pupilo. «Él tiene un desarrollo moral muy importante. Posee unos valores y una capacidad de adaptación que una persona catalogada como ‘normal’ no tiene», señala. Al campeón del deporte lo ‘usa’ para tener controlados a los otros cuatro inquilinos del piso tutelado.
En València recaló en el colegio Virgen de la Esperanza, un centro de educación especial. Pero no tardó en ponerse a trabajar porque su madre, que vivía de limpiar casas, «tenía que meter más dinero en la caja». Se salió de la escuela con dieciséis años, pero mantuvo ciertas inquietudes que le llevaron a hacer varios cursillos que, con el tiempo, le fueron muy valiosos para encontrar un empleo. Empezó pintando en la empresa de un amigo, luego lo pusieron a doblar bayetas, luego pasó a un taller de mecánica… Eran los tiempos en los que le aburrían los libros. «Odiaba leer pero, mira, ahora devoro las novelas de Stephen King». Y ahí anda, enfrascado en la saga de La Torre Oscura.
Aquel chaval tenía sobrepeso y problemas de columna, y por eso hacía unos ejercicios para fortalecer las piernas y la espalda. Querían sentarlo en una silla de ruedas. Para que no molestara. «Pero mi madre se negó. Y yo en Inglaterra hacía de todo: natación, rugby, atletismo… Luego, aquí, seguí haciendo de todo y empecé a correr. Salía desde el Palau y me iba corriendo, con la mochila a la espalda, hasta Burjassot. Luego, gimnasio o piscina. Y a trabajar. Me esforzaba mucho».
El baloncesto entró en su vida a los quince años. Los entrenadores lo veían y alucinaban. «Tenía velocidad, tiro, recursos, hacía giros… Empecé en el Ande Valencia hace mogollón, y luego me fui al Aderes y a otro de Burjassot de normales. Ahí Palanca, mi entrenador, me enseñó mucho. Yo era un cuatro pero me metieron de cinco, aunque entonces era un poco delgado. Así que tenía la visión de un cuatro y el carácter de un cinco, y eso le moló mucho a la gente. Muchos me querían fichar. De hecho, me llamaron de la selección sub 21, de los normalizados, que estaban todos estos de los juniors de oro, pero yo pensaba que era broma. Y también hice las pruebas en el Pamesa, pero solo querían a gente que midiera más de dos metros». Ramón destacaba por encima del resto. Y en 1992, con solo dieciocho años, jugó lo que entonces era la competición equiparable a los Juegos Paralímpicos y ganó. Luego vendrían dos Mundiales y dos Europeos. Ramón era el capitán. Y la estrella. Además de trece títulos seguidos con el Aderes.
«Todo el mundo no anda igual ni habla igual. Todos no somos iguales. y en mis capacidades yo no me siento diferente a los demás»
Hasta que llegó el año 2000. «Ese año decidieron unificarlo todo en los Juegos Paralímpicos de Sídney. Me hizo mucha ilusión ir porque fui a ver cosas que nunca había visto, como la villa olímpica con todos los deportistas. O la oportunidad única de llevar la antorcha por dos calles de la villa. Yo alucinaba», recuerda.
Pero Fernando Martín Vicente, presidente de la Federación Española de Deportes para Discapacitados Intelectuales (FEDDI), tenía otros planes y urdió una de las trampas más deshonrosas de la historia del deporte español, con una selección en la que estaban Ramón Torres, otro jugador con discapacidad y diez más con un cociente intelectual por encima del límite. España ganó, se colgó la medalla de oro y logró una repercusión inaudita. Pero a la vuelta, Carlos Ribagorda, un periodista que se había infiltrado en el equipo, destapó la mentira en la revista Gigantes del basket. El escándalo fue letal para esta categoría y los deportistas con discapacidad intelectual no volvieron a participar en los Juegos Paralímpicos hasta Londres 2012.
El golpe fue durísimo para Ramón Torres. Devolver la medalla fue como meter la mano en el pecho y arrancarse el corazón de cuajo. Veinte años después, aún le duele. No le gusta hablar de ello. Detesta asomarse otra vez a ese pozo oscuro. «El dolor aún es bastante fuerte. Crees que la vida es de una forma y después descubres que hay personas que solo quieren llenarse el bolsillo y hacer daño a los demás. No son conscientes del daño que hicieron al deporte español. Porque aquello supuso dar un paso atrás, que nos volvieran a llamar subnormales, que se rieran de ti. A mí comenzaron a insultarme porque se pensaban que yo era uno más de los farsantes. El dolor y la vergüenza no se van. Eso lo llevo ya para toda mi vida. ¿Cómo le explicas a un niño como tú que debe jugar al baloncesto? ¿Cómo le enseñas unos valores?», se pregunta.
Los valores han sido la brújula de Ramón en estos 47 años. «Son muy importantes; son el principio del ser humano. Y yo sigo esperando, veinte años después, que alguien me llame y me diga que lo siente. Nadie me ha dicho nada nunca. Ninguno de aquellos. Nunca. Yo tenía una beca olímpica, era un deportista de élite, y se lo cargaron todo. Yo aún no he superado ese golpe».
El día que le comunicaron que tenía que devolver la medalla, se hundió. Hasta entonces, él sentía que los demás habían hecho trampas pero que él se había ganado, por su talento y su esfuerzo, ese oro. Pero perder la medalla fue como perder la vida y la honra de golpe. «No podía salir de mi casa. Estuve encerrado hasta que entendí que eso solo era un trozo de hierro, que mi éxito estaba por encima de eso. Yo he estado en sitios que no ha estado nadie gracias al baloncesto, y eso no me lo quita nadie. Las 178 medallas que tengo solo son hierros y, de hecho, están en casa de un amigo. Antes sí eran importantes para mí, pero ahora ya no».
En tres meses ni pisó la calle. Pero un día decidió salir a comprar el pan. Nada, ir y volver. Al lado del horno había una cancha de baloncesto y vio que había un niño jugando. Se acercó a contemplarlo. En ese momento entendió que no podía seguir así. Y cada noche se acostaba pensando en la pelota. Hasta que un día, harto, se levantó y volvió al Aderes.
Al principio solo estaba en la cancha. Sin más. Luego se puso a botar el balón y a jugar con él. Lo lanzaba con efecto para que botara y volviera a sus manos. Luego hizo un tiro a canasta. Y luego otro. Y otro más. Hasta que acabó volviendo a jugar. Pero Ramón ya no era el mismo. Era otra persona, otro jugador. «Tenía tanta mala leche dentro que la saqué en la pista. Se pensaban que llegaba muerto y se encontraron a un jugador salvaje. Metía 25 puntos por partido. Estaba desatado».
Su familia le ayudó a salir adelante. A él no le hizo falta pedir ayuda, ni verbalizar su rabia. «Cuando estoy enfadado, no hablo. No me salen las palabras. Se me ve en la expresión». Su rostro contaba todo lo que pasaba por dentro. Y tiraron de él para sacarlo de las tinieblas. Todo para que el lado oscuro no se lo tragara.
El baloncesto volvió a ser el cauce ideal para él. «Ahí encuentro mi sitio para expresarme y mostrarme como soy. Porque en el deporte es donde me doy cuenta de que no soy diferente a los demás. El deporte es para desahogarte y mostrarte a ti como persona. El deporte nos iguala a todos. Aprendes a relacionarte y a comunicarte».
Los problemas físicos comenzaron a asomar por su cuerpo. Hernias, dolores, lesiones… Hasta que, en 2018, fue a disputar un Campeonato de España y acabó ingresado en un hospital. «Antes tenía el cuerpo raro y era que me estaba avisando de que tenía que parar. Comía mal, no me cuidaba. Me mareaba, pero seguía jugando. Hasta que pasó esto. Ahora me cuido y me voy a operar de las hernias. Así es complicado hasta andar».
Aunque de vez en cuando vaya a verle la familia. Ya no están sus padres. Lo explica haciendo un mohín de tristeza
No contempla dejar el baloncesto. «Siempre va a estar ahí», suelta, encorvado alrededor del balón en la silla de una cafetería del barrio. Ahora está de baja en el trabajo, en Dr. Schneider, una empresa de Picassent que sirve a la Ford. Chimo Miró le ha pedido la invalidez para que pueda cobrar una pensión porque estar todo el día en una cadena de montaje haciendo interiores para los vehículos es muy pesado para alguien con sus dolores. Aunque él necesita una ocupación. «Yo quiero trabajar. Si me dan una pensión y me puedo dedicar a lo que me gusta, lo veo. Si no, prefiero seguir trabajando. Yo no soy de estar parado sin hacer nada. Solo acepto si es para jugar al basket. Si es para dar paseos, ya daré paseos cuando tenga setenta años...».
Luego se levanta y, poco a poco, con ese andar pesaroso, regresa a la casa. Allí se reencuentra con las educadoras Laura, Lucía, Isa y Jose. «Hacen un trabajo impresionante y nos ayudan mucho», reconoce. Luego están sus cuatro compañeros. Ramón intenta que no se desvíen. Del mismo modo que Chimo ha aprendido a tranquilizarle a él. Cuando puedan confiar, lo ideal es que acabe viviendo por su cuenta, independiente. Aunque de vez en cuando vaya a verle la familia. Ya no están sus padres. Lo explica haciendo un mohín de tristeza y contándolo con ese curioso acento inglés que, pese a los años, no ha perdido. Le quedan sus tres hermanas. Rosy está muy pendiente de él. Juani, que siempre le atosiga con besos y abrazos, vive en Santiago de Compostela. Y con la tercera perdió el contacto.
Ramón no quiere ampliar la familia. «No me gustaría. Me da miedo que mis hijos pudieran salir como yo. Creo que podría ser un gran padre, pero hay que estar muy preparado para cuidar a niños con problemas». Y conviene no olvidar, como cuenta Rosy en el documental King Ray (Sergio Romero Castaño, 2019) dedicado a él, que Ramón tiene un cuerpo de hombre en el que está encerrado un niño.
* Lea el artículo completo en el número de septiembre de la revista Plaza