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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Recordando a Paco Sellés

15/03/2020 - 

VALÈNCIA. Primero llegó el temporal. La mayoría de las dunas las playas de La Garrofera y Casal d’Esplai fueron prácticamente borradas del mapa; en su lugar, residuos de todo tipo se esparcían mucho más allá de la orilla. Le mandé a Paco las fotos de la devastación. Ambos nos preguntamos si, antes de que el calor hiciera acto de presencia, sería posible que aquellos parajes se parecieran a lo que habían sido. No dio tiempo a preguntarse mucho más porque otra tempestad tuvo lugar a continuación. Una tormenta silenciosa y fuminante se desencadenó en el organismo de Paco, y arrasó con él. Paco Sellés era, como escribió su compañero de El Temps Víctor Macedamolt més que un savi de lletra. Era un editor meticuloso y exigente, un conversador culto investido de la autoridad que le confería ser un ávido lector, un tipo con un adorable sentido del humor y, además, era mi amigo. De su nutrido círculo de amistades, yo debía ser la incorporación más reciente, y supongo que también la más exótica. En su funeral se dijo que Paco abarcaba muchos mundos, y así era. El mundo de la cultura pop fue el territorio donde empezamos a reconocernos como almas afines. Con todo y con eso, yo conocí a Paco a finales de 2016, pidiéndole que le echara un vistazo al manuscrito de la que finalmente sería mi primera novela. La pasada primavera le pregunté si podía convertirlo en un personaje de la segunda, precisamente por eso, porque la escritura y la literatura fueron la semilla de nuestra amistad. Mi propuesta le pilló desprevenido, ya que vivía muy confortablemente refugiado en un buscado segundo plano. Contestó riéndose un poco, ay Rafael, Rafael, a continuación me dio su beneplácito. A partir de ahí conté con él para refinar y pulir lo que podríamos llamar sus intervenciones. Me entristece mucho saber que ya no podrá leer el texto completo, pero sobre todo me entristece que ya no pueda seguir disfrutando de la vida, ni de sus amigos, ni de sus compañeros de trabajo que eran como otra familia, ni de los buenos momentos con Salva, que también fue una amistad nueva y exótica, con la que compartió muchas cosas. Ahora todos ellos le lloran, todo le lloramos. Ahora tenemos que asumir el día a día sin Paco.

Paco y yo hablábamos mucho. A menudo lo hacíamos sobre artistas y acontecimientos que tuvieron lugar en los años sesenta y setenta. Asuntos que yo conozco de segunda mano y que él vivió plenamente en su momento porque era ocho años mayor que yo. Estrenos de películas. Publicaciones de libros. La llegada de discos que marcaron primero su vida, y después la mía. Paco me explicaba lo que supuso para él escuchar Transformer y los discos glam de Bowie, que en aquellos tristes años setenta eran un shock liberador y necesario. Y a mí me fascinaba que muchas de esas epifanías hubiesen tenido lugar en el mismo terreno geográfico -las calles de la Ciutat Vella de València- en el que yo había pasado los mejores momentos de mi infancia. Lo recuerdo contándome su fascinación por Anita Pallenberg uno o dos días después de que esta falleciera. La Pallenberg, la Faithfull, Jagger y Richards. Nico también lo tenía subyugado. Yo le contaba historias, anécdotas y teorías sobre ella y otros personajes de esa estirpe mítica, con toda mi verborrea y vehemencia, dispuesto a aportar nuevas perspectivas sobre ciertos viejos asuntos. Cómo nos gustaban a Paco y a mí Nueva York y sus artistas. Debatíamos sobre Patti Smith y, sobre todo, yo le escuchaba disertar sobre Dylan y sus letras. Hace unos días vi el documental de Scorsese sobre la Rolling Thunder Revue. “No te lo pierdas, Rafael, que además sale la Patti de joveneta, ya verás”. Lo vi echando de menos a Paco, sabiendo que ya no podría llamarle para comentar los pros y los contras -yo respeto mucho a Dylan y tiene cosas que me encantan, pero en algunos momentos se me hace bola- y reírnos un rato sacándole punta al más ridículo de los detalles. Paco y yo nos reíamos mucho. En cuanto llegaba el buen tiempo, El Saler se convertía en el escenario de nuestras citas. Él se lamentaba de haber descubierto tarde la quietud y soledad de sus playas, y por eso mismo no quería dejar de frecuentarlas. A veces, al final de alguno de mis paseos solitarios, conmovido por la estampa que los colores del cielo dibujaban sobre la arena y el agua, tomaba algunas fotos que después le enviaba. Algunas de ellas terminaban ilustrando sus perfiles de Whatsapp o Facebook, un canal este último tan proclive a los narcisismos que no vienen a cuento y a la endogamia contagiosa que terminó por aburrirle hasta el punto de abandonarlo para siempre.

Quienes lo conocían alababan lo buen conversador que era. Nosotros nos enviábamos notas de voz y mensajes de wasap, pero sobre todo hablábamos por teléfono. Conversaciones largas como las que solía mantener Warhol, charlas a la vieja usanza. Diálogos al estilo del siglo XX, motivados por la irrefrenable necesidad de contar algo, de lo de antes de que los móviles pervirtieran el acto de hablar por teléfono. Así que hablábamos y nos contábamos cosas de todo tipo y, por supuesto, nos reíamos. Nunca olvidaré la explicación que me dio acerca de la arquitectura y el urbanismo que hacen única a Barcelona. Me sentí como si de repente asistiera a una clase en la universidad sentado en el sofá de mi salón, observando L’Albufera a la vez que escuchaba la disertación de Paco. Un día le escribí este mensaje: “Paco, hay que vivir, incluso por encima de todas esas personas que nos hacen la vida imposible”. Aunque esa reflexión se la remití a él, creo que en el fondo la escribí para mí, porque la verdad es que Paco disfrutaba con plenitud de la vida. Era como una figura paterna pero también era un compañero de aventuras, una persona de la cual podía aprender, un hombre con talento, tan lejano a veces de mi mundo, y que sin embargo respetaba sinceramente mis capacidades y mis logros. Todo eso ayudaba en gran medida a que colaboráramos el uno con el otro para combatir los demonios que merodean entre los pliegues de la soledad, los alegóricos y los de carne y hueso.

Paco me hablaba de Dylan y yo le recomendaba a artistas más o menos nuevos. Con la intención de que quedara prendado de Marc Almond, le confeccioné una playlist con temas suyos en solitario: chanson, canciones rusas, baladas, arrebatos aflamencados y, sobre todo, esa inigualable capacidad para rescatar el pop británico de los sesenta menos celebrado y que Paco conocía tan bien. Le recomendé que escuchara 69 Love Songs de The Magnetic Fields y que se fijara bien en aquellas letras que en muchos casos podría haberlas escrito la mano de Cole Porter o de cualquier artesano de la canción popular americana. Le hizo mucha gracia una canción de Stephin Merritt titulada ‘Doris Day Earth Stood Still”. Su dominio del inglés le permitía coger al vuelo juegos de palabras como este, lo que los angloparlantes llaman puns. En muchos aspectos, esa era nuestra dinámica. Nos retroalimentábamos el uno al otro. Daba igual que él empezara hablando de Ginsberg, de Proust, de Salinger o de Joan Fuster, siempre acaba explicándome algo acerca de Henry James. Ningún arte puede competir con la vida, escribió James, y creo que al decir esto nos estaba advirtiendo acerca de lo desolador que puede llegar a ser el impacto de la muerte. 

En una de las ocasiones en la que nos vimos en las playas semidesiertas de El Saler, me dijo que estar allí le ayudaba a comprender al fin algunas de las cosas que Walt Whitman escribió en Hojas de hierba. Desecha aquello que insulte tu alma, dice el poeta en uno de sus versos. Paco era fiel a ese mandato y por eso, en los últimos tiempos, solía acudir allí a solas. Y cuando aparecía con Salva y estábamos los tres juntos, Paco seguía siendo el mayor, el sabio, el padre afable. Mis paseos por la playa están cada vez más llenos de ausencias. La suya resultará especialmente profunda. Pero hay que vivir. Y hay que escribir para que las personas queridas y admiradas no mueran del todo. Senyor Sellés, estimat, no se olvide usted de darle recuerdos a Anita de mi parte. Yo haré lo posible por mantener viva la magia de su recuerdo en estas playas, como un nuevo guardián que cambió el centeno por la espuma de las olas.

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