Una transferencia de 678.000 euros a la Agencia Tributaria, sin requerimiento previo, para evitar una acusación de delito fiscal, desde su asilo dorado en un emirato árabe. Ha sido el propio Juan Carlos I quien ha quebrantado su última línea de defensa ante la opinión pública: hasta ahora no se había probado la comisión de delito, ahora ya no hace falta, lo ha admitido pagando.
Ni siquiera los mayores abanderados de la monarquía saben como reaccionar ante esto. Buscando las primeras reacciones a la noticia, la prensa le pregunta a Ana Pastor del PP: “nada que decir”. Espinosa de los Monteros responde en nombre de Vox: “una situación un poco anómala que no esperaba”. Edmundo Bal, de Ciudadanos, admite que se trata de un comportamiento “decepcionante”.
Pero esto supone un punto de inflexión sobre todo en el campo progresista. Hasta ahora existía un sector importante de la sociedad que podía encuadrarse en un cierto juancarlismo de izquierdas. Personas pertenecientes sobre todo a la generación de la transición, que han votado tradicionalmente al PSOE y que ponían su republicanismo en suspenso en agradecimiento al rey por su papel en la Transición. Hoy muchos sienten una profunda decepción. La peor corrupción de todas es la de aquellos a quienes se admira. Corruptio optimi pessima. Rafa Chirbes diría que esto ya se sabía desde hacía tiempo pero se quiso mirar hacia otro lado. También es cierto. La decepción ha llegado cuando ya no se ha podido apartar la vista.
Para quienes somos republicanos irredentos la monarquía carece de legitimidad democrática de partida. Por decirlo a la manera de Saint Just, todo rey es un usurpador. Pero lo cierto es que Juan Carlos I más allá de su rango como rey poseía auctoritas, un rango moral, prestigio en la sociedad. En The Crown, la serie producida por Netflix, se puede observar como la familia real británica ha tratado obsesivamente, y a veces de un modo contraproducente, de preservar esa auctoritas mediante un código de estricta ejemplaridad. Sin eso la monarquía se halla en crisis, en riesgo de desaparición.
Juan Carlos I se ha despojado de su auctoritas. Su hijo, Felipe VI, nunca alcanzó a tenerla, no ha tenido su 23F. Juan Carlos I tuvo la inteligencia de tener gestos hacia la izquierda para ganarse la simpatía de quienes recelaban de él. Su hijo ni siquiera ha preservado la neutralidad de la corona en los asuntos políticos. Es un rey jaleado por la derecha y la extrema derecha, un rey de parte, no un símbolo de unidad.
Durante el último lustro no ha dejado de aumentar el número de quienes se identifican como republicanos en España. Hay encuestas muy serias que ya sitúan esta opción como mayoritaria en la sociedad. Sin embargo esa identidad republicana está a día de hoy dispersa, no ha tenido una articulación política, no hay un movimiento republicano en España. Todavía.
El republicanismo no puede definirse tan sólo por oposición a la monarquía. República es una palabra que en España puede condensar valores y anhelos compartidos en torno a la democracia, los derechos sociales, la igualdad entre mujeres y hombres, la fraternidad entre pueblos o la promoción de la ciencia y la cultura. Desde el siglo XIX la república ha expresado un anhelo de modernización y de reforma del Estado que permitiera a España superar su atraso secular. Uno de los republicanos más ilustres de nuestra historia, Vicente Blasco Ibáñez, no se cansaba de reivindicar en sus discursos y en su tribuna del diario Pueblo que la máxima prioridad del movimiento republicano era el acceso universal a la cultura, a la educación y al progreso social.
Hoy quizás sea más necesario que nunca que la expresión política del republicanismo en España se identifique con la defensa de los valores de la ilustración frente a la sacudida reaccionaria que se está viviendo en todo el mundo. En El eclipse de la fraternidad, Antoni Domènech explica cómo la emergencia del fascismo se sustentó en un relativismo filosófico conectado con la fuerza bruta como única fuente de verdad. El modo de operar de la extrema derecha no ha variado sustancialmente en ese sentido: las teorías de la conspiración sobre la pandemia y el contubernio socialcomunista alientan el golpismo y se difunden mediante la fabricación industrial de bulos para consumo masivo en redes sociales y grupos de WhatsApp.
El republicanismo debe dejar de ser una identidad difusa, un simple estado de opinión sobre la monarquía, para convertirse en un movimiento con vocación mayoritaria que sitúe la república como un horizonte político factible, como expresión de un proyecto de Estado y de un conjunto de demandas sociales amplias. Un movimiento que permita frenar la ola de irracionalidad y de barbarie que tiene a la extrema derecha como punta de lanza y poner al campo progresista a la ofensiva.