Hace pocos días Ferrovial comunicaba su intención de trasladar su sede a Países Bajos. Por el camino ha dado algunas razones inverosímiles y ha tratado de disimular la razón principal; quiere pagar menos impuestos. Es algo obvio por muchos motivos, el principal de ellos es que el país al que se va no es cualquiera. Casualmente ha elegido irse al que está funcionando, dentro de la propia Unión Europea, como un traje a medida para evitar pagarlos.
Y esta decisión, más allá de que implique decenas o centenares de millones según distintas estimaciones, tiene otra serie de implicaciones. La principal sería que extiende una enorme mancha sobre la percepción sobre lo justa o injusta de nuestra propia sociedad. Porque al final los impuestos son, antes que una magnitud económica, un elemento de civilidad. Son un importe por el cual acordamos pagar lo que entre todos nos parezca importante. Si los derechos y las libertades son lo que hace la ciudadanía, los impuestos son lo que permite que se garanticen esos derechos o se protejan esas libertades. Son la manifestación de que no hay derechos sin deberes. La forma en la que aceptamos que lo que obtenemos tiene como contraparte de lo que contribuimos. Y esto es un consenso constitucional y aparece, en todos los contratos sociales de cualquier país al que queramos asemejarnos.
Si en algún momento se percibe que unos solo se apuntan a la parte beneficiosa del acuerdo es lógico que la mayoría sienta que algo falla. Especialmente si quien quiere librarse de pagar es una empresa como Ferrovial, que básicamente se dedica a ejecutar obra pública, incluso aunque dejemos de lado la manipulación de licitaciones para obtenerlas. Se dedica a esa obra que se paga con los impuestos que ellos no quieren pagar. Es escandaloso.
Porque, aunque casualmente uno de los falsos motivos que ha esgrimido para justificar su decisión sea la inseguridad jurídica, parece que contratar con la administración no le genera ningún tipo de miedo. Parece que la cara también la tienen de cemento. Ya que si ese motivo fuera cierto habrían anunciado en paralelo que no iban a optar a ninguna licitación. Pero no. De facto reconocen que confían en la seguridad jurídica española, sólo que no quiere contribuir a su factura. Es obsceno y cualquiera, ya no digamos alguien que se considere un patriota, debería levantar la voz contra su decisión.
Sin embargo, no les faltan estos días quienes les justifiquen. Entre ellos el propio Partido Popular, porque a la hora de elegir bando nunca se equivoca. Pero claro, estos adalides del Estado mínimo, la reducción de impuestos para grandes empresas mediante, deberían estar también en contra por principio de la inversión pública. También del enorme gasto público que suponen los fondos Next Generation, que han motivado endeudarnos por primera vez como europeos y que esta empresa aspira a ejecutar. En el fondo los aliados de hoy para Ferrovial serían los enemigos de mañana porque su actividad depende precisamente de que exista presupuesto público. Hasta para los más ricos la vida impone escoger caminos.
El problema es que han puesto el acento en quiénes no podemos escogerlos, al menos en este asunto. Porque, aunque la mayoría de las personas está, aunque les pese a muchos, de acuerdo con pagar unos impuestos justos si eso revierte en un mejor Estado del Bienestar, tampoco tiene la opción de disfrutarlo sin pagarlo. Tampoco es lo que plantean los que defienden a Ferrovial. Porque como toda estafa, también en esa que se hace llamar neoliberalismo, sólo funciona cuando unos pocos ganan y otros pierden. Tampoco es lo que pedimos la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas, aunque a ver cómo te explican los defensores de Ferrovial como deslocalizas a Países Bajos tu el IRPF de tu nómina o tus cotizaciones. Las personas corrientes entendemos que ser atendidos en un hospital o un centro de salud o hasta que se enciendan las farolas implica contribuir, lo aceptamos y nos parece justo. Además, esa gran mayoría obtiene más de lo que paga y la diferencia hemos acordado que se llama redistribución.
Pero que consideremos justo lo que hacemos no implica que aceptemos que unos pocos, los que si que pueden elegir bandera a la que tributar, nos tomen el pelo. Menos cuando sabemos que, si hiciéramos todos lo que pretende la propia familia Del Pino, los mayores accionistas de la compañía, ni ellos mismos querrían vivir en este país. O, ¿acaso han trasladado su residencia a algún país sin Estado?
Su trampa consiste en que ellos viven en el país que tu mantienes, hacen negocio con las obras que tú pagas y ellos tributan en el país que menos les cobre. Es lo que los profesores Ariño y Romero bautizaron como la secesión de los ricos. Su propia declaración de independencia fiscal. Mientras sus empresas viven en el no Estado, sus propietarios disfrutan de una sociedad avanzada que tú costeas.
Por eso, lo que pase con esta compañía es especialmente relevante. Y por eso no puede permitirse una estafa tan evidente. Como país debemos mandar un mensaje: aquellos que quieran beneficiarse de lo que entre todos hacemos, deben contribuir como todos. No es posible aceptar la opinión de quienes piden respeto a la decisión de Ferrovial, porque si no hacemos nada a quien faltamos al respeto es a todos los que si pagan sus impuestos. No es posible estar a la vez con quien intenta engañar a todos y con los que seríamos engañados.