Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Respira, que no es poco

19/03/2021 - 

El aire es cristalino, la brisa traidora. Luce un sol de marzo que hace sentir la sangre efervescente, el pulso ágil, el pie en la calle. Tiempo de fallas, decimos en los ascensores, en las salas de espera, en los encuentros fortuitos; en todo aquél sitio donde no haya nada que decir. Vaya, sí, qué tiempo, de fallas. Y se nos han acabado las palabras que sostengan la sonrisa, las referencias, los asideros. Otras fallas sin fallas se nos echan encima y este año ni siquiera traen mascletàs ni plantàs abortadas. Sólo una corriente filosa a media tarde y unos mediodías espléndidos y redondos, como frutos maduros.  

Hace justo un año, en la semana del viernes 13 en la que desalojé la sala de espera anunciando las visitas telefónicas, fue mi compañera MJ al aviso del hombre con sinusitis. Llevaba toda la mañana atendiendo mucha fiebre y mucho síntoma respiratorio que sí, ahora lo sabemos, sería todo Covid. Pertrechada como pudo, armada con unas gafas de químico que le había prestado su hijo, sus guantes y su mascarilla quirúrgica, la doctora exploró al paciente que había dejado Lombardía un día antes de ser perimetrada. No sólo eso. El señor había pasado por Vitoria (la ciudad del primer foco) pero la médica no conseguiría que Salud Pública autorizara su PCR. Uno no sabe en qué momento se está asomando a la boca de un volcán que lo puede abrasar vivo. Uno no lo sabe si, sencillamente, está diciendo Diga Usted Aaaahh. Y asomándose a una sima sibilante. “Cada instante escribe Borges en su Refutación del tiempo─ es autónomo. Ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado”. 

Y así fue como ella tuvo su instante borgiano. 62 años, un cáncer superado de décadas, un catarro cada año que podía durar una semana y un marido que debería figurar en el historial médico porque giró el pronóstico. Solicitó que lo ingresaran en la misma habitación que a ella y se convirtió en sonda y periscopio de pasillo. Le acercaba las bandejas de comida que unas auxiliares acalambradas dejaban en la silla. Todavía cuesta imaginar qué hubiera pasado si no hubiera pululado por la habitación mientras ella se ocupaba en ahogarse. Estaba tocado como ella. Demacrado como ella. Ambos habían tenido que bajar al hospital en su coche porque ni el ministro de Sanidad hubiera logrado activar una ambulancia esa tarde. En el parking, el coche dormiría un sueño largo porque nadie se atrevería a moverlo desde entonces, entraría en un tiempo varado, zombi, tan largo como su mes de planta y UCI. Los primeros días ella los vivió aplastada por el virus, bajo una montaña de cascotes, boqueando hasta que hubo una cama en intensivos libre para atenderla. 

La invito a un café frente al centro de salud en el aniversario de su primer pico de fiebre y acude sinuosa y sonriente, como un soplo de vida reinventada. Sigue de baja pero aspira a volver, es demasiado presumida para que no le ofenda quien la ha imaginado jubilada. Ama su trabajo. Escucho su voz, que es ya la de siempre, y recuerdo sus primeros audios de abril, cuando daba las gracias con un timbre metálico y robotizado, plagado de pausas. Luce un pañuelo de estampado animal que tapa el zarpazo que la recuperó para la vida: la cicatriz de la laringostomía. “Mi madre piensa que soy la resucitada porque desperté del coma inducido el domingo de Resurrección”. Las semanas más duras y la extrema gravedad que sufrió dice haberlas borrado, pero me cuenta  varias de sus pesadillas vívidas, las que sufren muchos enfermos Covid en la UCI. Ahora puede reírse del día en que su hija desmintió que su hermano hubiera sufrido un accidente de tráfico (“no podía creerlo: había visto sus gafas rotas, los vidrios, todo…”). O especular sobre el significado de una pesadilla reveladora en la que un paciente recientemente fallecido la interpelaba en medio del vagón de tren que compartían (el arrullo de los monitores en el box reproduce el ambiente de un tren, el mismo traqueteo). “Qué entierro más bonito he tenido ─le decía el señor…  pero una cosa te digo: bájate de este tren porque aún no es el tuyo”. En la duermevela, el miedo a la muerte asume la forma de la premonición o el recelo. Un auxiliar que le ponía un líquido rojo en la vía quería matarla con ello “y yo: no, ¡por favor! Que aún no estoy para irme…”

 

No lo estaba, pero le quedaba mucho camino por delante. El gimnasio de rehabilitación cerrado sin visitas presenciales y sólo una fisio que quisiera acercarse. “Estás ahí tanto tiempo sin ver a la familia, te dicen que todo está bien pero tú no lo ves…” No puede explicarse el viaje que ha hecho: la salida ovacionada de la UCI, la planta y las visitas informales de los compañeros que no se habían atrevido hasta entonces. Nadie pisaba la gruta de la primera línea en los aquellos meses en los que se trabajaba a la palpa (a los compañeros los veía estudiar con intensidad cada noche). “Esa soledad de la Covid yo no la he tenido tanto porque siempre veías unos ojos y alguien que se presentaba, soy fulanita, soy tal. Un día uno con una bolsa de basura en la cabeza como protección (no había Epis para todos): ¡el otorrino!” 

Pero la neuropatía pos UCI le pasaría factura y las auxiliares no daban abasto. “Abrir los envases de plástico y acertar con la cuchara, con un temblor que te mueres, pero me dije espabila porque si no aquí no comes ni a las cinco…” Y hambre no le faltaba, soñaba con un pollo, no cualquier pollo: el pollo de Carpanta. Reímos relajadas, me gusta que se resista al drama. ¿Cuándo sabe uno que va a vivir? Quizá cuando la imaginación se pueble de pollos y tiras cómicas de Bruguera. Le digo que he imaginado la mítica escena de Chaplin persiguiendo un pollo gigante en La fiebre del oro. Que por un momento le he puesto traje y bombín y la he puesto a correr detrás de un tipo forrado de plumas gigantes. La mente puede hacer cualquier cosa, respondo a su curiosidad, puede recrear un guiso de ave o un enfermero asesino con vividez extraordinaria. Puede también aprender y transformarse, incluso en el reino de los monitores y los cables. 

Asiente y se encoge de hombros. Se queda con las lecciones que no desearía olvidar. Los cientos de mensajes de amigos y compañero que le costó cuatro meses contestar. El contacto con la dependencia, “verte tan desvalida como un bebé”, el soporte de su familia y el valor de los sanitarios, la primera comida que le dio una maravillosa auxiliar de UCI (tan válidas ahora que deben suplir a los familiares). Me pregunto si es por su condición de médica que no hace ninguna crítica amarga. Me inclino a pensar que es su dulzura natural, intacta tras el paso del laringoscopio y el líquido rojo. Que no es cualidad del tórax sino de más arriba o más abajo, quizá se acantone en las manos o en las pestañas, en cualquier caso lejos de los alveolos. 

El sol está alto, el dueño del bar la ha saludado efusivo y le pregunta cuándo va a volver, ella aprovecha para interesarse por su madre. Me pregunto si queda alguien en este pueblo que no la conozca. No ha querido escribir su nota de agradecimiento en la prensa local porque no encuentra la fórmula para expresar su gratitud sin que nadie piense que se han volcado por tratarse de ella, “cuando todo el mundo hacía lo que podía, y no conmigo, con el box de al lado, y el otro…” Su aplauso va por los sanitarios como colectivo y a nivel individual pero piensa que el sistema ha fallado “y esto ha funcionado por el esfuerzo de todos”

El día de su alta ruló la escena del aplauso con todos los compañeros apiñados en la puerta del centro, un vídeo patoso en el que se tropezaban y lloraban y hacían gallos al dirigirse a la cámara. Me arrancó las primeras lágrimas, pero no lo confieso. Ella está ahora recordando en voz alta el día en que su familia le trajo el móvil, “que para mí era un ladrillo”, y de repente brotaron todos los mensajes como una tira de serpentina. Whatsapps de sus hijos liberados, “mamá, tú siempre nos has cuidado…”, ordenadamente dispuestos, día por día, en el sueño de las memorias digitales, “nos dicen que igual no sales…”. Mensajes disparados fuera de su carcasa, saltarines y pletóricos, hechos amor por fin, vuelo de mariposa, aroma delicado. 

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