Por aquel entonces aún era un buscavidas inseguro, un gualtrapa inmaduro, que no sabía dónde caerme vivo. ¡Andaba más perdido que cebollajo en una macedonia! Por una compleja combinación de factores biológicos, psicológicos y sociales, y por estar en el momento y bar equivocados, conocí a la que fue mi primera novia. Era estudiante de Psicología y guapa a rabiar. Me enamoré de unos ojos expresivos, una sonrisa infinita, alegría a cascoporro y una leve dificultad al pronunciar la letra erre, que le daba un toque afrancesado que me ponía mogollón.
Nunca he visto una aparición ni un zombi ni un alienígena ni un dinosaurio vivo, pero sí puedo decir que durante un tiempo me aguantó la chica ¡más hermosa del mundo! Me enamoré de todo: de su mirada, de su boca, del codo y del ombligo, del filtrum, de las caries de sus muelas, la glabela y del tacto de su piel, de sus gestos, de la conexión emocional, de la sensación de seguridad, de su apoyo, del subidón de autoestima, de la forma en que me decía «¡¡¡no te cogas todavía, no te cogas pog favog!!!...». Todo en ella era perfecto, positivo, intenso, obsesivo. El paraíso al alcance de mi mano... ¡¡¡y de algo más!!!
Atracción intensa y enamoramiento pringoso. Para no aburrir, ni alargarme mucho en más cursilerías, atajo: sin embargo, con el tiempo, la tendencia a ignorar las imperfecciones para centrarse en lo positivo empezó a desaparecer. La relación espesó, se hizo incómoda y fácil de entender: ni yo lo intenté, ni ella pudo dejar de fumar, que lo intentó.
Maldito sea el tabaco. Porque, como dice Ignatius Farray, los excrementos siempre ganan. Aunque aquel idilio hermoso y apasionado duró menos de un par de años, alguna espina tuvo que dejar. Su recuerdo está tan aferrado en mi mente, y con tal intensidad, que aún hoy me cuesta olvidar. Da igual si a un saco de excrementos le pones un yogur o si a un barreño de yogur le lanzas una lenteja de excremento: los excrementos siempre ganan. En aquel paraíso apareció un pozo ciego...
Alguna vez, quién lo iba a decir, al ver un cenicero mi corazón se acelera. Sin pensarlo, y tras comprobar que nadie observa, meto la cabeza en su interior, agito la lengua, aparto colillas y busco entre la ceniza algo que me pueda recordar aquel idilio... Tal vez lo haga por el gusto, porque los besos de su boca carnosa eran intensos, delicadamente amargos, algo salinos y con toque mantecoso... O quizás por el olfato, porque sus labios olían a salitre denso, a alga ahumada, a ese punto fuerte, penetrante, insoportable y agradable del amoniaco... Un gesto animal, salvaje y nostálgico que mantiene vivo aquel recuerdo, esa chispa del primer amor que ardió en mi interior.
Su imagen, «palabgas» y los ceniceros forman parte de mi vida. Recuerdo al que era gordo cuando iba al colegio, y al que era egoísta y al baboso, al pichabrava, al pera, al lameculos y al pintamonas. Han pasado ya muchos años y me los encuentro y, ahora, son abogado, fontanero, masajista, arquitecto, diseñador y panchudo, y también todo lo que fueron, porque, aunque aprendemos conocimientos, el carácter no se olvida.
Ha pasado el tiempo y he recordado aquel primer todo. Estoy convencido de que he cambiado. Puede que algo quede de aquel buscavidas inseguro, gualtrapa, inmaduro y cebollajo... ¿Perdona? ¿Que has cambiado qué? ¿Estás seguro? El trastorno del amor, esa enfermedad hermosa a pesar de sus dolencias, sombras e imperfecciones. Eso sí, he aprendido que solo se está mejor.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 128 (julio 2025) de la revista Plaza