VALÈNCIA. Las revistas musicales en España fueron al principio una cosa extraña. Hoy en día, solo con mirar la cantidad de festivales de música que se organizan aquí, cuesta trabajo pensar que en una época no demasiado lejana había que apañárselas para poder leer sobre Roxy Music, Ramones o The Who.
El otro día hablaba con Juan Puchades sobre las viejas revistas musicales. No sobre las nuevas, ni sobre las revistas musicales en general, solo las viejas. Las que leíamos él y yo siendo jovencitos ávidos de información acerca de cosas que, a veces, nos quedaban muy lejos. Juan lleva casi 20 años al frente de Efe Eme. Primero fue una publicación mensual, después se transformó en web, para terminar renaciendo posteriormente en papel, con otro formato y otra periodicidad, y conviviendo con su hermana digital. Así que Juan sabe lo que dice cuando se trata de revistas musicales en España. Y eso, al margen de la experiencia, el instinto y la tenacidad, se debe a lo mucho que disfrutó leyendo esas viejas publicaciones que hoy son historia y puede que hasta pasto del olvido.
Comentábamos Juan y yo, en una terraza de Patraix, el recuerdo de algunas de aquellas portadas, el sabor de ciertos artículos escritos por firmas que, no importa el tiempo que pase ni lo que lleguemos a escribir nosotros, siempre serán nuestros maestros. Maestro es una palabra un tanto gastada que muchas veces ya no significa nada más que el intento de halagar. Un término que, como grande o mítico, vale para casi todo el mundo aunque no sea maestro de nada, ni grande y mucho menos legendario. Pero si he de hablar de aquellas firmas, solo puedo referirme a ellos como maestros. Quien quiera investigar un poco más sobre este tipo de nostalgias y herencias debería leer Juegos reunidos, de Marcos Ordóñez, otro maestro. En la época en la que yo y los de mi quinta solo podíamos leer, ya plasmaba en negro sobre blanco su atracción por todo aquello que nos ayuda a escapar. Desde que descubrí su último libro, me siento mucho menos solo al escribir estos artículos. Como apuntaba Antonio Muñoz Molina en un artículo sobre libros de memorias firmados por hombres, los varones somos siempre más remisos a parecer vulnerables.
Juan y yo nos acordamos aquel número de Vibraciones en el que salía Paul McCartney dibujado y en lo que era su camisa, la inconfundible silueta –entonces era inconfundible- de los rascacielos neoyorquinos. Nueva York porque dentro, Diego Manrique firmaba un informe sobre el nuevo rock que se hacía en la ciudad. Hablamos de 1979, así que eso implicaba a Ramones, Talking Heads, Heartbreakers, Mink Deville, Contortions, The Shirts y toda la panda que se fogueó en el Max’s Kansas City. Gran parte de lo que más me gustaba y me iba a gustar en esta vida estaba ahí. Los cromosomas de muchas cosas. Es imposible olvidarse nunca de algo así.
Al volver a casa, revisé las pilas de revistas. Además de comprobar el precio que se paga por ser feliz teniendo el mar tan cerca –el moho aparece donde menos te lo esperas-, me reencontré una vez más con ese mapa vital. Las portadas de Popular 1, que fueron las que primero llamaron mi atención desde los expositores del quiosco de la calle Lorca con Avenida Pérez Galdós. Los quioscos entonces eran cabinas de hierro y cristal forradas con todo tipo de publicaciones. Algunas se quedaban allí, olvidadas, superadas por la de la siguiente semana y la de la otra. Fantaseo con la idea de que se quedaban allí adrede, para que las viera una y otra vez. Para que me obsesionara con ellas. Las veía cuando me iba al colegio y cuando volvía. Perdiendo color con el paso del tiempo, pero llamándome. Los Rolling Stones actuando en Barcelona. Pink Floyd, Eric Clapton y una mujer muy huesuda con una camiseta rematadamente grande y una áspera melena negra llamada Patti Smith. Nico fotografiada en la terraza de un hotel modernista en Barcelona. Y Lou Reed, con el pelo rubio y corto, gafas negras, aferrado al micro. Llamándome.
Popular 1 tenía unas fotos increíbles pero Vibraciones era más erudita. Empecé a comprar –siempre que podía- las dos. Los artículos que prendieron en mí estaban entre aquellas páginas que lo mismo hablaban de Ovidi Montllor que de Joe Cocker o The Doors. Como eran mensuales y sabían a poco, empecé a comprar también Disco Expres. Era un pequeño periódico semanal que a veces hablaba de lo que a mí me gustaba y otras apenas contaba algo que me importara lo más mínimo. Allí estaba el misterioso JOB, que contaba lo que sucedía en el underground madrileño. Grupos melenudos que a mí, encandilado con el punk, no me atraían demasiado. Pero JOB, que era el acrónimo de Jesús Ordovás, hablaba de unos tal Kaka de Luxe, que tenían como guitarrista a una chica de mi edad que se hacía llamar Alaska, como el personaje de una canción de Lou Reed.
Star, que ya he contado aquí que la descubrí porque la trajo mi padre a casa, era de cómics y contracultura (luego saldría otra en una línea similar aunque menos radical llamada Sal Común), pero también hablaba de música y allí estaban Ignacio Julià y Jaime Gonzalo y Ramón de España y Oriol Llopis, críticos a los que leí una y otra vez en esa y otras publicaciones junto con Manrique y Ordovás. Lo que decían era como una revelación. Supongo que otros chicos más avispados buscaban el aparato de radio más cercano y hacían girar el dial hasta encontrar alguna de esas emisoras fantasma, lejanas, en las que sonaba habitualmente aquella música. Yo no hice lo mismo y no sé explicar porqué. Creo que siempre preferí imaginar la música, al menos hasta que llegara el momento de la verdad en el que un disco llegaba a mis manos, lo sacaba cuidadosamente de la funda de celofán y lo colocaba en el plato, a solas o acompañado de algún amigo. En el apartamento de Andy en la Pobla de Farnals, en la habitación de Quique, en su casa, cerca de Viveros.