VALÈNCIA. Cuando tenía cinco años Milde Tomás recibió una felicitación de su tío Ricardo Bastid (1919- 1966). Era un ángel de la guarda. El pintor y escritor valenciano, exiliado en Argentina desde 1956, solía enviarle dibujos a su familia en Valencia con motivo de cualquier celebración. Cuando estuvo preso en Alcalá de Henares y Ocaña, eran christmas en los que, con perseverante optimismo, les anunciaba que pronto les vería. Este ángel de la guarda tenía similar mensaje: al año siguiente iba a verles. Huido de la justicia militar, había concretado un encuentro con su familia en Perpignan. Bastid tenía previsto exponer en Londres y después en París; desde ahí bajaría a la localidad del sur de Francia. Esta vez no pudo cumplir su promesa. Falleció en un accidente en Buenos Aires, arrollado por un autobús. Poco después su cuerpo fue repatriado y enterrado en València.
Su muerte conmocionó en el círculo de exiliados españoles en Argentina, donde Bastid se había encontrado con amigos como Luis Jiménez de Asúa, Nicolás Sánchez-Albornoz o Manuel Lamana (quien le había dado trabajo en la editorial Losada). Pero también a este lado del Atlántico, donde entre los que le lloraron se encontraban el político e intelectual gallego Ramón Piñeiro; su buen amigo Ricardo Muñoz Suay, compañero de la Federación Universitaria Escolar (FUE) y con quien compartió prisión; el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, quien siempre le tuvo en alta estima y que conservó hasta el final de sus días el retrato que le hizo; y, especialmente, el escritor Vicente Soto, ganador del premio Nadal con La zancada, exiliado en Londres, que era quien le había organizado las exposiciones en la capital británica.
Bastid sólo tenía una novela publicada, Puerta de sol, pero atesoraba un gran prestigio como pintor y como ensayista. Su necrológica en la revista Ínsula, escrita por Ricardo Orozco, se tituló: “Ha muerto uno de nosotros”. Pese a la importancia y reconocimiento del que llegó a gozar Bastid es hoy un nombre extraño, prácticamente desconocido para muchos amantes del arte, mas no así para los especialistas que lo tienen en alta estima. El crítico valenciano Francisco Agramunt, por ejemplo, ha sido uno de los grandes impulsores del reconocimiento a este artista al que describe como “intelectual a contracorriente”, “francotirador” o “pintor de exquisita paleta”. En su libro Arte y represión en la Guerra Civil española le define como “uno de esos intelectuales puros y comprometidos, surgidos de la II República, que, permaneciendo en un oscuro rincón de la historia de la cultura, merecen ser rescatados del olvido y situarlo en el lugar justo que por los méritos de su obra merece”. Y añade: “Fue un bello ejemplo de inconformismo político y de lealtad a unos principios éticos, ideológicos y democráticos asumidos en su juventud”.
Agramunt fue el comisario en septiembre de 1988 de la gran exposición en recuerdo de su figura. La retrospectiva se celebró en el Salón Dorado del Círculo de Bellas Artes, cuando el Círculo era el Círculo y las exposiciones tenían un alto valor simbólico. El catálogo incluía textos de Vicente Aguilera Cerni, Muñoz Suay, Orozco, Antonio Gómez y una entrevista a Buero Vallejo. Muñoz Suay escribió: “Gracias a este homenaje aquel Ricardo Bastid vuelve a vivir en Valencia una andadura que le llevó muy lejos y que, al fin, termina de nuevo en su ciudad, recobrada y recobrado para todos”. Parte de su obra fue donada al Museo de Vilafamés y en 1996 volvió a formar parte de otra gran exposición, ésta colectiva, que se celebró en la Sala Parpalló y dedicada a la pintura valenciana desde la posguerra al Grupo Parpalló.
Desde entonces, nada. En los últimos 20 años Bastid ha desaparecido de la agenda cultural y hasta el Museo de Vilafamés expone actualmente su cuadro más aséptico, Campesinos saludando al tren, en lugar de los dos más duros y relevantes, Campo de prisioneros o La huida; un cambio de criterio que se adoptó tras la muerte del director del centro, Aguilera Cerni, y que aún no se ha corregido. Porque si por algo se distingue la pintura de Bastid es porque trasluce, como pocas, la grisura, mezquindad y dolor de la posguerra española. En su caso, como en el de muchos compañeros de generación, la Guerra es la gran cicatriz que parte en dos sus vidas. Una contienda a la que se presentó como voluntario de la República. Menor de edad, se escapó de casa y su padre fue a por él al cuartel en Madrid. Se volvió a escapar y su padre de nuevo le sacó. “Volveré a escaparme tantas veces cómo haga falta”, le dijo Bastid. Y a la tercera huida le dejó. Llegó al grado de teniente y se destacó por su heroísmo. Fue herido en combate dos veces.
Al concluir la guerra, “volvió andando desde Madrid” recuerda su sobrina casi ochenta años después de aquellos sucesos. A mitad camino se encontró con un cadáver al que le cambió el uniforme. Aquello le salvó la vida. Cuando se tropezó poco después con unos soldados de la Guardia Mora sólo le quitaron las botas. Llegó con los pies destrozados. Durante unos años, los que van del 39 al 43, se escondió en casas de familiares. En un primer momento encarcelaron a sus padres. “A mi madre, que entonces tenía 10 años, la policía iba con la pistola en mano y le preguntaban si sabía dónde estaba su hermano”, recuerda Milde Tomás. Ella nunca lo dijo, pero aquello la traumatizó. Finalmente, los policías dejaron de insistir. Sus padres, para no despertar sospechas, dijeron de él que se había ido al extranjero. Era mentira. Mientras estuvo oculto, Bastid siguió pintando. Sus descendientes aún conservan cuadros de aquellos años. Sus temas son clásicos (Dante y Virgilio, rostros de mujer, un retrato de su hermana); su paleta aún conserva color.
En 1943 marchó a Madrid con su amigo Muñoz Suay, a quien conocía de antes (el cineasta guardó hasta el final de sus días en su biblioteca un retrato que le hizo Bastid cuando estuvieron presos juntos en Ocaña). En la clandestinidad intentaron refundar la FUE. Los primeros años fueron difíciles, mera supervivencia, pero, según recordaba en 1988 Muñoz Suay, vivieron también momentos de “felicidad y camaradería”. Fue entonces cuando trabó amistdad con Buero, Tuñón de Lara o Tomás Cruz, entre otros. A Bastid y Muñoz Suay les detuvieron casi juntos. Bastid pasó en prisión tres años, entre 1946 y 1949, y logró la libertad condicional redimiendo pena dando clase a presos comunes.
Una vez en la calle, consiguió trabajo haciendo carteles para Sevilla Films. Pintó mucho. Frecuentaba el Café Gijón. Como un personaje de la novela de Camilo José Cela La colmena, pasaba horas sentado en el café y se dedicaba a dibujar los rostros de las chicas que veía. Perfeccionó su dibujo y también su pintura que se fue volviendo más oscura, triste. Es de esta época cuando se produce una de las anécdotas más curiosas de su vida. Participaba en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1952, que se celebraba en los Palacios del Retiro. Acudía con una obra, Retablo del romancero gitano, inspirada en un poema de Federico García Lorca. Cuando Franco vio la pintura dijo: “¡Qué maravilla!”. Cuando le explicaron quien lo había pintado y qué era lo que representaba, calló.
A pesar de los pesares, Bastid se hizo la ilusión de que podría quedarse en España. En 1953 obtuvo el Primer Premio en el Salón de Dibujo. En 1955 expuso en Madrid y en la III Bienal Hispano Americana de Arte de Barcelona. Pero el 10 de julio de 1956 recibió una citación de la comisaría de Chamartín; la Justicia Militar le reclamaba “procesado por rebelión militar”. Advertido por sus amigos de que esa citación era una trampa mortal, con lo puesto, el pintor huyó a Francia. Pasó una breve estancia en París, esperando a su mujer, Carmen Tapia. Una vez se reunieron acabaron recalando en Argentina donde hallaría por fin cierto sosiego. Los españoles en el exilio argentino le consiguieron trabajos, como Lamana en la editorial Losada que le permitió dedicarse a su otra pasión, la Literatura, a la que había dedicado poemas de adolescencia y por la que escribiría novelas y relatos. Siguió pintando. Nicolás Sánchez-Albornoz le organizó una exposición en Argentina. Se acentuó ese humanismo que hacía que todas las figuras de sus cuadros se tocaran entre sí. El color volvió a su paleta, que se volvió más geométrica y matérica. Llegó a emplear cemento en algunas piezas. También conoció el amor, otro amor. Se planteó separarse. Cuando fue atropellado, tenía en su chaqueta un poema inédito dedicado a su amante, una compañera de la editorial. “Siento miedo mujer/ de que calles tu miedo de ti y de mí”, dicen dos de las estrofas. No dejaba hijos.
“Cuando llegó la noticia de su muerte”, escribió Muñoz Suay en 1988, “fui consciente de que también desaparecía de mi vida un viejo amigo y que el espejo se había roto”. Aquel amago de intento de recuperación de finales de los ochenta, principios de los noventa, se diluyó. Su condición de retratista del dolor de la Guerra Civil le hizo ser soslayado. Por eso Bastid permanece como una figura perdida, olvidada en el sombrío mundo de la posguerra, aunque haya destellos que impidan que su nombre se pierda. Los tres cuadros que se exhiben en Vilafamés son más pequeños que la punta del iceberg. Como sucede con el retrato que hizo su amigo Buero Vallejo de Miguel Hernández, el retrato que le hizo a Piñeiro ha hecho de él un referente en Galicia. Y este mismo año, en Picanya, a finales de marzo se organizó una exposición con parte de su obra como homenaje a la República. Su sobrina intenta ahora que el Ayuntamiento de València le dedique una calle de cara al centenario de su nacimiento. Esa Milde a la que decidió llamar así él (“ya hay muchas Matildes en la familia”), a la que envió un ángel de la guarda y a la que no pudo conocer.