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tribuna libre / OPINIÓN

Rusia, Ucrania y la Unión Europea

25/02/2022 - 

Y, al final, la invasión de Ucrania se produjo, en la madrugada del día 24. Era algo temido, indeseado, pero más que posible. Evidentemente, Rusia no había enviado a más de cien mil soldados, con todo el apoyo armamentístico necesario –tanques, cañones, helicópteros, aviones, etc.–, para que tomasen el té a las cinco de la tarde, felizmente sentados a la intemperie, y con la agradable temperatura de 15 grados bajo cero. El presidente ruso, Vladimir Putin, prometió que no lo haría, pero ya están allí. Y además, no están allí sólo para defender a una parte de la población ucraniana que se siente rusa, de idioma y de cultura, sino que tiene la intención de anexionarse toda Ucrania y convertirla, si no en una mera provincia de Rusia, cuando menos, en una república satélite de Moscú, después de haber limpiado de sus centros de poder todo atisbo de veleidades democráticas, proeuropeístas, antirrusas y nacionalistas-identitarias ucranianas.

Y es que en el conflicto ucraniano inciden toda una serie de factores que han sido ignorados, o incomprendidos, desde el occidente europeo y, desde luego, desde más allá del Atlántico. Y a ello hay que añadir los graves errores de tipo político y estratégico cometidos por la OTAN y por la Unión Europea en los últimos años, que no han hecho más que agravar la problemática y contribuir a la precipitación de los hechos que ahora, lamentablemente, estamos presenciando.

Sin necesidad de acudir a los libros de historia y observando sólo la realidad sociológica del país (quien esto escribe ha vivido en Ucrania y trabajado con su parlamento, la Verhovna Rada, y parte de su clase política), es fácil percibir que Ucrania es una país fraccionado, dividido en dos partes: una parte rusa, o que se siente rusa, por el idioma que habla todos los días, por su cultura, por su religión ortodoxa, fiel al patriarcado de Moscú; y otra parte propiamente ucraniana, que no se siente rusa, que, más bien, odia todo lo ruso, que habla el ucraniano y que se encuentra más cerca de Polonia –con la que comparte la región histórica de Galicia– que de Rusia. 

Esta división tiene su manifestación más evidente en el territorio de Ucrania que, en términos simples, está divido en dos grandes partes por un caudaloso río, el Dniéper, que pasa por la capital, Kiev –o Kyiv, en ucraniano–, que es, al mismo tiempo, importante vía de comunicación y ancha frontera de separación entre las dos partes: la rusa, en el lado derecho del mapa, es decir, en el lado este (donde se encuentran –pero no sólo– las provincias separatistas de Luhansk y Donetsk); y la ucraniana, en el lado izquierdo del mapa, es decir, en el oeste. Pero esta división, más allá del territorio, se manifiesta también en la sociedad, en general, y en la política ucraniana. Y el problema es que, con el transcurso del tiempo, Ucrania ha pasado de ser una parte escindida de Rusia, en la que el factor ruso –incluida la utilización del idioma– era plenamente dominante, en todos los ámbitos, a ser –o, cuando menos, pretender ser– un Estado de identidad y cultura uniforme, ucraniana. 

Foto: EFE/EPA/GOB. UCRANIA

Así, desde la independencia de Rusia, en 1990, y hasta las elecciones presidenciales de 2004, que llevaron al poder a Víktor Yúshchenko, la clase dirigente ucraniana tenía unos estrechos vínculos con Rusia y todos ellos habían sido altos dirigentes del partido comunista de la Unión Soviética. A partir de entonces, la desvinculación de Rusia no ha hecho más que acentuarse (Yúshchenko, incluso, fue víctima de un envenenamiento con dioxina del que, si bien logró sobrevivir, su rostro le quedó deformado para siempre). La excepción la supuso el mandato de Viktor Yanukovych (2010-2014), que fue precisamente el momento en el que se produjo la gran ruptura, con el estallido social y la ocupación de la plaza de Maidán (independencia), en noviembre de 2013, ante la negativa de Yanukóvich a firmar el acuerdo comercial con la UE. Yanukóvich había sido precisamente gobernador de la hoy invadida, provincia separatista pro-rusa de Donetsk, entre 1997 y 2002.

Y es en aquel momento en el que, muy torpemente, interviene la UE, cuya política exterior estaba entonces dirigida por una reconocida incompetente –Margaret Ashton–, que nunca debió haber ocupado el cargo de Alta Representante para la política exterior y de seguridad común, y que, de hecho, llegó al mismo de pura casualidad. Se discutía entonces la firma del Acuerdo de Asociación Ucrania-UE y el penoso planteamiento de la negociación que se hizo era tanto como decirles a los ucranianos "¿a quién preferís, a papá o a mamá?” –siendo, claro es, Rusia papá, y la UE mamá–, como si se tratase de dos opciones contrapuestas y excluyentes. Y no tenía por qué haber sido así, dado que hubiese sido mucho mejor para los ucranianos y, desde luego, para las relaciones Rusia-UE, que Ucrania pudiese tener dos acuerdos de asociación económica complementarios, con la UE y con Rusia al mismo tiempo.

Luego vino la errónea opción estratégica, absolutamente innecesaria, de la OTAN, de extenderse hacia el Este, ofreciendo a Ucrania la integración, bien que con la boca pequeña y más pro-forma que con toda sinceridad, dado que, en realidad, nunca ha llegado a haber negociación sustantiva alguna a este respecto, si bien es verdad que Ucrania participa en varios foros de diálogo y ha venido colaborando activamente en varias misiones en el exterior de la OTAN. Y cuando critico aquí la extensión hacia el Este de la OTAN no me refiero, claro es, a los países bálticos y del Este de Europa que hoy en día son parte de la UE. Su pertenencia es lógica, dado que, ante la ausencia de una política de defensa propiamente dicha de la UE, la OTAN es el único paraguas defensivo que tiene la UE. Hay, sin embargo, seis Estados de la UE que no pertenecen a la OTAN (Irlanda, Austria, Finlandia, Suecia, Chipre, Malta), pero todos los Estados de la UE –pertenezcan o no a la OTAN– están sujetos a la cláusula de defensa mutua que establece el Art. 42.7 del Tratado de la UE ("Si un Estado miembro es objeto de una agresión armada en su territorio, los demás Estados miembros le deberán ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance").

Pero, claro, cualesquiera que hayan podido ser los errores de política interna de Ucrania –con su nacionalismo identitario y antirruso de las últimas décadas–, los errores de la UE, o de la OTAN, nada justifica la política mendaz y agresiva de Putin, que no se queda sólo en un movimiento estratégico, bien que desproporcionado, para afirmar su fuerza y su voluntad de ocupar la posición de potencia internacional que perdió con la desaparición de la Unión Soviética, sino que pretende anexionarse o someter a la totalidad de Ucrania al dominio político de Moscú. Algo que vulnera las reglas elementales del Derecho Internacional y que nos devuelve a las prácticas imperiales del siglo XIX.

Foto: EFE/MARTA PÉREZ

Ello pone de nuevo sobre la mesa el controvertido papel de la UE en este conflicto. La UE es una potencia económica –la primera potencia comercial del mundo–, pero su poderío económico no viene acompañado de la necesaria capacidad defensiva disuasoria, lo que no sólo reduce sustancialmente su peso en las relaciones internacionales –sobre todo, en supuestos de conflicto militar abierto, como es el caso–, sino que pone en peligro su propio poderío económico. La UE no tiene una política de defensa propiamente dicha, dirigida a la protección de su propio territorio. Intentó tenerla en 1952, con el tratado sobre la Comunidad Europea de Defensa, que fue rechazado por la Asamblea francesa en 1954 (¡y el plan era francés!). Desde entonces la defensa de Europa se somete al paraguas protector de la OTAN. El Tratado de la UE, sin embargo, regula lo que se denomina la Política Común de Seguridad y Defensa, pero esta política no se dirige, en sentido propio y a pesar de su denominación, a la defensa de la UE. Muy al contrario, esta política está diseñada para la realización de "misiones fuera de la Unión que tengan por objetivo garantizar el mantenimiento de la paz, la prevención de conflictos y el fortalecimiento de la seguridad internacional" (Art. 42.1 TUE). Es decir, aunque parezca ridículo –y, en buena medida, lo es– la UE se dota de un mecanismo defensivo, no para defenderse a sí misma, sino –como si se tratase de una bienintencionada ONG– para ir a resolver los conflictos de otros, fuera de su propia casa. Y, además, renuncia a disponer de sus propios recursos defensivos autónomos, humanos y materiales, para depender exclusivamente de los medios que los Estados puedan poner a su disposición, buenamente y en cada caso concreto. "La ejecución de estas tareas –añade el mismo Art. 42.1 TUE– se apoyará en las capacidades proporcionadas por los Estados miembros".

Es necesario, pues, más que nunca y en este inestable contexto internacional, que la UE cambie –o, cuando menos, complemente– el diseño de su política de defensa y la redirija también a la defensa propia, creado una definición diferente de la política defensiva y dotándola de medios humanos y materiales propios, autónomos y permanentes, como proponía la lamentablemente fracasada Política Común de Seguridad y Defensa, de 1952. Estamos aún a tiempo. Hay una Conferencia sobre el Futuro de Europa en marcha y de ella se puede derivar la necesaria reforma de los Tratados en muchos ámbitos. Éste, en mi opinión, es quizá uno de los más importantes.

Como decía Mark Eyskens en 1990, Europa debe dejar de ser lo que hoy es: "un gigante económico, un enano político y un gusano militar".

Antonio Bar Cendón es catedrático de Derecho Constitucional y catedrático Jean Monnet "ad personam" de la Universitat de València

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