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tribuna libre / OPINIÓN

Sacra Monarchia

16/08/2018 - 

Todo parece indicar que el Rey emérito, Juan Carlos I de España, además de cargar a los presupuestos del Estado la residencia en una lujosa finca en el monte del Pardo de su amante Corinna con dos guardias civiles asignados a su protección, ha estado haciéndose multimillonario a costa de los españoles con negocios turbios y mantiene hasta el día de hoy diversas cuentas secretas en Suiza a nombre de testaferros para burlar la contribución a la Hacienda Pública del Estado cuya jefatura ostentó durante casi cuarenta años. Ante esta cascada de revelaciones, algunas tímidas voces se han alzado pidiendo un referéndum para que los españoles elijan por primera vez, explícita y democráticamente, la forma de gobierno que prefieren. Lo cierto es que la propuesta de elegir entre República o Monarquía no ha encontrado eco en los grandes partidos políticos, ni tampoco en los medios de comunicación ni en las redes sociales, ni siquiera en la ciudadanía en general. Es como si hubiera sedimentado un consenso en virtud del cual cuanto peor funcione una institución más hay que apoyarla. Uno de los motivos menos confesables de esta extraña ecuación es la pervivencia en el sentido común del pueblo español de una concepción sagrada de la institución monárquica. 

El deber incondicional de obediencia suprema a la suprema autoridad en tanto emanación de la voluntad de Dios (Deus vult: “Dios lo quiere”, gritaban espada en mano los primeros cruzados) se remonta a los mismos orígenes del cristianismo. A diferencia de la teoría política grecorromana, que hacía depender la autoridad civil de la voluntad del pueblo expresada a través de una ley política o republicana, la doctrina cristiana predicó la obediencia incondicional del súbdito al poder constituido porque tal era la voluntad de Dios. Tanto San Pedro como San Pablo exhortan a la obediencia al César, haciendo que el cristianismo triunfante convierta en perdurable la idea de que dios ordena obedecer no sólo al rey, sino a cualquier tirano asentado en su trono. El primero exhorta a los cristianos: “Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea el Rey, como soberano, sea a los gobernantes, como enviados por él para castigo de lo que obran el mal y alabanza de los que obran el bien”. El segundo redacta en la Epístola a los romanos un pronunciamiento político de sumisión al poder civil que dejará poso en la historia de Occidente: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se resiste al orden divino, y los que resisten se atraerán sobre sí mismos la condenación”.

La doctrina de Pablo de Tarso en virtud de la cual los gobernados deben completa sumisión política al guía que les haya reservado la providencia, sea este buen o mal dirigente, dio a su vez paso a la doctrina de Agustín de Hipona según la cual Dios elige tanto a los reyes buenos como a los malos: a los buenos, porque Dios quiere lo mejor para los pueblos; a los malos, porque el pueblo debe ser castigado por sus malas acciones: “También a esta clase de hombres [se refiere a los tiranos como Nerón] les concede únicamente la providencia del Dios supremo cuando juzga dignas de tales gobernantes las empresas humanas. Sobre este punto es clara la voz de Dios […] ‘Por mí reinan los reyes, y por mí tienen dominio sobre la tierra los tiranos’”. Como si la divina providencia inspirada por el Espíritu Santo le hubiera soplado al oído el nombre de cierto velero deportivo, añade poco después Agustín: “Dice en otro lugar claramente la Escritura de Dios: Que nombra rey a un bribón por la perversidad del pueblo”.

La arcaica certeza de que los reyes disponen de un carisma divino o celeste mantiene parte de su fuerza aun en los países europeos contemporáneos. Una creencia profundamente asentada en la imaginación popular dicta que los reyes no sólo son inimputables (artículo 56 de la Constitución española: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”), sino que también son incuestionables a fuer de divinos. El aura de la divinidad monárquica persiste. Antes de que tuviera una reina plebeya, los españoles aún se asombraban de que la reina Sofía hiciera tal o cual gestión de palacio, “como una mujer más”. O que sus hijas fueran a la universidad, “mezclándose con las otras estudiantes”, como si hiciera falta una universidad para princesas. En la muy republicana Francia, Roland Barthes pudo detectar esa misma creencia soterrada con ocasión de la cobertura que prestó la prensa de París al viaje de un centenar de príncipes en un yate griego, el Agamemnon. Cuando los medios se asombran de gestos prosaicos de los reyes al levantarse, como por ejemplo que se afeiten solos, están dando a entender que la personalidad de los monarcas esconde un fondo sobrehumano. Gracias a otra audaz revelación de la prensa del país vecino, los franceses se enteran de que la reina Federica lleva un vestido estampado, es decir, no exclusivo. Alguien (¡quizá ella misma!) habría podido pasear de incógnito por un mercadillo en cuerpo mortal… y comprárselo. Los reyes, afirma en conclusión Barthes, no son hombres, pero cuando ejercen estas tareas democráticas (algunos se levantan a las seis de la mañana renunciando a la ociosidad, que es el privilegio de los dioses) juegan a ser hombres, como jugaba María Antonieta en su hameau de Versalles a ser lechera u hortelana.

Las reliquias políticas monárquicas no terminan aquí. Persiste todo un vocabulario de cortesía en la vida política española, heredera de las Cortes absolutistas y los estados despóticos que podría denominarse de sumisión del súbdito hacia la ilustre autoridad. Respecto al propio rey o reina, el tratamiento exigido es el de Su Majestad, seguramente sin saber que el tratamiento de Majestad (Maiestas) es sólo un grado menor de la Divina Majestad con que se conoce a Dios desde antiguo.

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