Saldremos adelante. Como lo hemos hecho siempre, pese a infinitas adversidades. Como lo hicimos en 1957, en 1982, en 1987; como sucedió en 2008 con la peor crisis económica de la etapa democrática y en 2020 con la covid; como ha ocurrido en tantas ocasiones anteriores. Lo haremos con la boca seca por la emoción, con las miradas empañadas, con el rostro desencajado por la desgracias más cercanas y aquellas que, estén donde estén, sentimos como propias; y saldremos adelante con una voluntad de acero porque queremos seguir construyendo un futuro, -el mejor futuro-, para nosotros y nuestros hijos.
No somos un pueblo muelle y cómodo, como en ocasiones se dice. No, al menos, cuando la calamidad arranca vidas en algún pedazo de nuestro territorio. Nos hemos podido emocionar, una y otra vez, observando la marcha de los voluntarios, de los muchachos y muchachas que ofrecen su juventud en ésta, para muchos, su primera experiencia de solidaridad colectiva. Los hemos visto ofrecer apoyo a los vecinos afectados: esos vecinos inmensos que, con apenas una escoba, una pala o sus propias manos, engarzan día y noche para limpiar calles y casas, para llevar agua y comida a sus convecinos más débiles. Gente de determinación esculpida en granito que no abandona su labor cívica y humanitaria por más que les tiemblen las piernas, por más que los brazos se agarroten tras el incansable esfuerzo que su trabajo les impone.
Hemos contemplado a militares, bomberos, guardias civiles y policía doblando el espinazo durante jornadas eternas; personal de protección civil y profesionales sanitarios; fontaneros y electricistas trabajando en las redes de agua, electricidad y telefonía. Periodistas al pie del cañón, sin moverse de la zona de crisis durante informativos de mañana, tarde y noche, resistiendo todas las transmisiones que se les requerían. A ciudadanos y ciudadanas que multiplicaban sus turnos y sólo se detenían cuando el día se marchaba y una negra noche se apoderaba de calles y hogares sin agua ni luz.
Y, como en una durísima pesadilla, hemos sabido de los fallecidos, de ese número que todavía se empeña en seguir avanzando. Cada uno de ellos invoca una familia destrozada. Personas dueñas de una esperanza que, con el paso de las horas y los días, se ha deshilachado. Una esperanza cruel, angustiosa, como lo es cualquiera que tiene como horizonte posible la pérdida de uno o más seres queridos.
A ellos, a las familias que están todavía velando a sus seres más próximos o que ni siquiera saben cuándo podrán hacerlo, les debemos un trato especial, un trato que destile cariño y calor humano: que no les falte compañía, que haya siempre quien les escuche para que puedan escanciar su dolor en oídos amables y comprensivos; que haya quien les acompañe para resaltar que su dolor no se sumerge en la soledad. Que no se nos olvide recordarles en el futuro como ocurrió con los fallecidos en el accidente del Metro de València.
E importa, y mucho, que exista una especial sensibilidad en las administraciones públicas llegado el momento de dar curso a los apoyos económicos que se han aprobado. Ya veremos si son suficientes o si precisan de ampliaciones en objetivos e importes; pero, desde el primer día, lo que sí resulta absolutamente necesario es que se tramiten con la máxima rapidez. Que las administraciones reasignen el personal que pueda resultar necesario para ello; que estas mismas administraciones confíen, de entrada, en lo que las solicitudes afirmen: ya habrá tiempo para revisar excesos y fraudes sin que ahora las sospechas ensombrezcan el ritmo de concesión de un dinero que tan necesario es para reacondicionar las casas o cambiar el automóvil destrozado; para comprar materiales y maquinaria que permitan pulsar el botón de encendido en las empresas.
Los que ya cultivamos canas recordamos todavía el acre sabor que probaron muchos de los afectados por la pantanada de Tous. Las décadas de pleitos por las indemnizaciones hasta que se llegó al punto final. La mejor de las intenciones de los poderes públicos se pudre en la impotencia cuando al ciudadano y a la empresa se les complica la vida pidiéndoles papeles que han desaparecido con las lluvias. O regateándoles el apoyo sobre la base de interpretaciones restrictivas que, en ocasiones, lo único que revelan es una estúpida falta de empatía o el miserable temor a futuros recortes presupuestarios en otras partidas consideradas más “vistosas”. Confianza en los ciudadanos, generosidad en la interpretación de las normas y rapidez en la resolución y materialización de las ayudas. Unas cualidades que, tras la indignación acumulada, cobran especial valor para que no se someta a los afectados a una segunda inundación de frustraciones; de desafecciones sin retorno hacia las administraciones que dan sentido al Estado.
Unos y otros, poderes públicos responsables y ciudadanía solidaria ocupan posiciones complementarias en devastaciones de magnitudes como la ahora vivida; pero llega un momento en el que la persona, para recuperar la seguridad y atajar la angustia, necesita sentir la cercanía del apoyo público. Ese apoyo facilita la ignición de lo que, más pronto que tarde, merece ser la convicción más extendido: la convicción de que, efectivamente, estamos saliendo adelante. Y de que lo hacemos contemplando la futura aprobación de un nuevo Plan Sur que lleve a los municipios ahora inundados la misma tranquilidad que se ha vivido en la mayor parte de la ciudad de València.
Una vez más saldremos adelante con la energía de quien quiere comprimir el tiempo perdido aunque, eso sí, manteniendo en mente el propósito de revisar, palmo a palmo, minuto a minuto, la gestión de esta descomunal emergencia: para arrancar del tejido de lo público lo incapaz, lo inútil, lo enmascarado. Se lo debemos a los más de 200 valencianos y valencianas que nos han dicho adiós sin esperarlo ni merecerlo, con muchas alegrías pendientes ahora rabiosamente caducadas. No, ésta no es la Comunitat Valenciana del siglo XXI que se merecen ellos y los restantes afectados. Tampoco nosotros.