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HEDONISTA / LOS CLÁSICOS

Salva Albacar y la gratitud de enseñar hostelería

| 26/10/2022 | 4 min, 44 seg

VALÈNCIA. Salva espera a que comience la entrevista tomando un refresco al que se le funden los hielos. Hace calor, mucho, pese a que el día haya salido nublado y ya haya comenzado el curso escolar. Aunque en lo que él enseña, el calendario es distinto. Viste la camiseta del organismo donde imparte cómo funciona esa hostelería, que no la de los chefs afamados. Cocinero era su hermano, Tito Albacar. Salvador, o Salva, gestionaba la sala: «Siempre estamos en la retaguardia y, te digo una cosa, se puede fastidiar una comida con un camarero desagradable, que habla con un mal tono o tiene cara de amargura». 

Dos hermanos, dos profesiones, un restaurante

Los Albacar nacieron en València, en la calle Císcar. Su relación con la cocina empezó, como pasa en muchas familias, al ver a su madre entre fogones. Cuando Tito terminó el Bachiller, entró en Magisterio, pero se encontró con una carrera que no era para él. «Se dio cuenta de que no era lo que le gustaba, y decidió irse a la Escuela Superior de Cocina de San Sebastián. Mi hermano era seguidor de la Cartelera Turia y, por mediación de Antonio Vergara, se decidió por ir ahí. Yo, al acabar Bachiller, y tras un impasse de no saber lo que hacer, decidí estudiar Turismo. Mi familia decía que tenía gracia para las relaciones públicas, así que quise estudiar algo con lo que tener contacto con la gente». 

Salvador estudió en la Escuela Universitaria de Turismo de Sant Pol de Mar en Barcelona. «En aquel momento, el centro era de los más afamados de España. Los buenos estaban en Francia o Suiza y era muy difícil entrar allí. Después hice una especialización de Gestión y Dirección Hotelera. Al acabar la carrera me salió la posibilidad de trabajar en un hotel que inauguraron en Barcelona como director de alimentos y bebidas». Para no desaprovechar la oportunidad, Salva, que había prorrogado el servicio militar obligatorio, se hizo objetor de conciencia. Según cuenta, no le llamaron y, pasado un tiempo, «decidí volverme a València, que mi novia estaba aquí, y casarme. Me llamaron del Astoria y entré como maitre».

Mientras, su hermano se formaba en algunos de los mejores fogones de España y en casas como la de Óscar Torrijos. Finalmente, su hermano y él se encontraron: «Él tenía grandes dotes en la cocina y yo creía que las tenía para trabajar cara al público. Montamos el restaurante en 1991».

Abrieron Albacar y ya desde las obras todo fue a más. «Abrimos en la calle Sorní porque queríamos ese público de empresarios y funcionarios, que vinieran en horario de comidas. La idea inicial era hacer una casa de comidas, pero todo fue evolucionando mientras íbamos construyendo el local; nos hicieron un restaurante muy bonito, y eso te sube el nivel. Al poco tiempo cogimos altura. Empezó a venir la crítica, nos empezó a valorar muy bien. Antonio Vergara nos sacó en el Anuario Gastronómico de la CV en varias ocasiones. Gracias a esto aparece también Rafael García Santos. También entramos en la guía de los cien mejores restaurantes de España».

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«Hemos sido una familia muy tradicional con respecto a lo que es el vivir en familia. Queríamos tener un negocio, pero también que nos diera la libertad de poder disfrutar de nuestros hijos. Por eso enfocamos el negocio hacia la empresa, o hacia la administración, pensando en que no queríamos trabajar los festivos». Esos horarios suponían que encontrar mesa en el Albacar no fuera sencillo.

El público de la administración y la política local variaba según los vaivenes electorales. «Tenía la sensación de que cuando había un cambio político a los nuevos no les gustaba frecuentar o ir a los sitios que habían sido centro de reunión de otras formaciones. Con el público particular fue una maravilla. No teníamos precios excesivamente abusivos, y podíamos llegar a gente que amaba la gastronomía sin que tuvieran que hacer un desembolso excesivo. Había una pareja que venía una vez al año, por su aniversario. Económicamente, a lo mejor, no se podían permitir venir habitualmente, pero el hecho de que vinieran cada año me daba una satisfacción enorme. Con esas mesas no te importaba perder dinero e invitarles a una botella de Moët Chandon. Tenía muchísima satisfacción personal al ver que la gente lo agradecía».

Llegó la crisis de todas las crisis. La del crédito y el ladrillo. También cayó la salud de Tito. «Parte de nuestra clientela importante eran empresarios. Todo empezó a bajar, la gente pegaba recortes en comidas y en salidas. Pese a todo, procuramos mantener los puestos de trabajo e intentar no despedir a nadie. A lo mejor en eso sí que no fui todo el empresario que tuve que ser, pero sabes que detrás de los trabajadores, hay personas. Se crea un vínculo personal que intentas mantener, incluso de amistad. Te das cuenta de que tomas decisiones que, en ocasiones, van en contra de tu propio interés económico».

* Lea el artículo íntegramente en el número 96 (octubre 2022) de la revista Plaza

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