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'La última llamada': masajes relajantes a los presidentes de la democracia española

Una serie sobre los presidentes del Gobierno de la democracia deja entrevistas con luces y sombras, pero que de alguna manera les humanizan

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VALÈNCIA. Hay productos televisivos que son lo que son porque no podrían haber sido de otra manera. Los expresidentes del gobierno son unas figuras tan poderosas de cara a los periodistas que no queda más remedio que amoldarse a su confort si se quiere extraer algo de ellos. A veces algo es mejor que nada y no queda más remedio que operar con limitaciones. 

En esas coordinadas se entiende que ha trabajado el periodista, de brillante y excepcional trayectoria, Álvaro de Cózar, en La última llamada, una serie documental de Movistar+ que dedica un capítulo a cada expresidente del Gobierno: Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy

No se eluden los temas peliagudos en las entrevistas, pero en una hora no están todos los que son, ni los que hay son los más importantes realmente ni el planteamiento que se hace de la entrevista es el que permite confrontar a los expresidentes y sus regates en corto. 

Por ejemplo, en el caso de Felipe González, es un hecho que en España a duras penas se habla en los medios o en las redes de su triple universalización de la sanidad, educación y pensiones, el mayor logro de la izquierda en este país en toda su historia. Sin embargo, se le recuerda mucho más por el GAL. Y no es para menos, la línea roja de los derechos humanos por muy bien que hayas hecho lo demás puede suponer una enmienda a la totalidad. 

Lo llamativo es que cuando el expresidente trata el tema de los 80, deja un par de fases crípticas para despachar el asunto. Dice: “Puedes abortar una operación o puedes decidir que conviene no abortar un determinado movimiento para ser más eficiente y pescar a todos los implicados, a veces el mayor grado de eficacia aumenta el riesgo diferencial y eso es muy, muy difícil de soportar y de explicar y hay que hacerlo”. A buen entendedor pocas palabras bastan, pero ¿por qué no afrontar la cuestión de forma directa?

Más adelante lo hace, cuando cuenta su historia favorita, que ya ocurrió en otro momento. Le llamaron para avisarle de que estaba localizada la cúpula de ETA en Francia y que, si daba la orden, podrían haberlos ejecutado a todos. Una actuación que sería lo mismo que fue el GAL, atentar en Francia con Fuerzas de Seguridad del Estado. Y concede que se lo pensó, pero que al final optó por no hacerlo, pero siempre con la duda, que le sigue persiguiendo, de que podría haber salvado vidas. 

En esta historia se presenta como un héroe, con flaquezas, pero como una persona recta que al final toma la decisión ética. Sin embargo, entre 1983 y 1987 hubo 33 atentados de los GAL y 26 muertos. Muchos de ellos en operaciones de guante blanco. González y su entorno siempre han dado a entender, por supuesto, de forma críptica, que había un riesgo de golpe de Estado si no se hacía nada, pero estas operaciones surgieron de Interior, no del Ejército. ¿Pero por qué el dilema ético que plantea con la voladura de la cúpula de ETA no se lo ponen por delante cuando se trata de lo ocurrido entre 83 y 87? He ahí el quid de la cuestión. 

Es en estos hechos donde procede la pregunta sobre la soledad, la decisión del líder y lo que evoca el título de la serie, La última llamada. El que toma la última decisión. Lo que pasa es que González nunca ha esclarecido estos hechos. Ha dicho que acabó con todo ello, pero también (a Gabilondo) que no sabía lo que había. Y nunca ha logrado explicar la síntesis de ambas premisas: cómo se termina con lo que no se sabe que existe. Pero González saca la muleta con el tema de la voladura de la cúpula de ETA, agita el engaño, embestimos los periodistas y el público, y olé, torero. Y lo de 83-87 ahí sigue, esperando a que se decidan a abandonar el lenguaje críptico y el digo sin decir de forma fragmentada un día sí un día no. 

Aznar, con su tema, las famosas armas de destrucción masiva, al menos se enfrenta cara a cara a la realidad y contesta “las decisiones se toman por lo que se sabe en ese momento, no por lo que se sabe después”. Podría ser comprensible, podría entenderse que le engañó Estados Unidos, pero luego remata “y creo que no me equivoqué”, lo que es un desafío a la lógica importante, pero al menos no deja dudas, es su autorretrato.  Zapatero también se va de rositas con asuntos como “bajar los impuestos es de izquierdas” y de Mariano Rajoy, qué decir, si su policía patriótica ni está ni se la espera. 

No obstante, estas cuestiones del guion o las preguntas no tienen que ser fáciles de resolver, una hora conversada no da para mucho cuando se quieren abarcar periodos de años complejos y con múltiples matices. Al margen de esa crítica, la serie trata de humanizar a los presidentes y mostrarnos una cara que, a pesar de su continua presencia en los medios, al final queda oculta. Está bien descubrirla, tanto la suya como la de sus asesores, que tienen mucha presencia en la serie.

Si algo llama la atención es que los cuatro presidentes son personas introvertidas, tímidas y poco dadas a mostrar las emociones. Leopoldo Calvo Sotelo también estaba cortado por ese patrón. Es decir, todos menos Adolfo Suárez han sido personajes herméticos. González, amante de pasar horas solo en el campo, con sus plantas, contemplando los ríos y la fauna; y Aznar, capaz de estar en presencia de otra persona durante horas sin abrir la boca, una persona a gusto en silencios incómodos e incluso inquietantes.; Zapatero dice que no es dado a expresar emociones, que lo sabe su familia, y Rajoy… es  Rajoy.

También quedan al descubierto rasgos de sus personalidades de sobra conocidos. Felipe, de forma indirecta, viene a decir que no éramos dignos de él y que por eso siempre se quería ir. Esa idea siempre la tuvo en la cabeza, de hecho, como comenta Alfonso Guerra ya andaba con el tema en las primeras elecciones. Luego estuvo catorce años y, como matiza Solchaga, quería dejarlo, pero no que le ganasen, que son dos cosas distintas. Nada que añadir. 

En Aznar se ve una persona incapaz de admitir una debilidad o un error hasta límites patológicos. De hecho, cuando explica su plan para España, al decir que se puso a bloquear cumbres de la UE para que se nos respetase de una vez, no queda mal, pero cuando tras ese despegue se empieza a justificar su alianza con Bush y Blair para poner España en el mapa, resulta patético. La desestabilización que llevaron a cabo en Oriente Medio le ha costado la vida a millones de personas. Conviene tener presente la proporción de las consecuencias de cada decisión. 

De Zapatero se intuye que gobernaba con las encuestas y no entraba en temas más profundos y complicados hasta que el estallido de la burbuja le obligó a hacerlo en condiciones deplorables, casi como una venganza bíblica por haberlos eludido en la primera legislatura. Por comparar, ese problema no lo tuvo González cuando hizo de “cirujano de hierro” del sistema industrial antieconómico heredado del franquismo. Y de Rajoy queda claro que en la barra de un bar sería la primera opción para tomarse un vino a su lado, porque es majete de puertas para afuera, para adentro no sabemos ya… su verdadera cara, la patriótica, no se trata. Pero ya lo hará la justicia, otra venganza bíblica. Es lo que nos queda claro de la serie: los presidentes no se pueden esconder de lo que se espera de un presidente, siempre les encuentra su responsabilidad, por muy bien que se escondan, y a veces les coge… en pelotas.  

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