VALÈNCIA. Siempre he tenido gran consideración por Almodóvar como cineasta. Fue joven en una generación mágica, la del paso de los 70 a los 80, que en España fue la que por fin pudo hacer lo que a las anteriores se les había negado o reprimido. Como ocurría en los cómics y en muchas manifestaciones de la época, su imaginación era tan disparatada como desbordante. Sin embargo, hubo una diferencia importante. Sus ocurrencias estuvieron pronto acompañadas de un trabajo exhaustivo y meticuloso para presentarlas en guiones sin nada al azar y buenas películas. Desbarre, sí, pero con orden y determinación.
Afortunadamente, tampoco fue muy artístico. Su cine ha sido siempre muy clásico y convencional formalmente, pero en lugar de imitar a los que le influyeron para ser como ellos, utilizó lo que aprendió para contar lo que él quería. Esa es una gran diferencia con otros directores españoles que han querido ser, generalmente, como los estadounidenses. En parte también porque si no el público no los respetaba.
Sin embargo, Almodóvar nunca ha abandonado un tono paródico, muy sutil, con el que describía todo lo que le rodeaba. Estuvo muy adelantado a su tiempo con un cine posmoderno que es el que luego convirtió en clásicos películas tan aparentemente alejadas de su línea como Fargo, de los hermanos Coen.

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También ha sido un director que solo ha pinchado en dos o tres películas de una vasta filmografía. Eso es muy meritorio. Y para un servidor, en los años 90, era una ventana a una época, los 80, que había quedado proscrita. Mientras que luego, de adulto, he podido comprobar que es el embajador más importante de nuestra cultura después del binomio de Real Madrid y FC Barcelona. En el extranjero, ser español me obligaba a hablar de Almodóvar, igual que los diplomáticos noruegos que han tenido que aprender black metal.
Por todo ello, el tratamiento que hace de su figura Pedro x Javis no me parece desencaminado. No creo que deba tratársele de genio, en la medida en que no es un innovador, pero sí como la figura más emblemática del cine de la democracia española hasta hoy por algo que tiene aun más mérito que inventar, que es tener tu propio lenguaje. Yo nunca he podido preguntarle para poder probarlo, pero siempre he tenido la sensación de que vio T'empêches tout le monde de dormir, de 1982, del gran Lauzier, o su versión teatral, y supo reescribirla en Mujeres al borde de un ataque de nervios para una España que era muy distinta, sobre todo en su cabeza, y que no es lo mismo que replicarla para españoles, como haría la típica productora que importa algo que funciona fuera, es decir, el día a día del audiovisual español.
Sin embargo, cuesta encontrar cuestiones de este tipo en los tres capítulos del documental, que no tiene esa extensión por una necesidad narrativa, sino por introducir incesantemente escenas entre bastidores con los autores y otras personalidades como protagonistas que no aportan nada realmente. Son más bien un ejercicio de ombliguismo, que entre las risas constantes y la adulación llegan a ser cansinos e irritantemente reiterativos.
De esta manera, por supuesto, se quedan fuera todas las aristas del personaje. Su relación tan complicada con la industria española durante tantos años apenas se intuye, tampoco el trato recibido por Boyero y su jefe, que lo adoptaron como tentetieso, y sus quejas correspondientes. Y si no se quiere mencionar a los compañeros ni a la crítica, tampoco se incide en que películas como Átame, e incluso Hable con ella, hoy son refractarias al gusto del público sensibilizado con el feminismo.

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Además, hay una cuestión en todo lo que tiene que ver con la innombrable Movida, de la que Almodóvar reniega ya en las imágenes de archivo de la época, que toca indirectamente pero sin profundidad. Cuando eres underground, resultas muy gracioso, viene a decir, pero si luego despegas ya no se celebra tanto. Los Javis dicen que a ellos les pasó lo mismo, pero no hay mayor cúmulo de envidias y rencores que sobre los que lograron convertirse en profesionales de lo suyo a principios de los 80 en España. Un fenómeno que no solo fomentan sus coetáneos sino que lo han heredado las siguientes generaciones de forma un tanto inexplicable, como no sea por la agresividad innata de los españoles, como comentábamos en Súper Sara.
Son solo dos ejemplos para ilustrar que este documental no se ha grabado para resolver ninguna cuestión complicada. Es un viaje de placer para todos, con actuaciones musicales incluidas, que recuerda más al espíritu de un programa de televisión que rinde homenaje a una personalidad, invitando a muchos de los que han sido importantes en su carrera, -menos a Carmen Maura-, que a un intento de descifrar a un artista. No es fácil, cuando Almodóvar ha sido ya sobreanalizado, pero teniendo acceso completo al director, se esperaba algo más.
Aún así, hay elementos interesantes sobre su obra. Se habla mucho del retrato de las mujeres, como siempre, pero también del que hace de los hombres. Generalmente, atormentados y conflictivos, pero con un especial interés en los policías. También está bien cuando el director comenta adelantos tecnológicos que van cambiando la vida, como OnlyFans, y confiesa que le habría gustado emplearlo como recurso narrativo en La mala educación. O cuando se reconoce un autor de fan-fiction antes de saber que existía el concepto.
Al final, llama la atención que Almodóvar haya prohibido a su familia que autorice un biopic o una biografía. Se percibe ahí cierta hipersensibilidad al juicio ajeno ¡incluso después de muerto! Y queda claro que las últimas obras de los Javis están caracterizadas por un horror vacui que ignora que en no pocas ocasiones menos es más.

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