NO ÉRAMOS DIOSES. DIARIO DE UNA PANDEMIA #70

Setenta veces siete

19/06/2020 - 

VALÈNCIA. Si no nos han vuelto a engañar, este domingo acabará el estado de excepción que decretaron el 14 de marzo. Han sido tres meses de encierro que han puesto a prueba mi capacidad de resistencia. Como otra mucha gente, pienso que la pandemia me ha cambiado, pero aún no alcanzo a ver la hondura de los cambios. Me pregunto qué quedará de la persona anterior a la propagación de la peste china. Aún es pronto para saberlo porque las heridas del alma tardan en manifestarse.

Poco a poco las calles han recuperado el trasiego de los primeros días de marzo, y las terrazas de los bares han vuelto a llenarse de clientes. En el supermercado no hay que hacer cola y encuentras papel higiénico sin problemas. Intentamos convencernos de que todo será como antes, pero esta ilusión camina sobre patas cortas y frágiles. Envejecer es cerrar la puerta a un mundo que te vio nacer y crecer, te ofreció cierta seguridad y un día saltó por los aires por un acontecimiento inesperado. Una guerra, una revolución, un virus. No quedó nada de él. Les pasó a otros y te ha pasado a ti, que no eras un dios.

Cuando este lunes un funcionario de la prisión me devuelva las pertenencias y salga a la calle, echaré de menos a las personas que nos dejaron. Murió mi tío Luis y otros miles de ancianos que carecieron de su suerte para fallecer acompañados por un familiar. Habría que vengar a todas estas personas mayores que murieron solas en los hospitales, sin el cariño de los suyos, o como perros abandonados en residencias que se convirtieron en casas de los horrores.

La manipulación política de los muertos 

Ignoro cómo se debería vengar la muerte de tantos inocentes a los que hasta se les niega su existencia estadística. Desaparecidos desde hace semanas o meses, ni siquiera ahora los dejan descansar. Los ancianos fallecidos son el arma que se arrojan gobiernos de distinto signo político en una pugna obscena y mezquina, sin mostrar la más mínima señal de arrepentimiento por todo el dolor ocasionado.

“Van a joder a los mayores”, me insiste mi madre, que ve cómo muchos jóvenes salen a la calle sin mascarilla poniendo en riesgo su salud. Mi madre ha tenido el coraje de sacar adelante su casa con un marido enfermo y con sus dos hijos en la distancia. Dos veces rompí el encierro para visitar a mis padres por causas justificadas. Aunque no las hubiera tenido, lo hubiese hecho, aun a riesgo de ser multado por una pareja de grises. Mis padres están por encima de todo.

Este tiempo de reclusión me ha enseñado algunas lecciones, por ejemplo, a buscarle las trampas a unas leyes ignoradas por el poder que me las impone. He descubierto el anarquista que había en mí. Ni un solo día me quedé en casa. Me iba la salud mental en ello. Fui responsable observando las medidas de protección y seguridad, pero salí siempre a la calle sintiéndome como un preso que busca una hora de sol en el patio.

Pasear, leer y escribir me han mantenido en pie. Pronto me di cuenta de que, estando solo en casa, era la única manera de no venirme abajo. He escrito este diario con absoluta libertad, lo que me convierte en un privilegiado en una sociedad amordazada. La mascarilla es la metáfora de un tiempo de censuras y abdicación en la defensa de la crítica.

A merced de mis cambios de humor 

Fiel a un estilo, dejándome llevar por los cambios de humor, comprensibles en una situación límite, a veces he podido equivocarme en los setenta capítulos de este diario. Por eso quien me haya leído, si practica la indulgencia, sabrá perdonarme hasta setenta veces siete, como aconsejaba Jesucristo a Pedro en el Evangelio de san Mateo.

Pero, aun con mis errores y límites, he sido yo; si de algo estoy orgulloso es de haber construido este diario con una voz propia y ajena a las componendas, sin importarme si ofendía a según qué personas o colectivos, porque mi propósito no ha sido agradar ni complacer, sino dejar testimonio de un trozo de vida que no pasará a la historia. Esa vida es lo único que tengo y a ella me agarro.

Después de una primavera trágica puedo decir, como el Calígula de Camus: “Todavía estoy vivo”.

 Ahí lo dejo.

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